Beth Gellert: La leal perro de Gales

19 min

The dawn light over the castle walls in Snowdonia

Acerca de la historia: Beth Gellert: La leal perro de Gales es un Cuentos Legendarios de united-kingdom ambientado en el Cuentos Medievales. Este relato Historias Descriptivas explora temas de Historias de Pérdida y es adecuado para Historias para Todas las Edades. Ofrece Cuentos Morales perspectivas. Una leyenda galesa de devoción, malentendido y el trágico destino de un perro querido.

Introducción

En los ondulados valles verdes de Gwynedd, donde la niebla se aferraba a las piedras musgosas y los ríos entonaban cánticos más antiguos que la memoria, se alzaba el vetusto bastión de Lord Rhys, una fortaleza labrada en granito que al amanecer resplandecía como brasas contra el cielo. Dentro de esos muros milenarios, Lady Elinor dio la bienvenida a su nueva guardiana: una lebrela atigrada de porte regio a la que llamó Beth Gellert. Desde su primer aliento, los oscuros ojos de la cachorra brillaron de curiosidad y su cola se movía como un metrónomo de lealtad impaciente.

La noticia de la gentil valentía de Beth se propagó con rapidez por el patio: los mozos de cuadra interrumpían sus labores para contemplar cómo corría sobre el césped empapado de rocío, los caballeros se maravillaban al verla seguir cada paso resonante con devoción inquebrantable, y los niños de la aldea cercana susurraban leyendas sobre cómo aquella perra podría rivalizar con los héroes de antaño. Para Elinor, la llegada de Beth supuso un consuelo tras largas estaciones de anhelo. La dama conocía bien el aguijón de la pérdida: un hermano caído en escaramuzas lejanas, un esposo arrebatado por las intrigas de la corte y un corazón adormecido por el susurro de los remordimientos.

No obstante, los suaves ladridos de Beth al caer la noche y su apacible respiración junto a la almohada despertaron en Elinor algo que yacía enterrado: la esperanza y la promesa de una compañía que el destino no lograría quebrar. Bajo los techos abovedados, los tapices mostraban escenas de valor y gracia, como si cada hilo tejiese el tapiz del porvenir, anunciando historias aún por narrar. En el silencio antes del alba, cuando sólo el murmullo del viento contra la piedra interrumpía la quietud, Elinor se alzaba para buscar a Beth entre las sombras, hallando consuelo en la presencia serena de la lebrela. Rozaba la curva de sus orejas, percibía el calor de su pelaje y le susurraba secretos de anhelos por venir. El aire rebosaba de expectación y cada llama temblorosa prometía nuevos comienzos.

Sin embargo, el sino, siempre caprichoso, bullía bajo esos instantes de calma como una corriente oculta dispuesta a arrastrarlos, ya fuese hacia la dicha o la desesperación. Cuando Elinor presenció por primera vez a Beth corriendo tras un zorro entre la brecina, su pecho se llenó de orgullo: jamás habría imaginado que aquel mismo instinto fiero y aquella devoción desmedida se convertirían un día en el catalizador del error más terrible de su vida, un error que coronaría a Beth no como heroína, sino como un símbolo trágico de la inocencia perdida.

El vínculo forjado en la lealtad

Cuando Beth Gellert puso por primera vez las patas sobre los adoquines del patio, los guardias del castillo se detuvieron en seco, cautivados por sus ojos radiantes y su curiosa timidez. Aún era pequeña, con un pelaje atigrado que parecía capturar las sombras del bosque y la luz del ocaso. Sin embargo, al alzar la cabeza, mostraba el porte altivo de la nobleza, y su cola danzaba un silencioso decreto: “Este es mi lugar”.

Lady Elinor, aún agotada tras atravesar pasos agrestes, se arrodilló ante ella y le ofreció su mano enguantada. Ese simple gesto encendió una chispa en la cachorra. Desde entonces, Beth siguió cada uno de los movimientos de la dama. Cuando los caballeros ensayaban ejercicios con la espada en el patio, Beth se quedaba inmóvil, observando cada tajo y cada defensa con concentración absoluta. Cuando los mozos cepillaban a los corceles, ella se acurrucaba a sus pies, complacida con los suaves murmullos que compartían. Las noticias de su calma inquebrantable cruzaron pronto las almenas y llegaron al enviado del señor, quien declaró que nunca había visto una guardia tan obediente ante el choque del acero. La leyenda de la lebrela no nació de una hazaña heroica, sino de su vigilia constante: una centinela silenciosa con la lealtad grabada en cada respiro.

Beth Gellert salvando a un niño del agua
Beth Gellert salta al foso para salvar al joven Tomás de ahogarse.

Con el aliento del invierno pintando de escarcha las paredes cubiertas de hiedra, la devoción de Beth siguió siendo firme. Esperaba pacientemente junto al hogar mientras Elinor escribía cartas a aliados distantes, apoyando la cabeza sobre los pergaminos cuando la dama hacía una pausa. Al crujir el puente levadizo bajo el peso de los carros de provisiones, Beth salía disparada a recibir a los recién llegados, moviendo la cola en señal de bienvenida e inspeccionando cada vagón con inteligencia viva. Incluso en la quietud de la medianoche, cuando los vientos aullaban y las velas parpadeaban en frágiles frascos dorados, Beth acudía al suave susurro de Elinor, con los ojos encendidos en alerta. Elinor hallaba consuelo en esa compañía, un recordatorio de que, aún en las horas más oscuras, la promesa persistía si contabas con una amistad fiel.

La primavera trajo días más largos y campos verdes cubiertos de prímulas doradas. Con cada nuevo amanecer, Beth crecía, sus músculos se tensaban como acero pulido bajo un pelaje que brillaba al sol. Elinor la llevaba hasta el borde del bosque, donde la lebrela aprendía a trepar salientes rocosos y vadear arroyos parlantes sin emitir un solo sonido. Bajo robles milenarios, practicaban órdenes sin palabras: una mano alzada, un silbido suave, una pausa en el paso. Beth respondía con precisión asombrosa, sus sentidos afinados al mínimo gesto de Elinor.

Los cazadores de Gwynedd comenzaron a murmurar que la lebrela de Lord Rhys era insuperable: una compañera cuyos instintos rivalizaban con los de un halcón. Cuando la niebla matinal se posaba sobre helechos y brezos, Beth se movía veloz entre la maleza, sin perder jamás de vista a su señora, aunque los ecos lejanos de campanas de ciervos parecieran llamar como estrellas distantes. En ese santuario silvestre, el vínculo entre la dama y la lebrela fue más allá de la obediencia; se convirtió en un baile de confianza escrito en huellas y silencios devotos.

En las tabernas repletas de risas de la aldea, los parroquianos alzaban jarras brindando por la historia de la señora y su noble guardiana, asombrados por una amistad que parecía destinada a resistir cualquier prueba.

El estío desplegó su cálido abrazo, y con él resonó el juego de los niños junto a los muros del castillo. Una tarde, el sobrino de Elinor, un chico de ojos vivaces llamado Tomas, trepó al muro bajo para perseguir una cinta roja que bailaba en la brisa. Un traspié hizo que la cinta cayera al foso. Sin vacilar, Beth se lanzó por el borde estrecho, impulsándose con sus patas poderosas y zambulléndose en aguas oscuras. El choque del acero y los gritos de alarma retumbaron en el patio cuando los guardias corrieron en auxilio, pero fue Beth quien alcanzó a Tomas primero. Con el hocico lo empujó con suavidad y lo guió hacia los escalones de piedra. Cuando el niño tosió al salir a la orilla, ayudándose con manos temblorosas, Beth se colocó protectora junto a él, erigiendo su cuerpo como un escudo de valor inquebrantable.

La madre de Tomas, que sólo había visto el desenlace, lo abrazó entre lágrimas de alivio y asombro. En ese instante, la hazaña de Beth se convirtió en leyenda: se cantó en los salones de hidromiel la historia de la perra dispuesta a entregar su vida por un niño, un símbolo de coraje puro y desinteresado. Incluso Elinor, observando desde la distancia, sintió un orgullo que apretó su corazón al saber que la lealtad corría por las venas de Beth como la sangre misma.

Con el otoño tiñendo de ámbar y carmesí la copa del bosque, Elinor y Beth emprendieron su última gran travesía. Los rumores de conflictos en las fronteras habían convocado la ayuda del señor, y ambas cabalgaron hacia el este bajo estandartes que ondeaban con el viento. Siempre que el terreno se volvía traicionero, Beth se situaba entre la montura de Elinor y los peligros ocultos: agujeros cubiertos de zarzas, rocas afiladas que acechaban en silencio y flechas perdidas disparadas por arqueros fantasmales ataviados de crepúsculo. Una y otra vez, sus agudos instintos las guiaban a salvo, como una brújula viviente cuyo norte era la devoción.

Por las noches, acampaban bajo un cielo de estrellas, con Beth acurrucada junto a su señora, orejas erguidas a cualquier crujido o aullido más allá del fuego. Elinor se sentía invencible con la lebrela a su lado, convencida de que ninguna fuerza en el mundo conocido podía quebrar su vínculo tácito.

Ignoraban entonces que el destino había tejido hilos más oscuros en su tapiz: un solo y trágico instante de malentendido iba a deshacer todo cuanto habían construido.

Sombras de duda y desesperación

En una noche sin luna, cuando las estrellas plateadas se ocultaron tras densas nubes, el silencio del castillo se quebró con el grito angustiado de Elinor. Despertados por el eco del metal al chocar, los guardias corrieron por los corredores a media luz y hallaron a su señora junto a la cuna vacía de su sobrino. Beth Gellert yacía al pie de los barrotes volteados, su costado subiendo y bajando con esfuerzo y el hocico manchado de un rojo oscuro y pegajoso.

La luz de las velas tembló en el brillo del pelaje mientras la lebrela alzaba la cabeza, con ojos vidriosos que reflejaban alarma y algo más profundo: la confesión involuntaria de una culpa inexplicada. El corazón de Elinor se contraía en terror; alzó la mano, con la voz quebrada, para calmar a su fiel compañera. Pero la visión del hocico ensangrentado y la cuna volteada transformó su ternura en un puñal de duda.

Bajo la bóveda de piedra, las antorchas chisporrotearon como si no quisieran atestiguar un crimen que apenas podían comprender. Tras asegurar las puertas, los guardias aguardaron conteniendo la respiración mientras Elinor buscaba en cada rincón señales del niño. El latido de su corazón resonaba como tambores de guerra, cada segundo se alargaba en una eternidad de miedo.

Al no hallar ningún llanto que respondiera a sus llamadas, el alma de la dama vaciló al borde del abismo. En ese silencio asfixiante, la lealtad misma parecía manchada por la sospecha. Rozó con dedos trémulos el borde de la cuna, aferrándose a la esperanza de encontrar al pequeño Tomas bajo las mantas de seda. Pero sólo descubrió gotas de sangre sobre el algodón: pruebas, pensó, de que las fauces de Beth habían herido al niño que juró proteger.

Con el cuerpo sacudido por el dolor más allá de las palabras, Elinor alzó la mirada hacia la perra que jamás la había traicionado.

Lady Elinor enfrentándose a Beth Gellert en la cámara iluminada por velas.
Elinor descubre a su perro Beth manchado de sangre junto a la cuna volteada.

Impulsado por la emoción cruda, Lord Rhys irrumpió desde el gran salón. El metal de su armadura repicó a cada paso autoritario mientras contemplaba la escena: la cuna volteada, la paja esparcida y la figura inmóvil de Beth, con los ojos bajos como si portara una culpa insoportable. Antes de que pudiera articular orden alguna, un sollozo escapó de los labios de Elinor: un ruego para que Beth pudiera aún dar alguna explicación. Pero Rhys, endurecido por el dolor y las duras exigencias del mando, sólo vio una salida. Con un movimiento rápido y terrible, su mano enguantada extrajo un puñal de la vaina. El brillo de la hoja captó la luz mortecina de las antorchas mientras avanzaba, pronunciando una sola palabra: “Justicia”.

Con el aliento tembloroso, hundió la daga en esa verdad que se negó a buscar. El yelido de Beth resonó como un desgarro en la realidad, un lamento tan lleno de dolor que las antorchas parpadearon en señal de compasión. La lebrela dio unos pasos inestables, el hocico abierto en un jadeo silencioso, a la vez que la sangre florecía en su costado. Sin embargo, no huyó. Permaneció bajo la sombra de Rhys, como protegiendo a Elinor de una verdad demasiado devastadora.

Los guardias asistieron a la escena, divididos entre obedecer y el horror, mas ninguno se atrevió a intervenir mientras el hierro se hundía en la gracia viva. Las manos de Elinor se llevaron al rostro, las lágrimas ardieron en sus mejillas, pero no logró articular palabra que detuviera la hoja. Cuando ésta se retiró, Beth cayó sobre las frías losas, sus ojos fijos en la desesperación de su ama.

En el silencio que siguió, cada aliento se sintió como una herida, cada latido una condena.

Sólo unos instantes después, un llanto familiar rasgó el aire empapado en dolor: un sollozo ahogado que provenía no de la cuna, sino de los húmedos sótanos bajo el patio.

Elinor salió tambaleándose de la cámara, con lágrimas de culpa e incredulidad. Allí, bajo un montón de pieles y heno caído, yacía Tomas, con los ojos abiertos y sano, sujetando una muñeca ya rozada por el ataque de un animal feroz. A su lado, inmóvil al borde del almacén, yacía un lobo de tamaño insólito, sus fauces aún marcadas por la furia que Beth había derrotado en su última defensa. La sangre rezumaba de la valiente guardiana, tiñendo la piedra y el metal, pero su último aliento se enredó en un suave gemido de victoria.

Elinor se arrodilló junto al niño, apretándolo con amor mientras la tristeza estallaba como tormenta. Sobre ellas, los muros del castillo parecieron llorar, con fragmentos de luz danzando entre los arcos, testigos silenciosos del cruel giro del destino. Rhys permanecía inmóvil, el puñal aún goteando, los ojos marcados por la verdad que despreció. En aquel instante desgarrador, la lealtad y el amor colisionaron, dejando el arrepentimiento grabado en cada corazón.

Días después, una silenciosa comitiva cruzó el puente levadizo, seguida de dolientes con el rostro encendido de pesar. Los restos de Beth reposaron bajo un roble antiguo en el límite del bosque, donde la primera luz del alba rozaría una sencilla piedra con su nombre: “Beth Gellert, Protectora, Amiga, Héroe”. Elinor plantó junto al memorial una sola rosa blanca y juró no permitir jamás que se olvidara a la perra cuya vida fue un testimonio de devoción pura. Cada noche encendía una vela al pie del roble y susurraba disculpas al viento, llevadas por el ulular de los búhos y el crujir de las hojas.

En el hogar iluminado por el recuerdo y la pérdida, el vínculo entre la dama y su lebrela se transformó en leyenda. En aldeas y caseríos, los bardos cantaban la historia de la guardiana fiel abatida por una justicia precipitada, y los padres la contaban a sus hijos, instándoles a escuchar antes de condenar. Así, la tragedia de Beth Gellert se erigió en faro de claridad moral: lección solemne de que el amor puede superar la duda, y que incluso la intención más noble puede quebrarse bajo la hoja de la sospecha.

Generaciones han pasado y los muros del castillo se han desmoronado en escombros, mas el nombre de Beth Gellert aún perdura. Los viajeros se detienen ante el roble envejecido, dejando ofrendas de gratitud: lazos anudados, huesos pulidos o linternas titilantes. Bajo esa copa silenciosa, casi se percibe el suave jadeo de unas patas devotas y el eco de la lealtad canina a través del tiempo. Y aunque la voz de Beth se haya quedado lejana, su espíritu sigue vivo, enseñando a quienes escuchan que la verdad exige paciencia y que, a veces, el amor transita un sendero lleno de peligros.

El eco del arrepentimiento y el legado de una verdadera amiga

Tras la trágica partida de Beth Gellert, una sombra de duelo se posó sobre los salones del castillo, tan densa como la penumbra invernal. Lady Elinor deambulaba por cámaras curtidas en luto, su risa antes vibrante silenciada por el peso del remordimiento. Cada paso resonaba con el eco de las suaves patas de Beth, y cada rincón atestiguaba la atenta vigilancia de la lebrela. Al filtrarse los rayos matinales por los vitrales, ella se detenía ante el lecho vacío de su guardiana, rozando con la yema de los dedos la piedra fría donde compartían confidencias al alba.

Los pequeños tesoros que Beth había transportado con lealtad —las cartas de Elinor, diminutas chucherías e incluso sus ilusiones— permanecían intactos, vestigios de que un instante de confusión puede eclipsar una vida entera de devoción. Los rumores de la tragedia viajaron a tierras vecinas, llevados por mercaderes y juglares cuyas canciones narraban la historia de una noble guardiana traicionada por la ignorancia.

Elinor halló consuelo sólo en una verdad: el sacrificio de Beth salvó a Tomas, cuyo risa volvió a brillar como el sol, aunque nunca podría colmar el vacío que dejó aquella fe injustamente quebrada. Con cada respiración, la dama se comprometió a honrar el legado de la perra, para que ningún ser volviera a ver su fidelidad manchada por un juicio apresurado. De aquel juramento brotó un memorial destinado a perdurar más allá de la piedra y la memoria. Empezó por recopilar versos dispersos de poetas que habían cantado el valor de Beth, hilándolos en un tapiz de palabras que combinaba duelo y gratitud.

Pilar conmemorativo de Beth Gellert bajo un roble antiguo
El monumento de mármol a Beth Gellert se encuentra bajo un roble, rodeado de flores silvestres.

Elinor mandó esculpir un pilar de mármol pálido, pulido hasta brillar al amanecer como una gota de rocío sobre una rosa. En su cúspide ordenó una estatua de Beth Gellert: orejas erguidas en atención eterna y cabeza inclinada con humilde gracia. Bajo ella, grabó no reproches, sino un tributo:

“To Beth Gellert, Protectora de Inocentes, cuya lealtad no conoció límites; este monumento testifica una devoción indestructible”.

Peregrinos de parajes lejanos acudían para contemplar el pilar, dejando guirnaldas de flores silvestres o monedas en su base en silenciosa reverencia. Al coronar la colina, muchos afirmaban sentir un calor en la brisa o escuchar un susurro reconfortante, casi como el jadeo de una amiga fiel más allá del velo de la muerte. Incluso Tomas, ya crecido y con los rasgos suaves de su tía, regresaba cada solsticio de verano para atar lazos con los colores castaño y dorado de Beth, uniéndolos en lazo eterno de recuerdo.

A los pies del cerro, los bardos compusieron baladas que incorporaron la historia de Beth al tejido del mito local, de modo que los niños la aprendieran antes de pronunciar sus primeras palabras. Los sacerdotes ofrecían oraciones al alba por el alma leal, y los mercaderes acuñaban pequeños amuletos con la huella de una pata, destinados a alejar la desgracia. En cada murmullo del mercado, la devoción de Beth revivía: recordatorio de que la verdadera amistad perdura más allá del último latido. Para Elinor, aquel pilar simbolizaba un final y un comienzo: el fin del sufrimiento de un alma demasiado pura y el inicio de un legado que ninguna hoja de duda podría borrar.

Con el paso de los siglos, la leyenda de Beth Gellert se tejió en el folclore de Gales, narrada en reuniones junto a círculos de piedra y al calor de hogueras titilantes. Madres mecían a sus hijos relatando cómo la lebrela salvó a un niño y cómo un instante de juicio equivocado provocó el mayor sacrificio de todos. Aquella enseñanza caló hondo en cada oyente: observa antes de condenar, pues las apariencias engañan y en el corazón del acusado puede latir el espíritu del heroísmo.

Monjes en abadías lejanas inscribieron versos para que la historia sobreviviera más allá de la fragilidad de la tradición oral. Comerciantes de lugares costeros hablaban de una pata esculpida en la entrada de templos, símbolo tan poderoso que aún viajeros desconocedores de las leyendas galesas percibían su veneración. El mundo más allá de Gwynedd absorbió la sabiduría del destino de Beth: que la lealtad es un don que merece cuidarse y que el amor sin temor requiere tanto confianza como comprensión.

Hoy, los caminos modernos discurren junto a tierras de cultivo donde las amapolas se mecen al viento, y el pilar de mármol, acariciado por el musgo y la lluvia, permanece firme al primer rayo de sol. Viajeros dejan flores y ofrendas movidos no por deber, sino por el genuino agradecimiento a una lección intemporal. Amantes se reúnen cada año en la cima de la colina, entonando cánticos en memoria de la lebrela cuyo corazón albergó más verdad que cualquier hoja de justicia. Aunque la voz de Beth se haya hecho leyenda, su espíritu continúa guiando a quienes atraviesan la sombra de la duda, enseñando que antes de dar por hecho un crimen es preciso contemplar la totalidad de la lealtad.

Guías locales acompañan a los visitantes por la senda serpenteante, relatando conmovidos la historia de Lady Elinor y su fiel compañera, con la voz cargada de respeto. Poetas de múltiples lenguas escriben nuevos versos inspirados en el ser que, sin palabras, legó un lenguaje de confianza más conmovedor que el propio duelo. Y en cada relato, el silencio que sigue nunca está vacío: en esa quietud, casi se siente la presencia de Beth al umbral de la memoria, instando a mirar más allá y a juzgar con el corazón abierto.

Conclusión

La historia de Beth Gellert perdura como un recordatorio de lo frágil que resulta el límite entre la confianza y la sospecha. En su lealtad inquebrantable vemos reflejadas las intenciones más puras, un sacrificio nacido de una devoción tan profunda que ningún malentendido pudo alterar su esencia. Sin embargo, la tragedia de su final nos advierte de que hasta los lazos más luminosos pueden romperse al primer soplo de miedo, instándonos a detenernos, a buscar la verdad tras el velo de las apariencias y a escuchar con compasión antes de condenar.

En las colinas galesas y más allá, el roble y su guardián de mármol se alzan como testigos mudos del poder del perdón y del legado imperecedero de un corazón fiel. Honremos la memoria de Beth abrazando la comprensión ante la incertidumbre, apreciando a los compañeros que caminan a nuestro lado y recordando que la verdadera lealtad no necesita mancharse de duda para brillar con fuerza incluso en las noches más oscuras. Cada lazo atado, cada ofrenda depositada al pie del pilar, late con gratitud por una amistad que trasciende el tiempo. Aunque su voz ya no resuene, el eco de su entrega vibra en las generaciones, invitándonos a vivir con ternura, a juzgar con humildad y a amar sin reservas. Que su historia guíe tanto a los más jóvenes como a los más ancianos, testimonio de que la compasión y la confianza, una vez encendidas, forjan una luz capaz de disipar las sombras más profundas de la duda.

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