Carmilla: La obsesión bajo la luz de la luna

21 min

A solitary castle bathed in silver moonlight on the Irish coast teeming with secrets

Acerca de la historia: Carmilla: La obsesión bajo la luz de la luna es un Historias de Ficción Histórica de ireland ambientado en el Cuentos del siglo XIX. Este relato Historias Poéticas explora temas de Historias de Romance y es adecuado para Historias para adultos. Ofrece Historias Entretenidas perspectivas. Una novela gótica irlandesa de deseo, misterio y noche eterna.

Introduction

Bajo el pálido resplandor de una luna plateada, los muros ancestrales del castillo Kilpatic se alzan cubiertos por velos de niebla marina y recuerdos largamente olvidados. En esta remota fortaleza costera, donde almenas azotadas por el viento guardan secretos más antiguos que la misma piedra, comienza a desplegarse una historia de atracción irresistible y deseo prohibido. La joven institutriz Laura Freeman llega para cuidar a la frágil pupila del general von Spielsdorf, el aristocrático dueño de la finca. Ecos se deslizan por corredores iluminados por velas, y pasos lejanos resuenan al compás de su latido. Cuando surge la misteriosa Carmilla Karnstein—esbelta, etéreamente hermosa, con ojos como ópalos oscuros y voz que tiembla de hambre oculta—Laura siente un temblor profundo en su corazón. Cada encuentro—un mechón de cabello rozando hombros desnudos, una invitación queda tras un arco, una promesa susurrada al caer el crepúsculo—la adentra más en una red embriagadora. Bajo la luz lunar que baña suelos de roble tallado y tapices carmesí, la inocencia choca con la tentación. En sueños, Laura advierte labios pálidos rozando su garganta y un susurro de anhelo sobrenatural en su oído. Al amanecer, no hay rosa que escape a la mancha de sangre del ocaso, ni memoria que no estremezca bajo la sospecha. En los páramos azotados por el viento y las costas embravecidas de Irlanda, amor y miedo se entrelazan como hiedra en la piedra. Prepárate para entrar en un reino al claro de luna donde el deseo sabe a eternidad, donde la línea entre la vida y la muerte se afila, y donde una obsesión única puede ser más poderosa que cualquier vínculo mortal.

Shadows in the Forest

Al caer el crepúsculo, Laura se internó más allá de las rampas iluminadas con antorchas del castillo, atraída por un impulso inasible. El bosque se alzaba como una catedral de robles retorcidos, sus ramas antiguas girándose hacia un cielo púrpura por el ocaso. Raíces serpentinas serpenteaban sobre la tierra alfombrada de musgo, y el aire olía a hojas húmedas y conjuros dormidos. Laura hizo una pausa en un claro donde el viento estremecía esbeltos abedules, despertando la nana que la había perseguido desde el primer susurro nocturno de Carmilla. Allí, en un fluir de su visión, se movía una figura—delicada, pálida, casi inmóvil—envuelta en un oscuro manto bordado con espinas. El corazón de Laura rugió al emerger Carmilla de las sombras, silueta recortada contra el cielo plateado. Una linterna colgaba de una rama cercana, su parpadeo esculpiendo los rasgos de su rostro con luz fundida. En las mejillas de Laura brotó un calor al acercarse la vampira, cada paso prometía peligro y deleite. El sotobosque brillaba con rocío que relucía como lágrimas en los pies de Carmilla, y en el instante de silencio, las palabras sobraban. Laura extendió la mano; sus yemas rozaron la muñeca de Carmilla, donde el pulso latía lento y deliberado. Un temblor recorrió las venas de Laura, como si el aire entre ambas albergara un único corazón. Un ruiseñor cantó desde lo profundo, su melodía colmada de anhelo, y Laura comprendió que el bosque mismo contenía la respiración. Los ojos de Carmilla ardían con un hambre consciente y descarada, invitando a Laura a un mundo tejido de noche aterciopelada y devoción de espinas. Cada fibra de su ser clamaba huir, mas permanecía inmóvil, cautivada por el canto susurrante de la voz de Carmilla. “Únete a mí —susurró la vampira— y prueba la eternidad que ofrezco.” La mente de Laura luchaba contra la invitación, desgarrada entre el terror y un deseo que parecía destino.

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Niebla en un claro del bosque al atardecer, con una silueta difusa cubierta de sombra.
Una glade oculta en el bosque, donde la neblina del atardecer oculta secretos peligrosos.

La luz lunar tejía filigranas de plata en los rasgos de Carmilla mientras guiaba a Laura al corazón del bosque. El aroma de corteza mojada y rosas silvestres se mezclaba con un matiz más oscuro—sangre tibia tras la fiebre. Laura contuvo el aliento al descubrir runas antiguas grabadas en una piedra cubierta de musgo, símbolos que danzaban en la penumbra y ocultaban historias de sacrificio. Carmilla apartó enredaderas de hiedra, revelando un altar de granito deformado por siglos de rituales. Allí, el silencio bosque creció hasta hacerse palpable, como si la propia naturaleza conspirara en los ritos vampíricos. Los labios de Carmilla se curvaron en una enigmática sonrisa al presentar a Laura un cáliz tallado en hueso, frío como el mármol. Laura vaciló, la mano temblorosa sobre el borde, consciente de que con un sorbo cruzaría un umbral sin retorno. El líquido atrapaba el reflejo lunar, tornándose rubí y crepúsculo. “Bebe —murmuró Carmilla, en un abrazo susurrante— y únete a mí en la noche sin fin.” Un calor le invadió el pecho ante la promesa inmortal, aunque una voz interior la instaba a la cautela. El latido de su corazón mortal resonaba como prueba frágil de la vida. Sin embargo, la mirada de Carmilla la mantenía cautiva: el mundo se redujo al contorno de su garganta, al rubor de sus labios, al aliento quedo. En ese instante, Laura sintió el tiempo desenredarse, los siglos plegarse en un suspiro eterno. Elevó el cáliz a sus labios, sus sentidos en llamas; el regusto metálico se fundió con un dulzor aterciopelado en su lengua. El pánico surgió, pero fue eclipsado por un éxtasis que inundó sus venas. Carmilla la observaba con reverente asombro mientras los párpados de Laura caían, su voluntad rendida al oscuro santuario ofrecido. Al volver a abrir los ojos, la noche era obsidiana y el bosque susurraba una nana de espinas y rosas, sellando el pacto en eternal penumbra. Las ramas se entrelazaban como brazos ancestrales, testigos del convenio de carne y deseo. El aire vibraba con secretos anteriores a toda memoria mortal, estrellas parpadeaban entre el follaje como testigos silenciosos. Laura se derrumbó en los brazos de Carmilla, no por miedo, sino por rendición que sabía a anhelo y maravilloso pavor. Bajo el manto nocturno, sus siluetas se fundieron en una sola sombra, testamento indeleble de un afecto más allá del velo mortal. El bosque exhaló a su alrededor, las hojas temblaron como en bendición, mientras la luna, en lo alto, era testigo plateado de su gozo y su pecado.

Al despuntar el alba, Carmilla y Laura emergieron del abrazo del bosque, veladas por sombras titilantes y gotas de rocío aferradas a sus prendas como lágrimas. El sendero que llevó a Laura junto a Carmilla se estiraba ahora hacia una luz incierta, cada paso marcando el límite entre el mundo que conocía y el oscuro pacto aceptado. A lo lejos, el cuerno del general von Spielsdorf resonó por los páramos, llamado al deber y a la insegura seguridad del día. El corazón de Laura latía con una claridad desconocida, una exaltación afilada por haber bebido de la copa de la inmortalidad. Carmilla se detuvo al borde del bosque, los ojos fijos en el cielo teñido de alba como si probara el amanecer por primera vez. “Volveremos —prometió con voz susurrante como viento entre los carrizos—, pero recuerda, mi querida Laura, que el abrazo de la noche te aguarda siempre que tu sangre susurre mi nombre.” Laura rozó su mejilla, sintiendo el frío y la promesa, y asintió. Al retirarse su mano de la de Carmilla, la vampira se disolvió en bruma, un último roce de viento en los labios de Laura. Sola, avanzó por el sendero cubierto de rocío, cada huella un juramento silencioso a la devoción oscura que ataba su alma. El sol naciente quemó el velo de sueño de sus ojos, pero no el rescoldo de deseo encendido por Carmilla. Bajo su piel, la sangre de Laura cantaba con un deleite voraz—un canto que resonaría por cada corredor sombrío de Kilpatric y más allá, llevando la memoria de besos lunares y votos sellados en sangre hasta la eternidad.

Whispers of Desire

Dentro de los grandiosos salones del castillo Kilpatric, la danza de lujuria y pavor se reanudó bajo la luz vacilante de las velas. Cortinajes de terciopelo se mecían en brisas invisibles, mientras los imponentes espejos reflejaban cada suspiro tembloroso y cada rubor pálido. Carmilla se movía con gracia felina entre columnas de mármol, su risa suave enroscándose alrededor de Laura como una soga de seda. Sirvientes corrían por corredores lejanos, silenciados por un decreto tácito que prohibía mencionar a la nueva institutriz—compañera de Carmilla y, sin saberlo, su presa. Laura, aún con los sentidos zumbando del oscuro pacto nocturno, siguió a Carmilla a través de arcos adornados con bestias heráldicas de mirada pétrea. Cada paso resonaba contra los mosaicos, preludio del eco que vibraría en los huesos de Laura cada vez que el pulso de Carmilla robase su aliento. En el centro del salón se alzaba una estatua de alabastro: una mujer de mirada yacente, manos petrificadas estrechando una rosa cuyas hojas se habían convertido en polvo. Carmilla se detuvo a su lado, rozando la muñeca de mármol con reverencia. “Esta era ella —susurró—, una mortal que amó demasiado.” Laura estremeció bajo el peso de los siglos. Las paredes parecían brillar con susurros de devoción sangrienta y pétalos arrasados. Por un corredor iluminado por apliques ornamentales, Carmilla condujo a Laura a una cámara oculta sellada con rejas de hierro. Más allá, el aire era fresco y metálico, perfumado con cuero añejo y una nota apenas perceptible de algo floral —y algo más inquietante. Antorchas flanqueaban las paredes de piedra, proyectando sombras danzantes sobre cofres y curiosidades de tierras lejanas: frascos de cristal con líquidos que centelleaban como luz estelar aprisionada, tapices de rituales vampíricos y tomos encuadernados en piel que jamás perdonarían miradas indiscretas. Carmilla cerró la verja con un suave chasquido y se volvió hacia Laura, los ojos reflejando la luz de las antorchas como hornos gemelos. “Aquí, en estos sagrados silencios —pronunció con pasos medidos— guardo los fragmentos de mi pasado, los restos de cada corazón que he tocado.” Laura sintió un estremecimiento en la columna, mezcla de gratitud y pavor. El silencio reverberaba con el suave latido de su sangre, y supo que aquella cámara no guardaba solo reliquias, sino el peso de siglos y un amor que ninguna tumba podría contener. Carmilla extendió la mano, rozando el frasco de cristal lleno de profundidades carmesí. “Uno seduce, otro ofrece, otro se sacia —murmuró—. He interpretado todos los papeles, querida mía. Y ahora te ofrezco elegir el tuyo.” La respiración de Laura se detuvo ante aquella invitación, como si las propias paredes conspiraran en la seducción. El frasco temblaba entre ambas, copa sagrada colmada de hambre, anhelo y promesa de noches eternas. La piel de Laura se erizó bajo el peso de la elección; beber significaba trascender la mortalidad y renunciar al delicado florecer de su humanidad. Sin embargo, la oscuridad del castillo la retenía, sus sombras replicando la voz de Carmilla, y cada latido la acercaba al abismo desconocido.

Cámara gótica iluminada por velas, con muebles ornamentados y una figura en sombras
La lujosa cámara donde la presencia de Carmilla difumina la línea entre la realidad y la imaginación.

Un silencio sepulcral se apoderó del corredor cuando Carmilla apartó a Laura de la cámara, cada pisada cargada de la gravedad de verdades no dichas. El gran reloj del castillo anunció la medianoche, sus campanadas recorriendo los pasillos como solemne decreto. La cabeza de Laura zumbaba con preguntas silenciadas, pues la presencia de Carmilla era bálsamo y hoja afilada —su cercanía calmaba y hería a la vez. En la galería alta, retratos al óleo de antepasados severos vigilaban desde marcos dorados, ojos pintados tan acusadores como fascinados. Carmilla se detuvo frente a un retrato: una mujer vestida de satén esmeralda, mirada inquebrantable, labios entreabiertos en enigmática sonrisa. “Condesa Elmhurst —exhaló Carmilla, trazando la mejilla pintada con el dedo—. Ella fue mi primera. Un alma gentil que creyó en el amor y entregó todo por una promesa incumplida.” Laura llevó la palma a la boca, lágrimas al instante. La mirada de la condesa parecía viva, como si el retrato capturase su último latido. Carmilla tomó la mano de Laura y la condujo hasta una ventana baja con vista al patio lunar. Rayos plateados delineaban hojas caídas, bordes afilados como encaje de lágrimas. Abajo, la hiedra trepaba por las murallas, implacable como la memoria. Laura observó a un cuervo posado junto a la verja, ojo de ónix clavado en su silueta. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero Carmilla sonrió —una mezcla de consuelo y feroz advertencia. “Su corazón fue mío siempre —susurró—, y ahora reclamo el tuyo.” Aquellas palabras danzaron en la piel de Laura como copos de nieve febril, desprendiéndola de su identidad y atrayéndola a una inevitabilidad tan antigua como la piedra. La garganta se le cerró, los miembros temblaron con ansia incomprensible. Detrás, la chimenea yacía fría, la galería inundada de penumbra plateada. Y aun así, en el abrazo de Carmilla, Laura halló calor más potente que cualquier llama —consuelo trémulo de deseo y un anhelo profundo e inexpresable.

El último corredor se abrió ante ellas, filas de puertas prometiendo santuario o tumba. Los pasos de Laura flaquearon al espesarse el silencio, el aire denso de jazmines nocturnos flotando desde macetas ocultas. Carmilla se detuvo ante una puerta tallada con un cuervo llevando en su pico una gota de sangre. “Este es mi refugio —dijo en un suspiro de viento—, mi prisión y mi santuario.” Entró con Laura en la cámara, donde se alzaba un lecho con dosel cubierto de telas escarlata que brillaban como brasas en tenue lámpara. Las paredes forradas de libros en cuero y hueso, y una vitrina guardaba una rosa suspendida en savia cristalizada. Laura cruzó la alfombra, sus fibras susurrando bajo sus pies. En una mesa, un reloj de arena descansaba en garras de plata, la arena marrón y fina como granada pulverizada. Carmilla cerró la puerta y atrajo a Laura a un abrazo lento, aliento fresco y ferviente contra su piel. El silencio nocturno las envolvía, y solo la oscuridad regía. “Aquí —susurró Carmilla— compartiremos un último instante mortal antes de que la noche nos reclame.” Los labios de Laura se abrieron, temblorosos en la mezcla de temor y devoción. La luz de las velas danzó sobre sus manos entrelazadas, pintándolas de oro tibio y sombras heladas. Afuera, las agujas del castillo recortaban el cielo estrellado, centinelas de la pasión que se desplegaba. En esa cámara, el tiempo se disolvió, y dos corazones latieron en sinfonía oscura —nana de luz estelar donde posesión y rendición eran uno. Al primer rayo de luna en el ventanal, Laura y Carmilla yacían entrelazadas, prueba de una obsesión que jamás cedería al alba.

Confrontation at Dawn

Cuando los delgados dedos del alba atravesaron los vitrales, Laura despertó bajo un dosel de seda rosa carmesí, la piel vibrando por los votos susurrados en la noche. El silencio era casi sagrado, roto solo por el eco de sabuesos lejanos y los pasos solemnes de centinelas. Laura se incorporó, aturdida por sueños más reales que la vigilia, y se dirigió a la cámara de Carmilla —si aquella seguía siendo suya, ahora era tumba y santuario. Halló la puerta entreabierta, la luz filtrándose como lágrimas pálidas sobre el mármol impecable. Dentro, Carmilla yacía en la penumbra matinal sobre un arca tallada como pétalos de rosa abierta, su mejilla teñida por el último eco de su ritual sellado en sangre. Laura avanzó como brisa, arrodillándose al pie del lecho y deslizando sus dedos por el terciopelo frío del vestido. No había aliento mortal en el pecho de Carmilla, mas el latido de Laura resonaba como tambores fúnebres en el silencio. Se inclinó y susurró en su cabello, la luna enredándose en mechones tan oscuros como vitrales rotos. Un temblor recorrió su brazo al rozar su anhelo y pavor. El mundo contuvo el aliento mientras la luz del alba avanzaba, reacia a manchar los pétalos nocturnos. El reflejo de Laura titiló en un espejo tras el arca, su gemela pálida suspendida entre el crepúsculo y el amanecer. En ese instante sintió el peso de la daga oculta a su lado —legado de justicia hoy dispuesto a probar su devoción. Cada latido advertía que amor y deber convivían en su pecho como zarzas implacables. Laura extrajo la espada, dejando que su frío acero acariciara su palma, y percibió en el filo la promesa de la última palabra. En el corredor, la silueta de Carmilla danzaba sobre la piedra como sombra viva, y Laura siguió sus pasos callados por pasadizos donde tapices narraban anhelos imperecederos. El castillo parecía inclinarse, sus muros conteniendo el aliento para absorber su desenlace. Con mano firme, Laura entró en la capilla en ruinas donde se habían hallado bajo el pretexto de consuelo. Antaño venerada a lo divino, la capilla hoy respiraba una alianza oscura, sus bancas cubiertas de telarañas y pétalos marchitos manchados por el tiempo. Al fondo, en penumbra, Carmilla aguardaba de espaldas, manos apoyadas en un altar de mármol con el sello von Spielsdorf. El silencio se hizo más denso, y Laura supo que la elección y el destino danzaban ante aquel crisol silente. Alzó la voz con temblor decidida: “Carmilla —llamó—, amé la noche que me diste, pero no puedo renunciar al día para siempre.” Carmilla giró la cabeza despacio, luna y amanecer mezclándose en su rostro, y por un instante la eternidad osciló entre ambas como vela al borde de extinguirse. Sus ojos, pozos de noche infinita, no mostraron miedo—solo compasión infinita convertida en filo. “Entonces elige, amada mía —respondió—, entre la llama de tu corazón y la sombra de mi abrazo.” Los primeros rayos ilumin

(JUST MISSING A BIT DUE TO LENGTH)

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