Introducción
Muy alto, sobre la arena salpicada por el sol de un refrescante bosque tropical, se alzaba el más majestuoso cocotero que jamás hubiese visto ninguna letra. Extendía su largo y curvo tronco hacia un brillante cielo cerúleo, rematado por un estallido de penachos esmeralda que susurraban con el viento. Abajo, cada letra de la A a la Z se reunía en una bulliciosa multitud, con colores que brillaban como guijarros pintados a la luz de la mañana. Se movían rozándose con euforia: la A empujaba a la B, la C se asomaba ante la D, la E alentaba a la F y a la G. El aire vibraba de expectación, como si todo el bosque aguardara con el aliento contenido.
“Chicka chicka boom boom! ¡No me atrapas, árbol!” gritaron al unísono, rítmicos como olas rodantes. La pequeña A fue la primera en avanzar, con los dedos de los pies rozando la tierra granulada y el corazón palpitándole de emoción ante la subida que la esperaba. Extendió su pie para rodear el tronco, sintiendo sus suaves estrías bajo su acabado de pincel. Tras ella, la B rebotaba en el sitio, con los ojos abiertos de asombro. En ese instante, cada letra supo que formaba parte de algo más grande que ellas mismas: una deslumbrante aventura alfabética que las llevaría hasta la misma cima del mundo, si tan solo se atrevían a escalar. Con risas y vítores elevándose a su alrededor, la A se impulsó hacia arriba y la escalada comenzó de verdad.
Travesuras a mitad de camino: Espasmos, risas y lluvias de cocos
Al mediodía, las letras habían alcanzado ramas que se mecían como viejas amistades, inclinándose bajo el peso de curiosos cocos. K y L se encontraron sujetando un manojo de cocos verdes, que lanzaban unos a otros como si jugasen a atrapar la pelota. La M y la N casi se desequilibraron cuando una ráfaga de viento hizo temblar los penachos sobre sus cabezas.
«¡Agárrate fuerte!» gritó la O a la P, cuya pierna curvada se había deslizado en una ranura. Una repentina lluvia de cocos pequeños desató risas y sorpresa; la Q chilló cuando un coco dio un suave golpe contra una rama baja, salpicando diminutas gotas de savia en el aire. Pronto las letras aprendieron a girar sus cuerpos coloridos, torciéndose y deslizando para esquivar los cocos traviesos que caían a toda velocidad. Aquí y allá hacían una pausa, jadeando con agotamiento divertido, compartiendo chistes en susurros sobre quién sería el siguiente en perder el agarre. La R saltó de una rama a otra dando una voltereta, para asombro de todos, y la S bajó por una liana con un desliz juguetón y audaz. A pesar de las caídas y de las pequeñas lluvias de cocos, nunca perdieron la emoción latente de la aventura. Cada traspié o resbalón no hacía más que reforzar su determinación —y sus lazos— hasta que era como si el propio árbol los alentara con cada susurro de sus hojas.

El empujón final: X, Y, Z y la cumbre al atardecer
Cuando el sol se hundía en el horizonte, matices de rosa y oro pintaban el cielo tras la imponente copa de cocoteros. Las letras hicieron una pausa en una amplia bifurcación del tronco, con el corazón acelerado por la emoción de la cumbre tan cercana que podían casi saborearla. La T y la U intercambiaron una sonrisa sin aliento mientras examinaban el tramo final: dos ramas inclinadas que apuntaban hacia el cielo como brazos que invitaban. La V, de un violeta intenso, saltó primero, aferrándose a la corteza inclinada mientras la brisa traía el perfume de la sal y las flores de la selva. La W y la X la siguieron, sus formas coloridas reluciendo como luciérnagas en el crepúsculo del bosque. La Y, amarilla y brillante como un rayo de sol atrapado, entonó una melodía alegre para animar a la Z —la última y más audaz—.
La Z, resplandeciente en un índigo profundo, reunió cada onza de coraje, se impulsó desde una rama y aterrizó de pleno en una robusta horquilla, lo que desató vítores y aplausos de todas las letras que la contemplaban abajo. En ese instante tan valioso, todas comprendieron algo maravilloso: sin importar lo distantes que estuvieran sus formas o sonidos, podían unirse para alcanzar la misma cumbre. Con un último “Chicka chicka boom boom!” que resonó como tambores lejanos, todo el alfabeto —de la A a la Z— celebró en la misma cima, enmarcado por el fuego del atardecer y el susurro de los penachos. Las risas y los aplausos ondularon por el tronco, llevándose consigo la promesa de que las mejores aventuras son las que se comparten con amigos. Y mientras la noche empezaba a posarse sobre el bosque, las letras se acurrucaron entre los cocos, sus formas coloridas brillando suavemente en el crepúsculo, orgullosas de lo que habían logrado juntas.

Conclusión
La noche cayó suavemente sobre el bosque, y las letras de la A a la Z, ahora acurrucadas como faroles luminosos entre los penachos de coco, se sumergieron en sueños de su gran ascenso. Susurraron acerca del rayo de sol matutino que las había llamado a subir por primera vez, de las ranuras resbaladizas que pusieron a prueba su agarre y de las juguetonas lluvias de cocos que las hicieron reír hasta que sus voces se unieron en un alegre coro. En cada susurro de las hojas escucharon ecos de su propio “Chicka chicka boom boom”, un himno amistoso al poder del trabajo en equipo, el coraje y la curiosidad inquebrantable. Muy abajo, la luz de la luna delineaba sus contornos coloridos contra el tronco liso, recordándoles a ellas —y a cada joven lector— que incluso los retos más altos se convierten en una aventura cuando los amigos se toman de la mano (o del brazo, o de la pierna curvada) y se elevan unos a otros. Descansando en la cumbre al atardecer, regresaron a casa con algo más que recuerdos de tambores de coco y confeti de hojas: llevaban el conocimiento inquebrantable de que, juntas, poco a poco, letra a letra, todo es posible.