Coyote roba el fuego

7 min

Coyote gazes across frosted mesas at dusk, igniting his plan to bring fire and warmth to humankind.

Acerca de la historia: Coyote roba el fuego es un Historias Míticas de united-states ambientado en el Historias Antiguas. Este relato Historias Descriptivas explora temas de Historias de Sabiduría y es adecuado para Historias para Todas las Edades. Ofrece Historias Culturales perspectivas. Cómo un astuto embaucador llevó el calor del fuego a las personas en un mundo helado.

Introducción

Antes de que el fuego llegara a la gente, el mundo yacía envuelto en un crepúsculo interminable y un frío helador. No había ni un parpadeo de llama que calentara los hogares cuando el sol desaparecía tras las mesetas occidentales. Los aldeanos se apiñaban dentro de sus viviendas en los acantilados, envolviéndose en pieles mientras el viento del desierto susurraba secretos de un calor distante. El cielo nocturno relucía con estrellas como brasas dispersas, pero sólo ofrecía una silenciosa vigilancia. Los ríos se solidificaban en hielo, y los animales de caza migraban a tierras desconocidas. Sin brasas crepitantes, no se horneaba pan sobre las piedras calientes, ni la luz ahuyentaba las sombras que se deslizaban entre las familias. Coyote, delgado y de ojos color ámbar, vagaba bajo aquella gélida bóveda, con las orejas atentas a cada susurro. Veía el anhelo en las miradas humanas al contemplar un hogar sin fuego, y reconocía una chispa en sus corazones: el deseo de consuelo, de esperanza. Aunque era un embaucador, Coyote sintió un tirón de buena voluntad en medio de su traviesa alegría. Las noches eran demasiado frías incluso para su cuerpo fibroso, y él también anhelaba el calor que faltaba tras el último resplandor del día. Corría el rumor de un reino oculto donde el fuego ardía como luz solar cautiva, custodiado por espíritus celestiales muy por encima del mundo mortal y prometiendo calor eterno o rápida perdición. En ese silencio entre el alzarse de la luna y el amanecer, Coyote decidió que cruzaría la frontera del cielo y la tierra para llevar la llama a la humanidad. Imaginó llamas titilantes ahuyentando la escarcha, risas resonando bajo la luz danzante y el frío desterrado del pesar humano.

La chispa del deseo

En los días en que la luz del sol apenas calentaba la tierra, la gente deambulaba entre mesetas polvorientas y cañones escarpados sin ni siquiera la más mínima chispa que alejara el frío nocturno. El aire vibraba bajo el calor del mediodía para luego sumergirse en un frío que calaba hasta los huesos al llegar el crepúsculo. Los ancianos aupaban sus rodillas y apoyaban las frentes, susurrando oraciones a espíritus invisibles, con la esperanza de que el fuego bendijera sus hogares. Los niños temblaban bajo mantas tejidas, contemplando el resplandor ceniciento de brasas moribundas que existían sólo en sus historias. Cuervo y Búho observaban desde oquedades sombrías, con las plumas susurrando en aquel silencio vacío. Hasta la escuálida liebre se detenía, moviendo la nariz al olor de un calor que existía sólo en rumores. Coyote, de costado delgado y mirada vivaz, trotaba por el borde de un acantilado de arenisca, con sus sentidos aguzados al acecho de aquel silencio desesperado. Oía el crujido del viento helado retumbando en grietas ocultas y sentía el dolor de la escarcha en sus patas. El hambre no lo había traído allí, ni la promesa de presa. En cambio, seguía el rastro del anhelo: el deseo humano mezclado con la memoria de una brasa anclada en los huesos del mundo. Cada exhalación producía una bruma como humo, y cada pisada dejaba una huella tenue en el suelo congelado. Las leyendas decían que, en un tiempo remoto e inolvidable, el sol había hundido un dedo en el mundo, sembrando semillas de luz que perduraron en grietas secretas. Esas semillas se enfriaron hasta convertirse en piedras inertes, aunque las historias afirmaban que sus brasas aún brillaban bajo la vigilancia de los espíritus celestiales. Los maxilares de Coyote se curvaron en una sonrisa astuta al imaginar a las criaturas guardianas de las llamas divinas, confiado en que su astucia podía burlar incluso al centinela más severo. Se detuvo en la cima del precipicio, con los músculos tensos, listo para la aventura.

Coyote agazapado en un acantilado de arenisca bajo un cielo crepuscular, planeando el robo del fuego.
Coyote estudia el horizonte desde la cima del acantilado, dando rienda suelta a su plan para robar la llama oculta.

El gran viaje

Con el primer resplandor del alba colándose en el cañón, Coyote y sus compañeros emprendieron la gran travesía hacia el reino de la brasa. Se deslizaron por angostos cauces donde las paredes de arenisca repetían ecos de aullidos lejanos. El desierto a su alrededor brillaba como acero al rojo vivo bajo el sol del mediodía; sin embargo, la senda de Coyote seguía los pálidos senderos plateados de las piedras lunares que marcaban tramos secretos. Halcón planeaba en lo alto, escudriñando posibles obstáculos. Araña avanzaba suspendida en una delicada hebra de seda, tendiendo puentes entre salientes rotos. Sapo cornudo se adentraba en la arena blanda ante Coyote para tantear el terreno, con su cuerpo temblando al contacto de cada grano. Al mediodía, alcanzaron la cima de una duna semejante a una ola de tierra congelada y se detuvieron bajo los brazos esqueletales de enebros del altiplano. Coyote inspeccionó el horizonte, trazando mentalmente cada sierra y cada abismo. Disfrutaron de sencillas provisiones: piñones, vainas de mezquite asadas y hilos de agua fresca guardados en caparazones de tortuga. Aun con tan frugal sustento, el hambre golpeaba sus entrañas, recordándoles lo que perderían si fracasaban. El avance fue constante: cada milla los acercaba más al reino del fuego. La luz dorada se extendía sobre el aire cargado de polvo, tiñendo las mesetas distantes de tonos cálidos y tentadores. Al caer la noche, se apiñaron en una cueva poco profunda, compartiendo historias susurradas para mantener la valentía. Coyote amasó una imperfección en el borde de la cueva y grabó muescas en una correa de cuero para marcar el progreso diario, símbolos conocidos solo en la Corte de la Brasa. Con cada muesca, la esperanza ardía más intensa que cualquier llama que hubiera conocido.

 Coyote y sus aliados atravesando columnas de basalto resplandecientes al atardecer en su camino hacia el reino del fuego.
El Coyote, la Águila, la Araña y el Lagarto Cornudo avanzan por un pasillo de basaltos iluminados por el resplandor de las brasas, rumbo al reino del fuego.

El robo del fuego

A medida que la luz roja se intensificaba, las paredes alrededor de Coyote y sus aliados comenzaron a rezumar calor. El mundo se inundó de tonos ígneos: vetas de magma solidificadas en hendiduras incandescentes, un aire espeso con olor a azufre. Delante de ellos se abría una vasta caverna, su techo perdido en una neblina resplandeciente y su suelo iluminado por ríos de roca fundida. En su interior, dos figuras colosales hacían guardia: guardianes forjados con vidrio volcánico y obsidiana tan dura como el hierro, con ojos gemelos que ardían como carbones vigilantes. Uno lucía una corona de llamas vivas; el otro, un manto de ceniza humeante. El corazón de Coyote latía con fuerza al reconocer que había llegado la hora. Señaló con precisión que todos guardaran silencio; incluso las brasas parecían escuchar. Araña se acurrucó sobre su hombro, con los ojos aceitosos reflejando el fulgor del horno, mientras Sapo cornudo presionaba su lomo espinoso contra su costado en señal de alerta. Halcón se posó en una estalactita sobresaliente, buscando runas ocultas que ataran a los guardianes a ese reino. Coyote se agachó al borde de un saliente y analizó sus patrones: cada pisada hacía ondular el arroyo de lava, y cada barrido de su mirada sobre el abismo delataría a cualquier intruso osado que reclamara la llama. Metió la mano en un zurrón y desenrolló un tramo de seda de araña impregnada de musgo fosforescente, tejiendo con él una falsa luz que danzaba por un sendero secundario. Un gruñido bajo escapó de su garganta al recordar el consejo susurrado de Cuervo: “Distrae al corazón, agarra la mano”. Con esa enigmática instrucción, la sonrisa de Coyote se desbordó por su hocico. Comenzaba la prueba.

Un coyote escapando con una brasa brillante de una caverna de guardianes de magma, mientras sus aliados lo apoyan
El coyote recoge la brasa de una caverna volcánica y huye con sus compañeros mientras el fuego inunda el mundo.

Conclusión

En el silencio que siguió al audaz robo de Coyote, la propia tierra pareció suspirar de alivio. El fuego saltó de hogar en hogar, transportado en cuencos de cedro y trenzas de salvia, encendiendo la esperanza en cada vivienda. Familias se reunieron bajo las llamas crepitantes para compartir relatos, canciones y risas que resonaron contra las paredes del cañón. Tribus de mesetas lejanas viajaron para presenciar el fuego que jamás se apagaría, honrando al astuto embaucador que unió el cielo y la tierra por su calor. Pero Coyote—siempre inquieto—se escabulló de nuevo en la naturaleza, sus ojos ámbar reflejando las llamas que una vez capturó. Algunos dicen que aún deambula por las llanuras a la luz de la luna, ansiando acertijos frescos y tesoros ocultos. Otros susurran que, en las noches frías, se puede escuchar su aullido lejano mezclándose con el crepitar del fuego. Han pasado generaciones desde aquella noche fatídica, pero la historia de Coyote y el fuego robado sigue reuniendo a la gente alrededor de las brasas de la herencia compartida. Cada hogar ceremonial que aviva la llama nueva rinde homenaje no solo a su calor, sino también a la valentía y generosidad que la encendieron. A través de este mito, aprendemos que el coraje templado con astucia puede convertir la privación en bendición y que el verdadero poder reside en quienes tienen la bondad de compartirlo.

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