Introducción
La niebla se aferraba a los olmos cuando Eileen Foster pisó las losas agrietadas de la finca de su familia, conocida en susurros por toda la región como la Casa Rechazada. Construida al borde de un municipio antaño próspero, sus tablas desgastadas y ventanas tapiadas guardaban décadas de rumores: desapariciones, brotes de locura y una presencia que parecía agitarse debajo del suelo. Los lugareños se negaban a pasar tras el anochecer, intercambiando chismes a la luz del día mientras lanzaban miradas temerosas hacia las buhardillas. Sin embargo, para Eileen, atraída por el dolor y una herencia en la que apenas creía, la casa representaba la conexión con su padre, desaparecido sin dejar rastro años atrás. Al forzar la verja de hierro oxidada, un viento suspiró a través de los cristales rotos, como si la propia casa susurrara su nombre. Cada paso sobre el umbral torcido resonó por los pasillos silenciosos, donde el papel pintado se descascaraba como piel muerta y el aire olía a piedra húmeda. En lo más profundo de la finca, Eileen encontraría diarios manchados con símbolos crípticos, apuntes de ritos prohibidos y escalofriantes borradores de un ritual diseñado para desterrar una fuerza ancestral. Con el primer estremecimiento de inquietud, comprendió que hay puertas que jamás deberían abrirse... y que algunos males, una vez despertados, no pueden volver a reposar.
Ecos en el pasillo
La linterna de Eileen cortaba la oscuridad mientras exploraba el vestíbulo, cuyo antiguo yeso ornamental amenazaba con desmoronarse. El haz reveló un retrato añejo: un hombre severo cuyos ojos la seguían con cada paso. Bajo la imagen, una placa rezaba: Foster, 1843. Sobre una consola cercana, halló un diario encuadernado en cuero, el lomo cuarteado y las páginas amarillentas. Con letra menuda y enmarañada, el autor narraba noches de insomnio, susurros enloquecedores y fugaces apariciones de una silueta en los corredores. Página tras página describía sueños donde las paredes goteaban sombras vivientes y algo bajo las tablas del suelo palpitaba como un corazón.

La temperatura descendió en picado a medida que avanzaba por el largo pasillo. Cada paso activaba un gemido bajo que parecía respirar detrás del yeso. Eileen creyó ver movimiento en el rabillo del ojo: un destello de porcelana, el leve ondear de un enagua blanca junto a una puerta oscura. Al dirigir la luz hacia allí, solo vio las tablas deformadas, pero la advertencia del diario resonó: “Se alimenta de tu incredulidad.” Reuniendo valor, prosiguió hasta el salón, donde la chimenea abierta se mostraba negra como el vacío.
Partículas de polvo danzaban sobre el hogar, revelando símbolos grabados en los ladrillos: una espiral retorcida encerrada entre triángulos. El patrón coincidía con los bosquejos del diario junto a una nota: “Para contención… o despertar.” Al tocar la fría piedra, la llama parpadeó y la casa pareció respirar. Detrás de ella, un suave chirrido—madera rozando madera—anunció el cierre de una puerta al fondo del corredor. Su corazón retumbó en sus oídos. Más allá de esa puerta, la hostilidad aguardaba.
Eileen contuvo su respiración mientras tomaba notas, decidida a rastrear cada símbolo e inscripción. Con dedos temblorosos presionó un ladrillo de la chimenea y un compartimento oculto se abrió. En su interior yacía una pequeña astilla de obsidiana, lisa como el aceite y vibrante de energía. Al alzarla, un pulso recorrió su brazo y la casa exhaló, como reconociendo a su huésped. A pesar del miedo, supo que aquella reliquia era la clave para comprender—y enfrentar—el horror despierto en esos muros.
Rituales bajo las tablas del suelo
Guiada por la luz de la linterna, Eileen descendió por una estrecha escalera oculta tras un panel falso en la biblioteca. Cada escalón gemía como una criatura moribunda y el aire se volvía denso con moho y putrefacción. Al llegar al fondo, entró en una sala cavernosa revestida de piedra, cuyas paredes estaban cubiertas de runas crípticas. En el centro del suelo se abría un gran pentagrama tallado en la losa, con bordes chamuscados que delataban innumerables ceremonias a la luz temblorosa de las velas.

Un pilar solitario sostenía un tomo abierto de cuero gris. Sus páginas mostraban instrucciones en latín y símbolos que remolineaban por los márgenes. Eileen leyó en voz alta, con la voz temblorosa: “Para atar aquello que busca el paso, pronuncia el nombre en un susurro y ofrece sangre del amanecer.” Las palabras resonaron, vibrando en la cámara y avivando las velas de los candelabros de hierro. La luz temblorosa reveló figuras talladas en el techo: rostros distorsionados, miembros en garra y ojos que la seguían en cada movimiento.
Mientras se preparaba para documentar el ritual, un canto bajo comenzó—invisible al oído pero palpable en los huesos. La astilla de obsidiana se recalentó en su bolso, instándola a acercarse al centro del pentagrama. Con determinación, la colocó en el corazón de la estrella. Un temblor sacudió el suelo, abriendo grietas en el mortero y levantando remolinos de polvo. Las runas de las paredes goteaban un oscuro ícor que se acumulaba a los pies de la astilla como agua negra.
El miedo y la fascinación se enfrentaban en su mente. Cada instinto le gritaba huir, pero no podía apartar la mirada. De pronto, una voz invisible susurró su nombre: “Eileen…” La astilla palpitó y una silueta emergió en el centro del pentagrama: alta, retorcida y viva de malevolencia. Comprendió que solo había un camino: completar el ritual de atadura o ser consumida por la fuerza cósmica que había perseguido a su linaje por generaciones.
Enfrentando al innombrable
La primera luz del alba se filtró por las grietas del piso superior, ofreciendo una frágil promesa de esperanza. Eileen se recompuso, apretando la astilla de obsidiana y recitando pasajes del diario. Con voz temblorosa pronunció: “Nug-soth aroth enk…” La cámara palpitó con cada sílaba y las runas brillaron contra la piedra.

Arriba, las vigas crujieron como si un gran peso se desplazara. La sombra en el centro cobró forma de ser colosal: miembros alargados, ojos encendidos por un hambre de otro mundo. Su aliento retumbaba como trueno. El corazón de Eileen latía con furia mientras forzaba las últimas palabras con labios resecos. La astilla flotó de su mano y giró sobre el pentagrama a velocidad cegadora. La energía barrió la estancia en remolinos de luz violeta.
Con un rugido que sacudió su alma, la criatura se abalanzó, pero retrocedió como si un dolor abrasador la consumiera. El halo de luz de la astilla la aprisionó, obligándola a entrar en la prisión rúnica. Las paredes crujieron y el mortero se desmoronó, pero la barrera resistió, chisporroteando alrededor de la silueta.
Exhausta y temblorosa, Eileen contempló cómo la figura emitía un grito—un sonido más allá de toda comprensión—y luego implosionaba en un estallido de oscuridad. El silencio reclamó la cámara. Aunque había triunfado, la astilla yacía agrietada y desvanecida, su poder consumido. Al subir la escalera hacia la luz del día, sintió el peso del legado posarse en sus hombros. La Casa Rechazada había soltado su agarre, al menos por ahora; pero ella sabía que algunos males permanecen pacientes, aguardando al próximo espíritu lo bastante valiente—o imprudente—para despertarlos.
Conclusión
Eileen emergió en la bruma matinal, la vieja casa alzándose detrás como si nunca la hubieran perturbado. En su mano, la astilla de obsidiana partida se sentía fría y muerta, recuerdo de las horas de terror. Aunque había atado a la presencia maligna, comprendió que la verdadera seguridad exige vigilancia constante. Los diarios que llevaba revelaban fragmentos de rituales aún inacabados, advertencias de antepasados que sacrificaron la cordura para proteger a las generaciones futuras. Al cerrar con llave la verja de hierro, un último destello de sombra cruzó la ventana del salón: el eco de algo que una vez se agitó entre esos muros. Eileen supo que la Casa Rechazada perduraría, su hambre dormida pero implacable. Decidió velar por sus secretos, documentando cada detalle para que nadie más despertara a los innombrables bajo las tablas del suelo. En el silencio comprendió que su propia historia ya formaba parte del mito de la casa, testimonio de la frágil línea que separa nuestro mundo de la oscuridad más allá. Y mientras la primera luz del alba pintaba el paisaje, supo que aquel era solo el comienzo de su vigilia contra el mal ancestral que se había atrevido a despertar—y sobrevivir.