El giro de la trama: una historia inquietante de la casa Bly

8 min

Isabelle Turner pauses at the grand iron gates of Bly House, foreseeing shadows she cannot yet name

Acerca de la historia: El giro de la trama: una historia inquietante de la casa Bly es un Historias de Ficción Histórica de united-kingdom ambientado en el Cuentos del siglo XIX. Este relato Historias Dramáticas explora temas de Historias de coraje y es adecuado para Historias para adultos. Ofrece Historias Entretenidas perspectivas. Un viaje gótico a través de la ilusión y el temor en una remota finca inglesa.

Introducción

Cuando las ruedas del carruaje chirriaron al detenerse sobre la entrada de guijarros, la señorita Isabelle Turner apoyó el pie en la tierra helada, bajo robles centenarios cuyas ramas nudosas parecían susurrar advertencias. Ante ella se alzaba Bly House, sus muros de piedra pálida bañados por la luz mortecina de un cielo amenazante. Sintió el silencio al instante, un peso opresivo que cubría la mansión como un velo funerario. Avanzó por los peldaños cubiertos de musgo y se detuvo frente a la gran puerta de roble, tallada con blasones desgastados. Un solo criado, demacrado y en silencio, la aguardaba en el interior, con la mirada oscilando entre ella y el portal que se abría de par en par. Con resolución serena, Isabelle aceptó su encargo: dos huérfanos a su cuidado, y cruzó el umbral. Tras él, pasillos revestidos de retratos se perdían en la penumbra, iluminados solo por lámparas vacilantes que proyectaban más sombras de las que disipaban. El aire olía a lino húmedo y al lento desvanecerse del tiempo. En algún lugar más allá, se escuchó la risa de un niño: un sonido suave y hueco que rozó las paredes, aunque Flora y Miles dormían plácidamente. Su corazón se aceleró. ¿Sería un juego del viento contra las contraventanas, o una voz que no debía oírse? Cada inspiración parecía medida; sus sentidos, agudizados por el cansancio y el desasosiego. Incluso la barandilla pulida bajo sus dedos vibraba con vida invisible. Y en aquel instante de tensión silente, Isabelle Turner comprendió que su mayor misión no sería solo proteger la inocencia en las oscuras estancias de Bly, sino resguardar a los niños del terror que acechaba justo más allá de la percepción.

Susurros en el descansillo

En la penumbra más allá del salón, un pasillo se extendía hacia una oscuridad vacilante. La lámpara de Isabelle parpadeaba, arrojando anillos pálidos de luz que danzaban sobre paneles de madera tallada adornados con antiguos escudos de armas. Una ráfaga de aire frío recorrió el suelo, alzando sus faldas y arrastrando un murmullo apenas audible de voces. Titubeó al pie de la imponente escalera: cada peldaño, pulido por décadas de pisadas; cada baranda, estribo tallado en forma de enredaderas retorcidas. El silencio era absoluto, como si la propia casa contuviera el aliento. Entonces surgió un suspiro suave, medio susurro, medio sollozo, procedente de un descansillo superior. El pulso de Isabelle se aceleró. No había lámparas encendidas arriba. ¿Serían los sirvientes tan descuidados como para dejar las velas apagadas? Subió, con una mano en la baranda y la vista esforzándose más allá del alcance del resplandor.

Pasillo tenuemente iluminado con una figura sombría al final.
La institutriz vislumbra brevemente la figura espectral en el largo pasillo de la Casa Bly.

Un crujido repentino la paralizó; escuchó el eco reptar por el corredor. El sollozo ahogado se convirtió en un nombre susurrado: Miles. El pecho se le oprimió. ¿El niño? Avanzó con el corazón martilleando, cada fibra de su cuerpo alerta. En el descansillo no encontró más que rincones oscuros entre pesadas puertas; el silencio solo roto por su propia respiración mesurada. Sin embargo, tras la siguiente puerta cerrada, el murmullo regresó, como surgido del aire. Apoyó suavemente la oreja contra el roble ajado, y el resplandor de la lámpara reveló arañazos y mellas. “¿Miles?”, murmuró. Silencio, y luego un ligero rascar, como si uñas trazaran la madera desde el interior.

Cuando por fin halló el valor para girar el picaporte, la lámpara resbaló de sus manos. La llama titiló antes de que la apretara con fuerza. La puerta se abrió hacia adentro y reveló una suite de invitados vacía: cortinas de seda roídas por las polillas, colgando lánguidas alrededor de ventanas altas. No había rastro de los niños, ni huellas en el polvo. Solo el eco de aquel nombre lastimero.

Isabelle entró, lámpara en alto. Rodeó la estancia, cada rincón más oscuro que el anterior. La chimenea guardaba cenizas frías, el hogar semejaba una boca vacía. Arriba, el retrato de una antigua matriarca de Bly la observaba con una sonrisa desvanecida. El corazón se le oprimió. ¿Había imaginado la voz? Pero al llegar al alféizar de la ventana, su reflejo en el cristal cambió: un rostro pálido, medio oculto por rizos sueltos, parpadeó con ojos huecos. Presa de terror, arrojó la lámpara hacia adelante. La figura desapareció. Cuando se atrevió a mirar de nuevo, el espejo solo devolvía su propio reflejo sorprendido, mejillas húmedas de sudor. Y más allá del vidrio, el pasillo permanecía tan silencioso como la noche, conteniendo el aliento por unos pasos que nunca regresarían.

La guardería oculta

Bajo el ala este, Isabelle halló una puerta oculta tras un tapiz de brocado floral, desgastado hasta quedar raído en los bordes. Al presionar el picaporte surgió un clic hueco, y entró en una habitación que olía a aire viciado y a infancia abandonada. Pequeñas sillas, astilladas y descascaradas, rodeaban una mesa baja cubierta de juguetes a medio romper: una muñeca de porcelana sin un brazo, una caja de música con la llave retorcida a su lado y soldados de madera cuyo barniz hacía mucho que se había descascarado. La hiedra se abría paso a través de un cristal agrietado, con zarcillos enroscándose sobre una alfombra bordada. El silencio era antinatural, perfectamente calibrado para amplificar cada suspiro y cada paso.

Guardería abandonada llena de juguetes polvorientos y cortinas desgastadas
En la guardería oculta, viejos muñecos y juguetes rotos se agitan bajo una luz pálida mientras ojos invisibles observan.

Mientras Isabelle avanzaba entre los juguetes, la caja de música se animó por sí sola: un tintineo frágil que subió y se desvaneció. Giró de un salto, lámpara en alto, pero no vio más que las muñecas inmóviles. El aliento se le cortó cuando una pequeña silla raspó el suelo tras ella. Se volvió, pero la luz solo iluminó un vacío. Motes de polvo danzaban en la llama vacilante, y una cortina ligera ondeaba pese a que los postigos estaban cerrados.

Sobre la mesa de la guardería yacía un jirón de papel, amarillento y desgarrado: una anotación en el diario de una antigua institutriz. Leyó a la luz de la lámpara: "Vienen al anochecer para reclamar su juego, pero desaparecen cuando vuelve la criada. No les temo, pero temo aún más lo que podría llegar a ser si me quedo." Un escalofrío recorrió a Isabelle. La caligrafía temblaba, como si la mano que escribía hubiera estado paralizada por el pavor.

Un alarido repentino brotó de las entrañas de las paredes, bajo y lacerante. Isabelle corrió al centro de la estancia, lámpara en alto, y susurró: "¿Flora? ¿Miles?" Silencio. Ante sus ojos, un caballo mecedor de madera empezó a moverse, su hueco golpeteo resonando como un latido. La institutriz dio un paso adelante, el corazón palpitante, y apoyó la mano en su crin gastada. El vaivén cesó. El silencio la envolvió, más opresivo que la misma oscuridad.

Entonces, grabadas en el marco polvoriento de la ventana, advirtió unas huellas diminutas que se dirigían al exterior: pequeñas y descalzas, pero increíblemente recientes. La puerta tras ella se cerró con un clic.

Revelaciones en el espejo

A la medianoche en punto, Isabelle regresó al salón para una última comprobación de los niños. Se detuvo bajo un enorme espejo rematado por enredaderas de pan de oro. La leyenda decía que perteneció al fundador de la casa: un receptáculo para los inquietos o los malditos. Su reflejo la devolvía la mirada, pálido a la luz de las velas. Pero justo tras ella, otra figura parpadeó en el cristal: un niño pequeño con traje oscuro, ojos demasiado antiguos para su edad. Isabelle giró de golpe y la lámpara cayó al suelo con un estrépito. Al incorporarse, con el corazón en un hilo, no había más que aire vacío.

Espejo roto que refleja a un niño espectral en una habitación iluminada por la luna.
El espejo revela reflejos inquietantes mientras la institutriz enfrenta al fantasma de la Casa Bly.

Impulsada por partes iguales de terror y deber, apoyó la palma de la mano en la superficie fría del espejo. Un escalofrío recorrió su brazo. En el vidrio apareció Flora a su lado, con el pelo suelto enmarcando el rostro y los ojos abiertos en una súplica muda. Isabelle exhaló con sorpresa y dio un paso atrás, y la niña se desvaneció. La institutriz cayó de rodillas, temblando, dividida entre el alivio y el pavor. Susurró excusas al vacío, por los niños que quizá no había logrado proteger.

Algo se movió en las profundidades del espejo: una forma amorfa que se solidificó en el rostro demacrado de Peter Quint, su sonrisa tan afilada como una hoja de plata. Señaló con el dedo hacia el ala de los niños, como ordenándole seguirlo. Una ola de frío atroz la invadió. Recordó las historias horrorosas sobre la influencia imprudente de Quint en los muchachos que antaño vivieron aquí. Había muerto años atrás, y sin embargo allí estaba, invocado desde el recuerdo o desde cualquier maldad que habitara estas paredes.

Decidida, Isabelle se incorporó, sosteniendo la lámpara con manos temblorosas. Con cada paso hacia el corredor oeste sintió el peso de miradas invisibles. Unos pasos resonaron a su lado, aunque nadie caminaba. Susurros brotaron de puertas cerradas: "Protégennos… muéstranos la verdad..." Llegó al dormitorio donde los niños dormían en camas gemelas, las mantas apretadas. Ambos estaban inmóviles, con la respiración sosegada. El alivio la invadió, pronto ahogado por una revelación: las apariciones que había visto podrían no ser más reales que su propio miedo, pero llevaban la impronta de una angustia que se negaba a desvanecerse.

En ese instante, al filo del alba y la pesadilla, Isabelle juró enfrentar todas las sombras arraigadas en Bly House. Por Flora y Miles, abriría cada puerta secreta, confrontaría cada susurro, hasta que la frontera entre pasado y presente, vivos y muertos, dejara de retenerla cautiva.

Conclusión

Cuando el alba finalmente rompió sobre los páramos envueltos en niebla, Isabelle Turner recogió sus enseres y se detuvo en la cima de la senda serpenteante, mientras las torres de Bly House se alejaban tras de ella como una pesadilla desvanecida. Ya no podía negar la solidez de sus convicciones ni el peso de sus incertidumbres. Cada superficie pulida, cada eco hueco, cada fugaz aparición de una figura perseguiría sus recuerdos; y aunque caminara hacia el sol naciente, cada paso vibraba con terrores no pronunciados. Los niños que dejó atrás dormían en paz, como si nada de lo ocurrido les hubiera afectado, dejándola con la duda de si aquellos horrores eran invención suya o el llanto incesante de almas atormentadas. En el silencio que siguió, la frontera entre lo visto y lo imaginado se sintió más frágil que nunca, y el camino de regreso se convirtió en menos una huida y más la continuación de un misterio que no cedería ante el olvido.

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