Los Niños de Ojos Negros

10 min

Los Niños de Ojos Negros
A chilling sight of mysterious children on a fog-laden road

Acerca de la historia: Los Niños de Ojos Negros es un Cuentos Legendarios de united-states ambientado en el Historias Contemporáneas. Este relato Historias Dramáticas explora temas de Historias de Bien contra Mal y es adecuado para Historias para adultos. Ofrece Historias Entretenidas perspectivas. Un encuentro nocturno en la carretera con extraños niños cuyos ojos guardan horrores indescriptibles.

Introducción

Mara Lewis avanzó despacio con su sedán maltratado por la sinuosa carretera rural, los faros cortando la niebla como un cuchillo romo. El estrecho lazo de asfalto estaba flanqueado por pinos susurrantes, cuyos extremos se mecen en la oscuridad como advertencia a los intrusos. Ella había descartado innumerables historias de fantasmas como simples cuentos de fogata, pero esta noche el ambiente se sentía distinto—empapado de expectación. Los kilómetros pasaban hasta que un antiguo letrero de un diner parpadeó a lo lejos, las letras de neón chisporroteando como si temieran apagarse antes del amanecer. Mara buscó su grabadora, pero el silencio que siguió fue tan pesado como un puente levadizo al cerrarse. Entonces los vio: dos niños junto a la barrera de seguridad, sus cuerpos delgados inmóviles contra la neblina plateada. No debían tener más de diez años, el niño a la izquierda y la niña a la derecha, ambos con idénticos abrigos de lana demasiado formales para un paseo a medianoche. Sus rostros, pálidos como porcelana, mostraban a veinte pasos unos ojos—oscuridades absolutas que engullían hasta el más mínimo destello de luz. Un escalofrío erizó su piel. Mara bajó la ventanilla; el frío que entró era tan gélido como la tumba de un invierno, y los niños la miraron con curiosidad hueca.

"Disculpe, señora," dijo el niño con voz suave, apenas un eco, "¿podríamos subir?"

Armada de curiosidad y con la valentía justa para calmar sus propios temores, Mara preguntó: "¿Dónde están sus padres? Es peligroso aquí de noche."

Intercambiaron una mirada que parecía abarcar siglos, ese tipo de gesto que das a quien te entrega un puñal sin revelar su procedencia. "Están ocupados, señora," respondió la niña con voz tan suave como una sombra. "Solo necesitamos un aventón a casa."

La frase sonó inocente, pero algo en su tono hizo latir el corazón de Mara como un tambor de guerra. Buscó torpemente la manija de la puerta, cada músculo gritándole huir. La noche a su alrededor se sentía viva—se filtraba en sus pulmones, le oprimía el pecho.

"No tienes ni la menor oportunidad si nos dejas aquí," agregó el niño, acercándose un paso, sus palabras una amenaza tenue que se posaba en sus nervios como jarabe frío. Mara vaciló, atrapada entre el pánico y la compasión. Contra su mejor juicio, abrió la puerta. Ese único acto lo cambiaría todo.

Un encuentro escalofriante

La puerta del auto se cerró con un chasquido que sonó como un disparo. La respiración de Mara se detuvo un instante mientras el calentador titilaba, mal calentando un aire que parecía el de un sepulcro. Los niños subieron sin hacer ruido—sin roce de abrigos, sin desplazamiento de objetos—solo dos siluetas acomodándose en los asientos de cuero gastado como si hubieran pertenecido allí siempre. Mara esbozó una sonrisa tensa e intentó ocultar la grabadora bajo su chaqueta. El niño, con la mirada fija en el volante, murmuró: "Gracias, señora." Cada sílaba nítida cargaba un peso ajeno a su edad.

Ella se dispuso a hablar, pero se detuvo de golpe. Esos ojos—vacíos negros e infinitos—no reflejaban nada. Mara sintió que miraba dentro de una mina abandonada, un pozo de secretos inconfesables. Afuera, la carretera se extendía como una cinta que se desenrolla hacia el olvido. Encendió la luz interior y los niños se estremecieron, aunque la noche ya era fría. "¿A dónde quieren que los lleve?" preguntó con voz quebradiza. Ellos señalaron un camino secundario flanqueado por robles gigantes cuyas ramas se enredaban formando un túnel de tinta.

Niños entrando en una gasolinera abandonada bajo una lámpara parpadeante.
Bajo una farola parpadeante, los niños de ojos negros entran en la estación desierta.

Mara dudó, con el corazón martillando. Cada instinto le gritaba alejarse, dejar a los niños en la niebla a la que pertenecían. Pero la mano pálida de la niña rozó el respaldo del asiento, ligera como un susurro. Ese toque provocó un escalofrío que recorrió la espina dorsal de Mara, como una tormenta silenciosa gestándose en sus huesos. "Por favor," dijo la niña con voz frágil pero firme.

Las señales de la carretera desaparecieron, sustituidas por tablones pintados a mano que advertían "No hay servicio en los próximos 20 millas". La niebla se enroscaba alrededor del auto como una serpiente, y el mundo exterior parecía irreal, como si hubieran descendido bajo la superficie de un sueño. Los faros de Mara revelaron una gasolinera abandonada, sus surtidores erguidos como centinelas oxidados y ventanas hechas añicos por el paso del tiempo. Pero los niños no mostraron miedo—solo esos ojos negros, vigilantes.

Aparcó bajo una sola lámpara que titilaba en protesta, iluminando el pavimento agrietado como una sonrisa rota. El niño se volvió hacia ella. "Te dijimos que está bien," ofreció con voz tranquila como agua de medianoche. "Solo necesitamos un rato adentro."

Una ráfaga repentina sacudió el carburador y Mara se dio cuenta de que había dejado el motor encendido. El pecho se le apretó. Se puso de pie, con los nervios tensos como cuerdas de arco, y condujo a los niños hacia el edificio. La puerta crujió antes de que llegara, una invitación—o una trampa. Y al cruzar el umbral, cada sombra pareció inclinarse, curiosa de ver si sobreviviría a lo que aguardaba en su interior.

Desentrañando el misterio

Dentro, el aire estaba rancio—como pan expuesto demasiado tiempo para despertar el apetito. Estanterías que antes albergaban aperitivos y aceite de motor estaban vacías, dejando solo fantasmas de comercio. Mara contuvo la respiración mientras guiaba a los niños hacia una habitación trasera donde aún colgaba un calendario solitario en la pared, con las fechas clavadas en octubre del año anterior. La niña deslizó los dedos por el borde desgarrado, con los ojos encendidos por un propósito no expresado.

"¿Recuerdan dónde vivían?" preguntó Mara en voz baja, temerosa de que el viento se llevara su pregunta. El niño encogió los hombros como si fueran pequeñas montañas. Miró alrededor como buscando algo perdido. En una encimera polvorienta yacía un recorte de periódico sobre dos hermanos desaparecidos hacía cincuenta años—gemelos rubios que se desvanecieron tras un paseo nocturno al viejo molino. El corazón de Mara dio un vuelco. Los niños en su coche coincidían casi a la perfección con las fotos: el mismo rubio trigo y uniformes idénticos a los mencionados en el artículo amarillento.

Habitación trasera oscura de la gasolinera con recorte de periódico inquietante
Un interior polvoriento revela titulares olvidados y la extraordinaria calma de los niños.

Se lo mostró, pero sus rostros siguieron impenetrables. "Solo queremos volver a casa," susurró la niña, su voz resonando entre las paredes desnudas. "Pero el camino es duro de noche."

Mara se encontró asintiendo, mientras su escepticismo caía como hojas en otoño. Toda lógica había huido, remplazada por una pregunta candente: ¿eran ecos de un pasado o realmente estaban vivos? Registró un viejo estuche de herramientas buscando vendas cuando, de pronto, advirtió que ninguno de los dos niños tenía ni un rasguño, mancha o imperfección. Sus ropas, aunque anticuadas, estaban inmaculadas.

"La luna ya está alta," observó el niño, mirando un reloj detenido en las 2:13. "Deberíamos irnos antes de que suba la marea." Su mención de mareas en esa carretera interior hizo fruncir el ceño a Mara.

Afuera, el viento arreciaba golpeando el techo de hojalata como huesos chocando en la oscuridad. Los niños se quedaron uno al lado del otro, tan inmóviles y silenciosos como estatuas. Mara apretó el grabador contra su palma, deseando capturar evidencia que explicara lo imposible. Pero al volver la mirada, el dispositivo había desaparecido. Se esfumó tan fácil como la bruma matinal.

El pánico le estranguló la garganta, pero los niños simplemente sonrieron, con bocas curvadas como cuchillas afiladas por el tiempo. "No se preocupen," dijeron al unísono, una voz tan familiar como ajena, "seremos buenos."

Mara comprendió en ese instante congelado que la bondad puede ser una prisión. Dio un paso atrás; las tablas del suelo crujieron en protesta como sabiendo que era su última oportunidad de escapar. Afuera, un rayo partió el cielo con un estruendo ensordecedor, iluminando los ojos de los niños—dos pozos de noche sin fin.

Confrontando la oscuridad

El pulso de Mara retumbaba mientras retrocedía hacia la puerta, cada paso un grito en sus oídos. Los niños la imitaron, deslizándose hasta llenar el umbral como sombras concentrándose bajo un marco. Afuera, el trueno retumbó, despertando recuerdos de una tormenta infantil que la hizo temblar noches enteras. Se dio cuenta de que la lluvia comenzaba sin aviso, martillando el techo de hojalata como un ejército invisible.

En su visión periférica vio una vieja palanca de surtidor, doblada pero aún fija a la base. Por impulso, la arrancó y la empuñó como una lanza improvisada. Los niños se detuvieron, sus ojos negros ensanchándose apenas. Las manos de Mara temblaban, el sudor volvía el metal resbaladizo como cristal. "¡Aléjense!" gritó, la voz entrecortada.

Carretera resbaladiza por la lluvia que se extiende hacia la oscuridad después de que los niños desaparecen.
Después del enfrentamiento final, la carretera desierta queda vacía una vez más.

El niño inclinó la cabeza como resolviendo un acertijo exclusivo suyo. "Tienes miedo," dijo con sencillez. "No queremos hacerte daño." Sus palabras eran suaves como una canción de cuna, pero el aire a su alrededor se sentía cargado, listo para reventar. Mara supo instintivamente que ese era el momento—o los alejaba o se quedarían.

Respiró hondo, recordando la frase que su abuela repetía cuando el peligro acechaba: "El coraje feroz puede iluminar el camino más oscuro." El pecho se le apretó, pero la determinación prendió dentro de ella como astilla prendiendo fuego. Con un grito feroz, blandió la palanca en un amplio arco. Los niños desaparecieron en un torbellino de niebla y luz lunar, dejando tras de sí solo el olor a tierra húmeda y pinos.

Mara salió tambaleándose, la lluvia empapando su cabello como si la bautizara en una nueva creencia. Las huellas de los niños—dos pares diminutos—partían de la estación hacia la carretera y se detenían justo donde el asfalto encontraba la hierba. Por más que buscara, los rastros terminaban allí, como si nunca hubieran existido.

Con el corazón golpeándole como un tambor inquieto, Mara volvió al coche. El motor seguía al ralentí, su zumbido un salvavidas. Tragó su miedo y miró hacia la oscuridad, medio esperando ver esos ojos de obsidiana observándola. Pero solo había asfalto húmedo brillando bajo la luz del farol.

Arrancó sin mirar atrás, la carretera abriéndose ante ella como promesa y advertencia. Detrás, la estación quedó vacía, sus ventanas opacas, los dos niños de ojos negros desaparecidos sin dejar rastro. Mara sabía que hay preguntas que exigen más que respuestas—exigen coraje.

Conclusión

Mara Lewis nunca olvidó el escalofrío de ese encuentro a medianoche ni la sensación de que algo más allá de la razón había tocado su vida. En los días siguientes, hurgó en archivos, entrevistó vecinos e incluso enfrentó su propio escepticismo en busca de un cierre. Pero cada pista acababa en callejones sin salida—pueblos fantasma con puertas cerradas, registros que se desvanecían como borrados de la historia y rumores susurrados solo en bares oscuros. Aunque sus amigos le aconsejaron dejar morir la historia y atribuirla a la imaginación, ella no pudo. El recuerdo de esos vacíos negros volvía a ella como un viento helado por una ventana abierta. A veces, entrada la noche, juraba escuchar risas suaves en el viento o el leve golpeteo de zapatitos en su porche. Mara aprendió que no todos los misterios están hechos para resolverse. Algunos son advertencias—relatos narrados por la oscuridad para recordarnos que el coraje no es la ausencia de miedo, sino la voluntad de enfrentarlo. Y mientras los niños de ojos negros recorran las carreteras de América, el silencio nunca volverá a ser un refugio.

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