Introducción
Bajo el tenue resplandor de una solitaria lámpara de gas en su estudio de Baker Street, Sherlock Holmes se inclinó sobre un antiguo pergamino. El delicado esbozo de una serie de “hombres danzantes”, cada figura única en postura y gesto, capturó toda su atención. Sombras titilaban en las paredes mientras Holmes recorría cada palo-figura con un delgado dedo enguantado, murmurando para sus adentros sobre patrones y probabilidades. El papel había llegado esa misma mañana desde un pequeño pueblo de la costa de Sussex, acompañado de una breve y desesperada nota. El doctor Watson, sentado cerca con sus diarios médicos, levantó la vista con el ceño fruncido por la curiosidad. Observó a Holmes examinar los dibujos, consciente de esa chispa momentánea que se encendía cada vez que su amigo se enfrentaba a un enigma sin igual.
Los hombres danzantes parecían, al principio, simples garabatos: bocetos tenues nacidos de la más pura fantasía. Sin embargo, Holmes percibió un diseño intencionado en su disposición, un mensaje oculto codificado en las curvas de las líneas de carbón. Desplegó por completo el pergamino, revelando dos columnas más de figuras trazadas con prisas. Watson notó los bordes deshilachados y manchados por agua salada, lo que sugería que aquel documento había sido transportado a través de la niebla marina y la brisa salina. Un silencio reverente se apoderó de la estancia cuando Holmes apoyó pensativo la página contra el borde de la mesa, con los ojos entrecerrados en concentración.
Allá afuera, la ciudad de Londres empezaba a despertar, su murmullo lejano rozando los altos ventanales del estudio. Holmes depositó el pergamino y encendió una cerilla, calmando su pipa y aspirando profundamente. Miró a Watson y dijo en voz baja y firme: “Watson, prepara el equipaje y alístese para viajar. Nuestra partida hacia Sussex será al anochecer.” Watson vaciló, sorprendido por la repentina llamada a la acción, pero sabía que jamás debía cuestionar los instintos de Holmes. Para cuando el carruaje empezó a traquetear sobre los adoquines bajo el cielo crepuscular, ambos estaban listos para perseguir el conocimiento a través del código y la amenaza. Este caso prometía secretos más oscuros que simples mensajes: latía con el pulso del miedo dibujado por manos desconocidas. Con ello, Holmes y Watson emprendieron una investigación que desafiaba toda su experiencia sobre el lenguaje silencioso de los símbolos.
Los misteriosos mensajes
Aquella mañana fresca, una carta marcada con un conjunto extraño de símbolos llegó al 221B de Baker Street, dirigida a Sherlock Holmes. El sobre, de diseño ornamentado, no llevaba firma y contenía una sola hoja de pergamino desgastado. En ella, una sucesión de figuras danzantes trazadas en carbón parecía bailar por la página. Cada bailarín de palitos unía sus manos en serie, como si ejecutara una coreografía secreta. La nota que acompañaba el diseño era breve y críptica: simplemente decía “Imploro vuestra ayuda” garabateado bajo la última figura.
Holmes analizó el patrón con el ceño fruncido e hizo señas a Watson para que se acercara. Este se asomó por encima del hombro de su amigo, entrecerrando los ojos ante aquellas formas desconocidas. Ninguno de los dos recordaba haber topado con un cifrado semejante en su biblioteca de referencia. Holmes tocó su labio con un dedo y murmuró que aquello no era un enigma criminal ordinario. Ordenó a Watson que asegurara un carruaje e informara a su cliente de que partirían de inmediato hacia la costa de Sussex. En menos de una hora, emprendían el viaje para investigar el origen de tan curioso mensaje.

El trayecto hacia Sussex les llevó a través de prados envueltos en neblina y setos centenarios que susurraban al primer albor del día. Watson observaba cómo los hilos del telégrafo parecían zumbar suavemente contra el cielo mientras pasaban junto a granjas solitarias. Holmes, recostado en el carruaje con la pipa en mano, repasaba en su mente cada detalle. Al mediodía, llegaron a un pueblo costero llamado Acantilado Oculto, famoso por sus escarpados acantilados y su escasa población. En el establo de la posada les esperaba una figura solitaria, pálida y nerviosa.
La señorita Evelyn Aldford, la joven que había enviado la carta, se acercó con pasos medidos, aferrando un pequeño zurrón contra el pecho mientras saludaba a Holmes con una sonrisa temblorosa. Watson advirtió el brillo de preocupación en sus ojos grises cuando les entregó el bulto. En su interior hallaron tres papeles más, cada uno con una variante distinta del cifrado de los hombres danzantes. Los bordes del pergamino estaban gastados por el uso frecuente, y restos de carbón manchaban las delicadas yemas de sus dedos. Holmes instruyó a la señorita Aldford para que relatara cada detalle del hallazgo sin omitir nada. Ella habló del viento nocturno, de la lámpara que primero iluminó los dibujos y del pavor silencioso que la había invadido desde la aparición de los símbolos.
Bajo la luz mortecina de las lámparas de aceite de la posada, Holmes examinó cada pergamino con mirada afilada e inmutable. Repasó las líneas de los hombres danzantes con una pluma de oro, anotando las sutiles diferencias en postura y ángulo. Watson observaba al detective comparar una figura con otra, contando brazos y piernas como si se tratara de un lenguaje no hablado. Más allá de las ventanas, el viento marino azotaba los tejados y traía el grito lejano de las gaviotas. Holmes inclinó la cabeza y declaró que aquellos símbolos no eran ni decorativos ni aleatorios: formaban un cifrado tan ingeniosamente simple que su autor lo había envuelto en el arte del despiste.
Watson preguntó si aquellas figuras podrían representar letras, y Holmes confirmó con un leve asentimiento. Cada posición única de los brazos y cada postura de las piernas correspondía a una marca específica del alfabeto inglés. Para descifrar el código tendría que elaborarse una clave basada en patrones recurrentes y en el contexto de cada mensaje. Mientras trabajaban, Holmes iba apuntando posibles asignaciones de letras en su cuaderno, y pidió a Watson que registrase cada modificación, por improbable que pareciera. Afuera, la noche se espesaba, pero dentro de la posada solo se oía el rasgueo de la pluma sobre el papel.
Mientras Holmes continuaba sus deducciones, Watson regresó a su habitación para catalogar la secuencia de dibujos. Extendió los pergaminos lado a lado sobre la pulida mesa de roble y los etiquetó como A, B y C con minucioso cuidado. Observó que la figura más pequeña compartía un gesto particular al inicio de cada línea y que la siguiente repetía ese movimiento, lo que sugería una letra doble o un espacio. Watson recordó que Holmes solía decir que el contexto podía guiar la traducción de cualquier código. Se preguntó si el contenido de las notas aludía a una reunión inminente o a una amenaza velada. Debajo de los hombres danzantes, difusos borrones insinuaban palabras borradas o sobrescritas.
Holmes irrumpió en la estancia justo cuando Watson colocaba una lupa sobre una mancha diminuta. El detective le inquirió si había reparado en la desigualdad de espacio entre la segunda y la tercera figura. Watson asintió y añadió que el borroncito podría indicar un punto o una pausa en la frase. Holmes propuso entonces experimentar con las letras más comunes del inglés. Decidieron probar primero las vocales antes de abordar las consonantes.
Al despuntar el alba, Holmes comunicó a la señorita Aldford que regresarían a Londres con las muestras del cifrado, convencido de que una biblioteca de referencia más amplia aceleraría sus progresos. Watson ayudó a reunir los pergaminos, deslizándolos con cuidado en carpetas protectoras para evitar más manchas. Al alistarse para partir, la joven mostró su gratitud y una esperanza temblorosa. Confesó que temía que el siguiente mensaje contuviera algo mucho más siniestro que una llamada de auxilio. Holmes le dirigió una sonrisa tranquilizadora, aunque sus ojos reflejaban la hondura de su preocupación. Aseguró a la señorita Aldford que tomarían todas las precauciones para descifrar el código y localizar su origen.
Los tres abordaron el primer tren de regreso a Baker Street, atravesando campos aún cubiertos de rocío. Holmes se reclinó y hurgó en sus archivos mentales en busca de cifrados similares. Watson se sentó frente a él, cuaderno en mano, ansioso por observar ese proceso que nunca dejaba de fascinarle. La brisa marina se quedó atrás mientras el bullicio urbano de Londres se alzaba ante ellos. En plena ciudad, Holmes planeaba desentrañar el cifrado de los hombres danzantes antes de que llegara el siguiente mensaje.
Una vez en Londres, Holmes no perdió tiempo en consultar su colección de tratados de cifrado y notas de casos anteriores. Watson extendió las muestras sobre la alfombra junto a la chimenea de su sala en Baker Street. El sol de la tarde se filtraba por las cortinas de encaje, proyectando sombras esbeltas sobre las figuras danzantes. Holmes encendió la pipa y se inclinó con mirada de feroz concentración. Observó que el espacio entre ciertos símbolos coincidía con la estructura de una frase sencilla en inglés. El crepitar del fuego marcaba un ritmo constante mientras probaba sus hipótesis. Cada intento fallido solo avivaba su determinación por hallar la alineación correcta. Al caer la noche, Holmes había elaborado una clave preliminar que prometía descifrar el núcleo del código.
Holmes se volvió hacia Watson y le pidió que se preparase para decodificar de inmediato cualquier mensaje nuevo. Insistió en establecer un método ágil para traducir a los hombres danzantes sin demora. Watson asintió con entusiasmo, su imaginación encendida por la curiosidad del significado oculto. La puerta de la sala quedó entornada, aguardando al próximo cifrado enigmático. En ese instante, ambos sintieron que la verdadera naturaleza de la amenaza yacía justo más allá de su alcance, oculta en las curvas de cada figura danzante.
Desencriptando el cifrado
Aquella mañana fresca, una carta marcada con un conjunto extraño de símbolos llegó al 221B de Baker Street, dirigida a Sherlock Holmes. El sobre, de diseño ornamentado, no llevaba firma y contenía una sola hoja de pergamino desgastado. En ella, una sucesión de figuras danzantes trazadas en carbón parecía bailar por la página. Cada bailarín de palitos unía sus manos en serie, como si ejecutara una coreografía secreta. La nota que acompañaba el diseño era breve y críptica: simplemente decía “Imploro vuestra ayuda” garabateado bajo la última figura.
Holmes analizó el patrón con el ceño fruncido e hizo señas a Watson para que se acercara. Este se asomó por encima del hombro de su amigo, entrecerrando los ojos ante aquellas formas desconocidas. Ninguno de los dos recordaba haber topado con un cifrado semejante en su biblioteca de referencia. Holmes tocó su labio con un dedo y murmuró que aquello no era un enigma criminal ordinario. Ordenó a Watson que asegurara un carruaje e informara a su cliente de que partirían de inmediato hacia la costa de Sussex. En menos de una hora, emprendían el viaje para investigar el origen de tan curioso mensaje.

El trayecto hacia Sussex les llevó a través de prados envueltos en neblina y setos centenarios que susurraban al primer albor del día. Watson observaba cómo los hilos del telégrafo parecían zumbar suavemente contra el cielo mientras pasaban junto a granjas solitarias. Holmes, recostado en el carruaje con la pipa en mano, repasaba en su mente cada detalle. Al mediodía, llegaron a un pueblo costero llamado Acantilado Oculto, famoso por sus escarpados acantilados y su escasa población. En el establo de la posada les esperaba una figura solitaria, pálida y nerviosa.
La señorita Evelyn Aldford, la joven que había enviado la carta, se acercó con pasos medidos, aferrando un pequeño zurrón contra el pecho mientras saludaba a Holmes con una sonrisa temblorosa. Watson advirtió el brillo de preocupación en sus ojos grises cuando les entregó el bulto. En su interior hallaron tres papeles más, cada uno con una variante distinta del cifrado de los hombres danzantes. Los bordes del pergamino estaban gastados por el uso frecuente, y restos de carbón manchaban las delicadas yemas de sus dedos. Holmes instruyó a la señorita Aldford para que relatara cada detalle del hallazgo sin omitir nada. Ella habló del viento nocturno, de la lámpara que primero iluminó los dibujos y del pavor silencioso que la había invadido desde la aparición de los símbolos.
Bajo la luz mortecina de las lámparas de aceite de la posada, Holmes examinó cada pergamino con mirada afilada e inmutable. Repasó las líneas de los hombres danzantes con una pluma de oro, anotando las sutiles diferencias en postura y ángulo. Watson observaba al detective comparar una figura con otra, contando brazos y piernas como si se tratara de un lenguaje no hablado. Más allá de las ventanas, el viento marino azotaba los tejados y traía el grito lejano de las gaviotas. Holmes inclinó la cabeza y declaró que aquellos símbolos no eran ni decorativos ni aleatorios: formaban un cifrado tan ingeniosamente simple que su autor lo había envuelto en el arte del despiste.
Watson preguntó si aquellas figuras podrían representar letras, y Holmes confirmó con un leve asentimiento. Cada posición única de los brazos y cada postura de las piernas correspondía a una marca específica del alfabeto inglés. Para descifrar el código tendría que elaborarse una clave basada en patrones recurrentes y en el contexto de cada mensaje. Mientras trabajaban, Holmes iba apuntando posibles asignaciones de letras en su cuaderno, y pidió a Watson que registrase cada modificación, por improbable que pareciera. Afuera, la noche se espesaba, pero dentro de la posada solo se oía el rasgueo de la pluma sobre el papel.
Mientras Holmes continuaba sus deducciones, Watson regresó a su habitación para catalogar la secuencia de dibujos. Extendió los pergaminos lado a lado sobre la pulida mesa de roble y los etiquetó como A, B y C con minucioso cuidado. Observó que la figura más pequeña compartía un gesto particular al inicio de cada línea y que la siguiente repetía ese movimiento, lo que sugería una letra doble o un espacio. Watson recordó que Holmes solía decir que el contexto podía guiar la traducción de cualquier código. Se preguntó si el contenido de las notas aludía a una reunión inminente o a una amenaza velada. Debajo de los hombres danzantes, difusos borrones insinuaban palabras borradas o sobrescritas.
Holmes irrumpió en la estancia justo cuando Watson colocaba una lupa sobre una mancha diminuta. El detective le inquirió si había reparado en la desigualdad de espacio entre la segunda y la tercera figura. Watson asintió y añadió que el borroncito podría indicar un punto o una pausa en la frase. Holmes propuso entonces experimentar con las letras más comunes del inglés. Decidieron probar primero las vocales antes de abordar las consonantes.
Al despuntar el alba, Holmes comunicó a la señorita Aldford que regresarían a Londres con las muestras del cifrado, convencido de que una biblioteca de referencia más amplia aceleraría sus progresos. Watson ayudó a reunir los pergaminos, deslizándolos con cuidado en carpetas protectoras para evitar más manchas. Al alistarse para partir, la joven mostró su gratitud y una esperanza temblorosa. Confesó que temía que el siguiente mensaje contuviera algo mucho más siniestro que una llamada de auxilio. Holmes le dirigió una sonrisa tranquilizadora, aunque sus ojos reflejaban la hondura de su preocupación. Aseguró a la señorita Aldford que tomarían todas las precauciones para descifrar el código y localizar su origen.
Los tres abordaron el primer tren de regreso a Baker Street, atravesando campos aún cubiertos de rocío. Holmes se reclinó y hurgó en sus archivos mentales en busca de cifrados similares. Watson se sentó frente a él, cuaderno en mano, ansioso por observar ese proceso que nunca dejaba de fascinarle. La brisa marina se quedó atrás mientras el bullicio urbano de Londres se alzaba ante ellos. En plena ciudad, Holmes planeaba desentrañar el cifrado de los hombres danzantes antes de que llegara el siguiente mensaje.
Una vez en Londres, Holmes no perdió tiempo en consultar su colección de tratados de cifrado y notas de casos anteriores. Watson extendió las muestras sobre la alfombra junto a la chimenea de su sala en Baker Street. El sol de la tarde se filtraba por las cortinas de encaje, proyectando sombras esbeltas sobre las figuras danzantes. Holmes encendió la pipa y se inclinó con mirada de feroz concentración. Observó que el espacio entre ciertos símbolos coincidía con la estructura de una frase sencilla en inglés. El crepitar del fuego marcaba un ritmo constante mientras probaba sus hipótesis. Cada intento fallido solo avivaba su determinación por hallar la alineación correcta. Al caer la noche, Holmes había elaborado una clave preliminar que prometía descifrar el núcleo del código.
Holmes se volvió hacia Watson y le pidió que se preparase para decodificar de inmediato cualquier mensaje nuevo. Insistió en establecer un método ágil para traducir a los hombres danzantes sin demora. Watson asintió con entusiasmo, su imaginación encendida por la curiosidad del significado oculto. La puerta de la sala quedó entornada, aguardando al próximo cifrado enigmático. En ese instante, ambos sintieron que la verdadera naturaleza de la amenaza yacía justo más allá de su alcance, oculta en las curvas de cada figura danzante.
El enfrentamiento
Aquella mañana fresca, una carta marcada con un conjunto extraño de símbolos llegó al 221B de Baker Street, dirigida a Sherlock Holmes. El sobre, de diseño ornamentado, no llevaba firma y contenía una sola hoja de pergamino desgastado. En ella, una sucesión de figuras danzantes trazadas en carbón parecía bailar por la página. Cada bailarín de palitos unía sus manos en serie, como si ejecutara una coreografía secreta. La nota que acompañaba el diseño era breve y críptica: simplemente decía “Imploro vuestra ayuda” garabateado bajo la última figura.
Holmes analizó el patrón con el ceño fruncido e hizo señas a Watson para que se acercara. Este se asomó por encima del hombro de su amigo, entrecerrando los ojos ante aquellas formas desconocidas. Ninguno de los dos recordaba haber topado con un cifrado semejante en su biblioteca de referencia. Holmes tocó su labio con un dedo y murmuró que aquello no era un enigma criminal ordinario. Ordenó a Watson que asegurara un carruaje e informara a su cliente de que partirían de inmediato hacia la costa de Sussex. En menos de una hora, emprendían el viaje para investigar el origen de tan curioso mensaje.

El trayecto hacia Sussex les llevó a través de prados envueltos en neblina y setos centenarios que susurraban al primer albor del día. Watson observaba cómo los hilos del telégrafo parecían zumbar suavemente contra el cielo mientras pasaban junto a granjas solitarias. Holmes, recostado en el carruaje con la pipa en mano, repasaba en su mente cada detalle. Al mediodía, llegaron a un pueblo costero llamado Acantilado Oculto, famoso por sus escarpados acantilados y su escasa población. En el establo de la posada les esperaba una figura solitaria, pálida y nerviosa.
La señorita Evelyn Aldford, la joven que había enviado la carta, se acercó con pasos medidos, aferrando un pequeño zurrón contra el pecho mientras saludaba a Holmes con una sonrisa temblorosa. Watson advirtió el brillo de preocupación en sus ojos grises cuando les entregó el bulto. En su interior hallaron tres papeles más, cada uno con una variante distinta del cifrado de los hombres danzantes. Los bordes del pergamino estaban gastados por el uso frecuente, y restos de carbón manchaban las delicadas yemas de sus dedos. Holmes instruyó a la señorita Aldford para que relatara cada detalle del hallazgo sin omitir nada. Ella habló del viento nocturno, de la lámpara que primero iluminó los dibujos y del pavor silencioso que la había invadido desde la aparición de los símbolos.
Bajo la luz mortecina de las lámparas de aceite de la posada, Holmes examinó cada pergamino con mirada afilada e inmutable. Repasó las líneas de los hombres danzantes con una pluma de oro, anotando las sutiles diferencias en postura y ángulo. Watson observaba al detective comparar una figura con otra, contando brazos y piernas como si se tratara de un lenguaje no hablado. Más allá de las ventanas, el viento marino azotaba los tejados y traía el grito lejano de las gaviotas. Holmes inclinó la cabeza y declaró que aquellos símbolos no eran ni decorativos ni aleatorios: formaban un cifrado tan ingeniosamente simple que su autor lo había envuelto en el arte del despiste.
Watson preguntó si aquellas figuras podrían representar letras, y Holmes confirmó con un leve asentimiento. Cada posición única de los brazos y cada postura de las piernas correspondía a una marca específica del alfabeto inglés. Para descifrar el código tendría que elaborarse una clave basada en patrones recurrentes y en el contexto de cada mensaje. Mientras trabajaban, Holmes iba apuntando posibles asignaciones de letras en su cuaderno, y pidió a Watson que registrase cada modificación, por improbable que pareciera. Afuera, la noche se espesaba, pero dentro de la posada solo se oía el rasgueo de la pluma sobre el papel.
Mientras Holmes continuaba sus deducciones, Watson regresó a su habitación para catalogar la secuencia de dibujos. Extendió los pergaminos lado a lado sobre la pulida mesa de roble y los etiquetó como A, B y C con minucioso cuidado. Observó que la figura más pequeña compartía un gesto particular al inicio de cada línea y que la siguiente repetía ese movimiento, lo que sugería una letra doble o un espacio. Watson recordó que Holmes solía decir que el contexto podía guiar la traducción de cualquier código. Se preguntó si el contenido de las notas aludía a una reunión inminente o a una amenaza velada. Debajo de los hombres danzantes, difusos borrones insinuaban palabras borradas o sobrescritas.
Holmes irrumpió en la estancia justo cuando Watson colocaba una lupa sobre una mancha diminuta. El detective le inquirió si había reparado en la desigualdad de espacio entre la segunda y la tercera figura. Watson asintió y añadió que el borroncito podría indicar un punto o una pausa en la frase. Holmes propuso entonces experimentar con las letras más comunes del inglés. Decidieron probar primero las vocales antes de abordar las consonantes.
Al despuntar el alba, Holmes comunicó a la señorita Aldford que regresarían a Londres con las muestras del cifrado, convencido de que una biblioteca de referencia más amplia aceleraría sus progresos. Watson ayudó a reunir los pergaminos, deslizándolos con cuidado en carpetas protectoras para evitar más manchas. Al alistarse para partir, la joven mostró su gratitud y una esperanza temblorosa. Confesó que temía que el siguiente mensaje contuviera algo mucho más siniestro que una llamada de auxilio. Holmes le dirigió una sonrisa tranquilizadora, aunque sus ojos reflejaban la hondura de su preocupación. Aseguró a la señorita Aldford que tomarían todas las precauciones para descifrar el código y localizar su origen.
Los tres abordaron el primer tren de regreso a Baker Street, atravesando campos aún cubiertos de rocío. Holmes se reclinó y hurgó en sus archivos mentales en busca de cifrados similares. Watson se sentó frente a él, cuaderno en mano, ansioso por observar ese proceso que nunca dejaba de fascinarle. La brisa marina se quedó atrás mientras el bullicio urbano de Londres se alzaba ante ellos. En plena ciudad, Holmes planeaba desentrañar el cifrado de los hombres danzantes antes de que llegara el siguiente mensaje.
Una vez en Londres, Holmes no perdió tiempo en consultar su colección de tratados de cifrado y notas de casos anteriores. Watson extendió las muestras sobre la alfombra junto a la chimenea de su sala en Baker Street. El sol de la tarde se filtraba por las cortinas de encaje, proyectando sombras esbeltas sobre las figuras danzantes. Holmes encendió la pipa y se inclinó con mirada de feroz concentración. Observó que el espacio entre ciertos símbolos coincidía con la estructura de una frase sencilla en inglés. El crepitar del fuego marcaba un ritmo constante mientras probaba sus hipótesis. Cada intento fallido solo avivaba su determinación por hallar la alineación correcta. Al caer la noche, Holmes había elaborado una clave preliminar que prometía descifrar el núcleo del código.
Holmes se volvió hacia Watson y le pidió que se preparase para decodificar de inmediato cualquier mensaje nuevo. Insistió en establecer un método ágil para traducir a los hombres danzantes sin demora. Watson asintió con entusiasmo, su imaginación encendida por la curiosidad del significado oculto. La puerta de la sala quedó entornada, aguardando al próximo cifrado enigmático. En ese instante, ambos sintieron que la verdadera naturaleza de la amenaza yacía justo más allá de su alcance, oculta en las curvas de cada figura danzante.
Conclusión
Holmes se recostó en su silla y contempló la secuencia de hombres danzantes ya descifrada con un sentido de triunfo sereno. Watson sirvió dos tazas de té bien cargado y las colocó sobre la mesa baja, donde reposaba la traducción final, cuidadosamente mecanografiada en papel nuevo. El código había revelado una súplica desesperada y una confesión velada, conduciéndolos hasta la puerta de un alma atormentada, llevada a extremos de miedo y esperanza.
La justicia se impartió con precisión delicada, pues Holmes se aseguró de que la misericordia acompañase a cada medida punitiva. A la luz de la mañana, los hombres danzantes ya no se movían en secreto, sino que yacían sometidos, su significado expuesto, y el terror que atenazaba el corazón de la señorita Aldford comenzó a disiparse. Watson sonrió, maravillado de cómo una simple serie de líneas y curvas podía albergar tantos matices de drama humano y temor oculto. Holmes golpeó suavemente su sien y comentó que todo cifrado decía más que meras palabras: llevaba el pulso de su autor, el ritmo de sus emociones y el peso de sus circunstancias.
Mientras recogían sus pertenencias, Holmes reiteró que los cifrados más simples solían resultar los más peligrosos, pues incitaban a la complacencia. Reflexionó sobre ese delicado equilibrio entre secreto y revelación, el mismo que late en el arte de todo detective. Afuera, la ciudad despertaba con su inconfundible bullicio, ajena a la batalla silenciosa librada tras las paredes del 221B. Para Watson, aquel caso quedó como un vívido testimonio de la ingeniosidad humana y de la perdurable asociación que compartía con Holmes.