El billete de la lotería

9 min

Morning light in Zarechensk as Egor lays out his lottery tickets on the kitchen bench

Acerca de la historia: El billete de la lotería es un Historias de ficción realista de russia ambientado en el Historias Contemporáneas. Este relato Historias Humorísticas explora temas de Historias de Sabiduría y es adecuado para Historias para adultos. Ofrece Historias Entretenidas perspectivas. Una historia ingeniosa sobre la sorprendente victoria de un hombre ruso vulgar y el caos cómico que desata.

Introduction

En una mañana fresca, justo cuando la escarcha comenzaba a aferrarse a las ventanas de la cabaña de madera de Egor Ivanovich en Zarechensk, se encontró de pie junto a la mesa de la cocina con una taza de té negro y la mano temblorosa. Afuera, los abedules brillaban bajo la pálida luz del sol, y el humo se elevaba perezoso de las chimeneas al otro lado del camino de tierra. A pesar de la escena apacible del pueblo, Egor sintió una descarga de emoción improbable: por impulso, había comprado un último boleto de lotería en el quiosco antes de que cerrara. Casi lo había olvidado hasta que el gato de la vecina irrumpió en la casa y tiró el talón al suelo, desplegando su suerte ante él. Su corazón latía con fuerza mientras leía los números uno por uno, comparándolos con el papelito que había metido en su parka y escondido detrás de una tabla suelta en el cobertizo. Con cada dígito que coincidía, le faltaba el aire hasta que no hubo duda: tenía un boleto ganador del premio nacional. Para un modesto bibliotecario escolar que contaba kopeks en la tienda y remendaba sus botas hasta que el cuero se resquebrajó, aquello era más que un golpe de suerte: era el inicio de una comedia de enredos que pronto trastornaría su tranquila vida. La noticia de la victoria de Egor se propagó más rápido que la escarcha al derretirse al amanecer, atrayendo vecinos curiosos, primos lejanos de los que nunca había oído hablar y, al menos, a una osada adivina que aseguraba poder multiplicar su premio si accedía a su ritual bajo la luna llena. Conforme el sol ascendía, cada nuevo visitante dejaba tras de sí un rastro de planes, exigencias y malentendidos cómicamente involuntarios, convirtiendo el robusto hogar de Egor en un escenario de sueños absurdos y proyectos a medio cocer. Pronto comprendió que el dinero tal vez comprara comodidad, pero también problemas, a menudo en la forma más entretenida.

El sueño de la fortuna

Egor Ivanovich siempre había sido un hombre de hábitos. Cada viernes por la tarde, tras ordenar pilas de libros de historia amarillentos en la biblioteca local, pasaba por el quiosco de Sasha a por dos cosas: un paquete de pipas de girasol y un boleto de lotería. A lo largo de los años, acumuló más boletos perdedores de los que le gustaría admitir, guardando cada talón en un cajón donde se mezclaban con viejos recibos y postales descoloridas. Sus sueños de riqueza repentina rozaban lo absurdo: se imaginaba arreglando el tejado con goteras, comprándole a su sobrina un abrigo de invierno de verdad o, al fin, reemplazando el sillón chirriante por uno más resistente. Sin embargo, en su interior, Egor jamás llegó a creer de verdad que ganaría.

Un grupo de vecinos del pueblo amontonados en un porche de madera, cada uno ofreciendo pasteles y felicitaciones.
Vecinos curiosos invaden el porche de Egor con dulces y preguntas tras su victoria

Pero aquel viernes en particular, un único boleto sobrante lo cambió todo. Cuando el anuncio oficial llegó por radio —los números leídos con alegre soltura por el locutor de Moscú— Egor casi dejó caer la taza de té. Uno tras otro, sus dígitos coincidían en secuencia hasta que no hubo error posible. Turbado, repasó y repasó los números, contemplando el papel con incredulidad. El agente de la lotería tuvo que confirmarlo dos veces antes de que Egor creyera que sus modestas ilusiones, alimentadas durante años, se habían convertido de golpe en una realidad inimaginable.

La noticia se propagó por Zarechensk como un incendio forestal. Al principio, los vecinos pasaban a felicitarlo con pasteles caseros y muestras de admiración. Pero pronto, parientes lejanos aparecieron en su porche —un tío político de dos veces removido, un primo del lado de la amiga de su madre— cada uno con exigencias y sugerencias para invertir la suma. Una tía charlatana insistía en un viaje a Sochi; un primo “realmente” pariente prometía lanzar una startup tecnológica. Hasta el alcalde local hizo acto de presencia, paraguas en mano, instando a Egor a financiar el nuevo centro comunitario. Lo que había comenzado como buenos deseos se transformó en un carnaval de ambición, ego y planes de negocio no solicitados. Egor —tímido, educado y completamente desprevenido ante tal avalancha— asintió con la esperanza de que una taza de té o un plato de galletas acortara el desfile de proposiciones.

Al anochecer, la modesta cabaña de Egor se parecía más a un mercado de sueños ajenos. Él se recluyó en su dormitorio, con el boleto guardado en una pequeña caja fuerte, y se preguntó si la fortuna era una bendición o una carga. En sus ensoñaciones, la riqueza significaba confort; en la realidad, asumir expectativas sin fin. Mientras la luz de la luna se colaba por la cortina de encaje, Egor se susurró a sí mismo que quizá el precio real de ganar fuera aprender a decir “no” y encontrar la sabiduría para mantener vivos sus propios deseos.

Caos y bondad

La mañana siguiente, Egor despertó con una procesión de visitantes bien vestidos que nunca había visto —autoproclamados asesores con portafolios bajo el brazo, acentos persuasivos y sonrisas optimistas. Se alineaban en la verja de su casa como soldados esperando órdenes, convencidos de que su plan multiplicaría sus ganancias por diez. Un hombre describía la reactivación de una fábrica textil; una mujer proponía una ecoaldea alimentada por turbinas eólicas; un joven bosquejaba casitas de ensueño con piscinas. Egor, aún aferrado a su bata pasada de moda, intentaba recordar los nombres de todos mientras servía té y escuchaba de mala gana.

Un hombre contemplativo sentado junto a un estanque del pueblo al atardecer.
Egor reflexiona junto al estanque sobre el verdadero valor de la fortuna repentina.

Dentro de la cocina, el samovar despedía vapor y los pasteles desaparecían más rápido de lo que uno decía “jackpot”. Cada vez que Egor intentaba escabullirse, surgía otra idea o le servían otra taza. La mesa de la cocina se doblaba bajo el peso de planos, tarjetas de visita y tartas a medio comer. Egor comprendió que el dinero —antes un concepto lejano que apenas notaba— se había convertido en un imán tanto para la bondad sincera como para el fervor oportunista. Viejos amigos se ofrecían a renovar las tuberías; conocidos distantes pedían préstamos. Incluso Sasha, el dueño del quiosco, insistía en hacerle juego el reloj de oro para conmemorar el acontecimiento.

Entre el caos, sin embargo, Egor halló momentos de calidez genuina. Lina, la conserje de la escuela, le trajo un chal bordado a mano y rechazó cualquier pago. Un grupo de niños que había ayudado como tutor se ofreció a organizar sus papeles, convirtiendo la montaña de solicitudes en un montón ordenado. El sacerdote local le dedicó una emotiva bendición para su nueva fortuna, recordándole que la riqueza material nunca puede tocar aquello que reside en el alma. Esos gestos de bondad le hicieron recordar que el corazón de cualquier comunidad son sus gentes, no la moneda que circula entre ellas.

Al mediodía, Egor tenía un cuaderno lleno de ideas, medio decidido a invertir en cada proyecto y con un dolor de cabeza creciente. Cerró el cuaderno, señaló a lápiz un solo plan y envió cartas de rechazo corteses al resto. No fue fácil: cada negativa se sentía como un desaire o una oportunidad perdida, pero Egor sabía que necesitaba establecer límites para hallar la paz. Caminó hasta el estanque del pueblo, observó cómo las hojas de los nenúfares flotaban bajo la luz cobriza y reflexionó sobre cómo la riqueza repentina puede poner a prueba hasta las almas más generosas. Su boleto, antaño símbolo de fantasía, ahora se le antojaba un mapa que debía leer con cuidado.

El día de la decisión

Semanas pasaron y con cada día llegaban más papeleo, entrevistas de periodistas locales y llamadas de familiares en el extranjero. Los modestos ahorros de Egor se esfumaban primero en honorarios legales para procesar el reclamo, luego en comisiones por transferencias de grandes sumas. Cada paso para asegurar el premio desencadenaba otra tasa, un recordatorio contundente de que el dinero nunca viaja sin obstáculos. Observaba cómo los recibos se acumulaban más deprisa que las monedas, y parecía que su sueño se había convertido en un negocio por sí mismo.

Un pequeño grupo de habitantes se reunió dentro de una modesta biblioteca para participar en un taller de lectura.
La humilde celebración de Egor: un taller comunitario en la biblioteca recién reparada

Una fría noche, Egor se sentó junto a la estufa con un único sobre sobre su regazo: el cheque oficial con el importe íntegro de la lotería. Los números impresos en negrita y rodeados de sellos de seguridad le resultaban extrañamente ajenos. Egor lo contempló largo rato, recordando el silencio de aquel amanecer en que marcó el último dígito. Su mente repasó los rostros de quienes habían acudido en busca de ayuda, de quienes exigieron su parte del premio. Pensó en el chal de Lina, en las sonrisas de los niños y en las flores que le dejó en la puerta el viejo bibliotecario que tanto admiraba.

Con una profunda exhalación, tomó una decisión. Conservaría lo suficiente para arreglar bien su casa, para que su sobrina nunca volviera a temblar de frío y para honrar las bondades recibidas. El resto, decidió, se destinaría a reconstruir el tejado de la biblioteca comunitaria y a financiar clases extracurriculares para los niños del pueblo, proyectos que perdurarían más allá de cualquier emprendimiento pasajero. Mientras sellaba su plan en una carta dirigida a la rama de filantropía de la comisión de loterías, un alivio suave lo invadió como lluvias primaverales.

Cuando finalmente salió a la mañana siguiente, el aire fresco se sentía distinto: más ligero, más abierto. Unos vecinos aún esperaban cerca de la verja, intuyendo nuevos anuncios o gaitas. En cambio, Egor simplemente sonrió, les entregó a cada uno un pequeño sobre con boletos marcados “gracias” y les invitó cordialmente al primer taller comunitario de la biblioteca. No hubo grandes discursos ni gestos dramáticos, solo el entendimiento tranquilo de que la verdadera riqueza no está en la cifra de un boleto, sino en los momentos compartidos que le siguen.

Conclusión

Para cuando el invierno cubrió Zarechensk de nieve, el hogar y el corazón de Egor Ivanovich se sentían más robustos que nunca. Había reparado las goteras del tejado, procurado botas cálidas para su sobrina y visto a los niños reunirse a leer y tomar té en la biblioteca renovada. El dinero llegó con dolores de cabeza inesperados: demandas de parientes, tasas exorbitantes y el zumbido incesante de consejos bienintencionados, pero también sacó a relucir lo mejor de su comunidad. Aprendió que la riqueza, gestionada con cuidado, puede sembrar semillas que crecen en algo más duradero que el oro. Y así, en las noches tranquilas junto a la estufa, Egor solía pensar en ese boleto tembloroso, no como un pase al lujo, sino como una llave que abrió puertas a la bondad, la sabiduría y la alegría compartida. Para él, el mayor premio no fue el número de un cheque, sino las risas de los niños estudiando bajo luz cálida, el aroma de pan recién horneado en las cocinas vecinas y la certeza de que su suerte había tejido un poco más de felicidad en el tapiz de su aldea.

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