El hombre que podía imitar a una abeja

12 min

Gordon Wickett sits on his mother’s Victorian porch at dusk, practicing his uncanny bee impression as the quiet town of Willow Falls stretches in the background.

Acerca de la historia: El hombre que podía imitar a una abeja es un Historias de ficción realista de united-states ambientado en el Historias Contemporáneas. Este relato Historias Conversacionales explora temas de Historias de Perseverancia y es adecuado para Historias para adultos. Ofrece Historias Entretenidas perspectivas. Una historia peculiar y misteriosa, con un humor negro, ambientada en un extraño pueblo estadounidense.

Introducción

Nunca esperarías intriga ni historias inusuales en Willow Falls, Illinois. Está tan lejos de cualquier ciudad que deje huella o un recuerdo, aplastada entre campos de soja y la lenta, marrón corriente del río Wabash. La oficina de correos, con sus poquísimas casillas, cierra al mediodía los sábados. El único supermercado ofrece musgo español como broma. La mayoría se reúne para comer panqueques, no para debatir revoluciones políticas, y el sonido más fuerte muchos fines de semana es el zumbido de la antigua licuadora de la señora Underwood en el All-Day Diner. Aun así, hay una historia que despierta inquietud y risas socarronas alrededor de tazas desconchadas: la del hombre que podía imitar a una abeja como si tuviera alas y veneno propios.

Gordon Wickett era un personaje habitual en las leyendas del pueblo mucho antes de que empezara a zumbar. Soltero, de treinta y tres años, con camisas perpetuamente arrugadas y afición por la mermelada de durazno, vivía en el ático de la desvencijada casa victoriana de su madre. Su trabajo como conserje nocturno en la ferretería Zaff’s era completamente anodino, y sus pocas conversaciones giraban alrededor de la lluvia y la diferencia exacta entre abejas melíferas y avispas. Sin embargo, pese a su aparente mediocridad, Gordon poseía el don peculiar de lo inquietantemente verosímil: el sonido y los gestos de una abeja melífera, producidos no por máquina, sino por sus propios labios, garganta y pulmones. No reveló esa habilidad hasta que, en una barbacoa trasera, un zapato lanzado falló el blanco, él se agachó, se estremeció y llenó el anochecer de un zumbido eléctrico e insistente tan auténtico que Betsy Wilkes se zambulló de cabeza en su ensalada de papas, convencida de que un enjambre la atacaba.

Ese episodio, a medio camino entre la vergüenza y la exhibición accidental, no solo se propagó en los chismes; cambió la vida de Gordon y la rutina de Willow Falls. Algunos se reían; los niños lo pinchaban con palos junto a la estación de servicio. Otros lo miraban con desconfianza. La ferretería empezó a recibir clientes nocturnos que pedían ver “el truco del hombre-abeja”, y una primavera espectacularmente extraña trajo bromas misteriosas con temática de abejas: tartas llenas de insectos de plástico, zumbidos anónimos en los pasillos, galletas para perros dispuestas en panales. Al principio, Gordon lo ignoró. Luego vinieron giros más oscuros: los tomates preciados de un vecino quedaron destrozados de la noche a la mañana por lo que parecía una estampida de abejas, y un concejal sufrió una reacción alérgica tras hallar miel en su porche. Todas las miradas se volvieron hacia Gordon. ¿Era realmente el responsable? ¿O su talento servía de tapadera a otro bromista? La respuesta llevaría a Willow Falls de la risa a la sospecha y, finalmente, a una verdad retorcida que solo el hombre-abeja podía haber previsto.

El zumbido que resonó en todo Willow Falls

Cuando Gordon dejó escapar su imitación de abeja en la barbacoa de Trudy Cannon, esperaba solo pasar vergüenza. Pero en un pueblo donde hasta el clima suave es noticia principal, la novedad atrae como un imán. La noticia de su talento corrió rápido, desde Harley, el dueño de la tienda de carnada, hasta la señora Underwood, que lo bautizó “nuestra colmena en persona”. El lunes siguiente, en Zaff’s Hardware, Gordon encontró—en su zona de trapeadores—un montículo con forma de panal de dulce de miel. Aquella noche, dos adolescentes lo aguardaban junto a la ventana, riendo y retándose a pedirle una demostración. Gordon, inseguro pero orgulloso, accedió. Inhaló a fondo, infló las mejillas, vibró los labios y soltó un zumbido a la vez musical y amenazador, moviendo el cuerpo con una imitación perfecta de un insecto. El sonido fue tan auténtico que incluso Russ, un rudo exmarine de cabeza rapada (ironía que no pasó desapercibida), dio un respingo y derramó una caja de tornillos.

Gordon practica su imitación de abeja bajo una farola, con las sombras extendiéndose por todo el terreno de la ferretería.
Gordon, atrapado bajo el resplandor de una farola, perfecciona sus imitaciones de abeja frente a la ferretería de Zaff, su sombra alargada y fantasmagórica bajo la luz plateada.

Pero la novedad, en lugares tan unidos, acaba minando los nervios. En una semana, el pueblo se dividió en facciones. Algunos adoraban el truco de Gordon; otros murmuraban sobre inquietantes “rarosidades poco viriles”. Un grupo de niños lo seguía en sus paseos nocturnos cantando: “¡Hombre-abeja! ¡Hombre-abeja! ¡Enséñanos tu aguijón!” Gordon empezó a acobardarse ante la atención, reservando su zumbido solo para momentos privados. Aun así, el truco dejó de ser simple entretenimiento. La señorita Elsie Talbot comenzó a mandarle recortes sobre el declive de las abejas melíferas, y alguien dejó, de forma anónima, un par de guantes de apicultor en su puerta.

Con la primavera dando paso a un verano cargado de polen, Willow Falls cambió. Aquellas bromas con abejas empezaron pequeñas—una tarta en el porche del alcalde salpicada de aguijones de plástico—pero fueron escalando. La hora de lectura en la biblioteca se interrumpió con grabaciones de zumbidos misteriosos. El director Vickers descubrió un charco amarillento y pegajoso vertido por la rendija del aire acondicionado de su coche. Se rumoreaba: ¿sería Gordon urdiendo una campaña de travesuras zumbantes por venganza, o alguien imitaba su reputación para camuflarse?

Una noche, mientras Gordon cerraba la tienda tras encerar los pasillos, oyó un murmullo detrás del almacén. Rayas amarillas y negras parpadeaban bajo la farola de sodio. Se acercó sigiloso, el corazón latiéndole con fuerza, convencido de que un verdadero enjambre amenazaba sus tobillos, hasta que descubrió a Vivian Pike, la hija del viejo enterrador, pintando con spray en el muro de ladrillo la caricatura de una abeja gigante con un recogedor por aguijón. Ella lo miró con fervor desenfrenado y aliento con aroma a mazapán. “Lo vi en un sueño”, guiñó, “eres más famoso de lo que crees, rey de las abejas.”

Ese encuentro habría parecido una travesura adolescente de no ser por la cadena de infortunios que siguió. Los tomates del granjero Simms aparecieron pisoteados, el dentista local halló un falso aguijón de abeja en su sándwich, y un concejal terminó en urgencias tras una broma con miel. A mediados de verano, la sospecha arraigó hondo en Willow Falls. Gordon despertó con el buzón atascado de miel y la ventanilla del coche marcada con una diana hecha de polvo de polen. Se recluyó aún más, cerró cortinas y perfeccionó su repertorio: el zumbido grave y ominoso de una colmena alterada; el quejido frenético de una obrera perdida; incluso el ritmo musical y sutil del vuelo de una reina. Dejó de ser un truco y se convirtió en escudo.

Pero el daño ya estaba hecho. Los niños dejaron de señalar y empezaron a susurrar. Los amigos se tornaron recelosos. Betsy Wilkes, siempre la instigadora, encabezó una delegación para “exigir” a Gordon que cesara su zumbido por completo. La cajera del supermercado, una mujer de rostro adusto que antaño admiraba su conocimiento de flores silvestres, empezó a arrojarle el cambio en lugar de entregárselo en la mano. La madre de Gordon solo pudo encoger de hombros. “La gente se inquieta y olvida. Tú haz lo que amas, hijo. Aunque eso signifique zumb… solo sé amable con tu aguijón.”

La noche en Willow Falls empezó a palpitar con otra energía. Algunos afirmaban escuchar zumbidos en ventanas de áticos, ver la sombra de Gordon deslizarse por jardines al amparo de la luna. Otros juraban haber visto a Vivian Pike colarse en el cementerio con una caja de cubos de azúcar y un pincel. Sin embargo, a pesar de todo, no había pruebas que incriminaran a Gordon, y su extraño don siguió siendo, al mismo tiempo, carga y consuelo, mientras la sospecha de los vecinos se tornaba obsesión.

Aguijones y misterios sin resolver

El verano avanzó y la paranoia reemplazó a la novedad. Cada nueva broma—abejas de plástico en la sopa, miel untada en picaportes, la biblioteca empapelada con notas adhesivas amarillas en panal—alimentaba un hambre de respuestas. Gordon, por su parte, fluctuaba entre sus rutinas. Su ático se llenó de pilas de libros de entomología, frascos de flores silvestres y artilugios de su invención: un pequeño micrófono casero para amplificar y grabar su zumbido para la posteridad. Nadie, ni siquiera Gordon, sabía por qué se aferraba a esa habilidad mucho después de que el placer se esfumara. Quizá la imitación era, para él, una comunicación oculta, un puente entre sí y un mundo que observaba pero rara vez comprendía.

Vivian y Gordon enfrentan a Betsy Wilkes detrás del ayuntamiento, con pruebas de pinturas y miel a sus pies.
Vivian y Gordon sorprendieron a Betsy Wilkes con las manos en la masa en el callejón iluminado por la luna detrás del ayuntamiento, con sus materiales para bromas a base de miel esparcidos por el suelo.

Vivian, cada vez más omnipresente, se convirtió en la confidente inesperada de Gordon. Aparecía en Zaff’s con su cuaderno de bocetos, garabateando abejas caricaturescas en los márgenes de los recibos. Durante las madrugadas tras el desvencijado centro recreativo del pueblo, confesó sus propias rarezas: una pasión por las ranas, un ansia de aplausos. “Quizá seamos la misma especie”, bromeaba. Se comunicaban con código Morse vía zumbidos por las rejillas de ventilación, mensajes clandestinos que servían de resistencia contra la sospecha y la soledad.

Una tarde de agosto, un viejo amigo de la madre de Gordon, el ayudante del sheriff Clyde Harker, llamó a su puerta. Su bigote delataba autoridad e inquietud. “Han llegado informes: tomates destrozados, reacciones alérgicas, de todo. La gente tiene miedo. Dicen que el Hombre-Abeja ha cruzado una línea.” Gordon se sonrojó y defendió su inocencia, pero Harker solo se encogió de hombros. “Te conozco, hijo. Pero el pueblo exige respuestas. Mejor guarda tus alas bajo la chaqueta.”

El punto de inflexión llegó durante el Jamboree de verano de Willow Falls, una feria repleta de tartas de cinta azul, juegos infantiles y, por primera vez, un “Concurso de Disfraces de Abeja”. Cinco niños y un perro lucían gafas al estilo de Gordon. Vivian, disfrazada de reina abeja punk, se carcajeaba desde la cabina de tiro al blanco. De pronto, el alcalde se desplomó, tosiendo y con el rostro enrojecido junto a un frasco de miel misteriosa. Llegaron las ambulancias. En medio del caos, Betsy Wilkes señaló a Gordon, paralizado junto al puesto de limonada. “¡Tú! ¡Tú tienes la culpa de esto! ¡Tu maldición nos ha destruido!”

Fue cruel, público y humillante. En los días siguientes, Gordon se vio prácticamente exiliado. Sin embargo, empezó a percibir fisuras en la historia: un destello extraño en el frasco de miel del alcalde, huellas de calzado que no eran las suyas alrededor de su propiedad, un dejo de almendra artificial flotando en el aire. Con la ayuda de Vivian, urdió un plan para atrapar al verdadero culpable, no solo por su honor, sino por la paz del pueblo.

Montaron guardia en lugares nocturnos: el supermercado, el diner y, finalmente, el estacionamiento trasero del ayuntamiento, plagado de sombras. Allí, entre el crujir de las hojas y el zumbido de los insectos nocturnos, sorprendieron in fraganti a Betsy Wilkes, armada con una pera de cocina, tintes alimentarios y un cubo de miel sintética. Confrontada, Betsy se derrumbó y su rencor brotó: vieja envidia, afrentas pasadas y la humillación de haber resbalado durante un concurso de deletreo en la infancia de Gordon. “Me hiciste el hazmerreír del pueblo”, siseó.

Vivian propuso un compromiso. “Todos llevamos nuestras rayas de forma distinta. Tal vez sea hora de dejar de herirnos.” Betsy lloró y, para asombro de Gordon, aceptó que la verdad saliera a la luz en privado. Sin policía, sin espectáculo: solo una reunión curativa a tres al caer la tarde, entre crepúsculo y esperanza. Las bromas cesaron. La miel dejó de aparecer en los zapatos. El alcalde, ya recuperado, concedió a Gordon un “mérito no oficial” por “su contribución a la economía local, la concienciación sobre polinizadores y mantener a todos alerta.”

No fue una redención perfecta; el estigma persistió y algunos mantuvieron su distancia. Pero Willow Falls empezó a aceptar a Gordon como siempre lo había hecho: con un afecto torcido y un dejo de recelo. Gordon, por su parte, no dejó de zumb… al contrario, lo hizo más. Sus actuaciones pasaron a formar parte de la hora de lectura de verano para niños, de las ventanas abiertas del centro recreativo y de innumerables veladas bajo los sauces junto a Vivian, tarareando las melodías salvajes de un mundo inadvertido.

La colmena interna: aceptación y afinidades insólitas

En los meses posteriores a la discreta confesión de Betsy, Willow Falls avanzó hacia una paz sutil e imperfecta. La vida retomó sus ritmos conocidos. Llegaron los festivales de la cosecha en lugar de los concursos temáticos de abejas, y el tráfico nocturno de Zaff’s Hardware se evaporó, para alivio de Gordon. La notoriedad se desvaneció pero nunca desapareció: siempre que una abeja pasaba zumbando por un picnic, alguien bromeaba, “Gordon, ¿es tu primo?” Y a veces, en la intimidad del atardecer, cuando los cantos de las chicharras resonaban y el aire se impregnaba del aroma del río, un viandante o un niño tímido se detenía a escuchar mientras Gordon daba forma a la música imposible de un insecto volador.

Los niños aprenden sobre polinizadores con Gordon, bajo el animado mural de abejas de Vivian en el centro recreativo.
Una tarde en el centro recreativo: Gordon les enseña a los niños sobre las abejas bajo el colorido mural de Vivian, mientras la luz del sol motea sus rostros llenos de entusiasmo.

El mundo de Gordon, vasto y sereno, mutó tanto hacia adentro como hacia afuera. Su ático, antes refugio de aislamiento cuidadoso, se convirtió en una auténtica colmena de novedades: niños del colegio local acudían a clases de ciencia de verano, aprendiendo la “importancia de los polinizadores” junto a la lección más sutil de respetar la diferencia. Vivian, con todo su caos y terquedad eléctrica, permaneció cerca. Pintó un mural dentro del centro recreativo: un estallido de abejas revoloteando sobre flores silvestres y, en una esquina, una pequeña caricatura de Gordon con su recogedor, sonriendo de forma enigmática.

Para Gordon, la imitación de abeja nunca fue un simple espectáculo como el de un mago o un ventrílocuo. Tenía peso, un pasado de soledad fusionado con la resistencia. Algunas tardes traían retrocesos: un antiguo matón reapareciendo en el diner, la fila de la caja del supermercado inundada de silencio. Gordon a veces se preguntaba si el aislamiento se disiparía por completo. Pero luego llegaban los momentos: un coro jubiloso de niños, la calidez de un desconocido, la risa de Vivian flotando sobre el Wabash, y la rareza se sentía menos como una carga y más como un emblema. Su madre, en silencio satisfecha y siempre práctica, volvió a enlatar mermelada de durazno, regalando frascos con la inscripción “Bee True”.

De vez en cuando, los misterios de Willow Falls volvían a agitarse: un rebaño de ovejas encontrado cubierto de polvo amarillo inofensivo para ellas, un jardín trazado en forma de panal, una serie de cartas enigmáticas firmadas por “la Brigada de los Zánganos”. Gordon sonreía con complicidad, sospechando pero sin acusar. Al asumir el papel de hombre-abeja, descubrió que podía albergar dentro de sí tanto la sospecha como la aceptación, zumbando al unísono. Su talento, no solicitado pero por fin comprendido, dejó de ser un escudo y se transformó en una suave invitación: el llamado de un excéntrico a buscar conexión, calor e incluso amor. Y a veces, en el crujiente porche victoriano con el crepúsculo espesándose alrededor, entonaba un pequeño zumbido—no porque tuviera que hacerlo, sino porque el mundo, con todos sus colores extraños, era más luminoso gracias a ello.

Conclusión

Gordon Wickett nunca llegó a ser “normal” según los estándares de Willow Falls: continuó siendo el Hombre-Abeja, un tanto apartado y, al mismo tiempo, querido. Pero su historia resonó por el pueblo más que cualquier escándalo o desastre climático. Al aprender a abrazar aquello que lo diferenciaba, Gordon enseñó a Willow Falls una lección que jamás supo que necesitaba: que la excentricidad, aun cuando se malinterpreta y se calumnia, puede ofrecer una forma nueva de pertenecer. La sospecha del pueblo, avivada y luego apaciguada, se transformó en algo más rico y profundo: respeto no fundado en la similitud, sino en un reconocimiento sincero de la diferencia. Para Gordon, los días se suavizaron, menos bordeados de preocupación, mientras su don evolucionaba de defensa a celebración. Encontró propósito en cada zumbido y, con el tiempo, incluso en cada mirada cautelosa. Cuando el verano se desvaneció y el dorado otoñal se abrió paso entre las hojas, Gordon y Vivian encabezaron la primera caminata de linternas del pueblo, su zumbido flotando sobre la multitud—media invitación, media bendición. La vida, imperfecta, extraña y maravillosamente impredecible, había entretejido finalmente a Gordon en su trama, no solo como una curiosidad, sino como una nota preciada en la armonía cambiante del pueblo.

Loved the story?

Share it with friends and spread the magic!

Rincón del lector

¿Tienes curiosidad por saber qué opinan los demás sobre esta historia? Lee los comentarios y comparte tus propios pensamientos a continuación!

Calificado por los lectores

Basado en las tasas de 0 en 0

Rating data

5LineType

0 %

4LineType

0 %

3LineType

0 %

2LineType

0 %

1LineType

0 %

An unhandled error has occurred. Reload