Introducción
En lo profundo de los ondulantes campos y los bosques cubiertos de nieve de la Rusia rural del siglo XIX se encontraba la diminuta aldea de Zarevo, donde cada amanecer traía la promesa de un trabajo duro pero rara vez la bendición de la abundancia. Las chozas de paja, levantadas con maderas envejecidas y piedras cubiertas de musgo, se agrupaban para protegerse de los vientos fríos que soplaban desde la lejana taiga. El humo que ascendía por las chimeneas anunciaba la polenta simple cociéndose sobre el hogar, y el ocasional balido de una cabra o cacareo de una gallina rompía el silencio del amanecer.
Iván Petrov, un humilde campesino que vivía de lo poco que la tierra helada le ofrecía, sentía un vacío indescriptible: un anhelo constante de confort más allá de lo imprescindible. Entre los aldeanos corría el rumor, susurrado al calor del fuego, de que más allá del arroyo flanqueado por sauces crecía un antiguo tilo cuyas raíces se hundían en la tierra y albergaban un espíritu que concedía deseos murmurados al alzarse la luna. Algunos se burlaban, otros temían esa vieja magia, pero para Iván —enfrentando otro invierno cruel sin un atisbo de esperanza— era un hilo frágil al que acogerse.
En una noche en que el viento aullaba como lobos sobre los campos abiertos, Iván hizo un voto silencioso: si el espíritu del tilo podía aliviar siquiera su carga más pequeña, tal vez el trabajo diario de su familia les otorgara al fin un descanso para el alma.
El descubrimiento del arrendatario
Iván partió justo cuando aparecieron las primeras estrellas, su aliento elevándose en nubes delicadas que se desvanecían antes de formarse. En una mano sostenía una linterna cuyo tenue resplandor revelaba un sendero boscoso cubierto de agujas de pino caídas. Los árboles se erguían como centinelas mudos, con las ramas cargadas de escarcha, mientras un silencio sobrenatural lo envolvía, roto solo por el crujir de las ramitas secas bajo sus botas.
Recordó las voces bajas junto al pozo de la aldea, donde la vieja Rabina juraba haber visto a niños liberados del hambre tras pedir un deseo bajo ese mismo tilo. Un destello de esperanza lo impulsó a seguir, aunque la razón le susurraba que no fuera más que superstición.

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El susurro de la codicia
Un triunfo hinchó el pecho de Iván cuando la luz de la linterna iluminó unas hojas amplias que brillaban en plata bajo la luna. Lo había hallado: el antiguo tilo, con tronco grueso y nudoso como las manos gastadas de un anciano. Sus ramas caían bajas, casi como invitándolo a acercarse. Con el corazón palpitando de asombro, Iván se arrodilló y apoyó la palma en la corteza. Cerró los ojos y murmuró:
“Alimenta a mi familia con suficiente comida para toda la estación, para que nunca conozcamos la tortura de las alacenas vacías.”
Una brisa agitó las hojas por encima de él, como si el bosque mismo conspirara en silencio. Por un instante, todo pareció contener el aliento.

Al regresar a casa al amanecer, medio esperaba un milagro. Y allí, más allá de los límites de Zarevo, donde antes yacían surcos yermos, asomaban brotes verdes entre la tierra recién descongelada. En su choza humilde, un caldero humeante de gachas de cebada burbujeaba sobre el fuego, y en una repisa tosca descansaban barriles extra de miel y pescado salado. Su esposa, Marfa, se despertó y sus ojos cansados se abrieron de par en par ante aquella abundancia. Iván sintió cómo la esperanza reemplazaba el dolor de la necesidad.
Pero con el paso de los días, una necesidad más aguda carcomía su interior. Tras el primer deseo cumplido, la mente de Iván se inquietó. Algunos vecinos pasaban para alabarlo, otros lo hacían con envidia, y en sus palabras escuchaba no un aviso, sino una expectativa. Comenzó a preguntarse: si la comida podía llegar con tanta facilidad, ¿qué más podría desear? Bajo cielos iluminados por la luna, volvió al tilo. Su segundo deseo surgió ya no de la necesidad, sino del deseo: un cofre de madera lleno de monedas de oro para comprar ganado y telas. Una vez más, las hojas del árbol titilaron y luego soltaron su magia.
Al alba en Zarevo, un modesto baúl relucía a sus pies. Al abrirlo, encontró monedas de cobre que tintineaban como campanillas. El alivio se transformó en júbilo, pero también en inquietud. ¿Tendría fin este ciclo, o Iván, llevado por la codicia, perdería más de lo que ganaba?
La lección final
El brillo del metal apenas aplacó la honda angustia en el pecho de Iván. Llegaron ovejas y cabras, telas finas y arados robustos, pero con cada mejora crecía un descontento nuevo. Lo vio en las historias de vecinos celosos, en los niños jugando junto a la valla, en la suave risa de Marfa que le daba fuerzas al amanecer. Sin embargo, Iván sentía que merecía aún más: deseaba el don supremo, una existencia libre de todo padecimiento.

Bajo una luna de cosecha hinchada, Iván regresó al tilo por tercera vez, con la voz hecha jirones de cansancio. “Dame una vida de descanso y comodidad, para que el hambre y el trabajo no me encuentren jamás.” Apretó la palma contra la corteza, pero las hojas permanecieron inmóviles. El silencio se volvió tan denso que, con los ojos llenos de lágrimas, Iván reconoció su propia codicia. En aquella quietud comprendió la verdad: el tilo le había ofrecido más que provisiones; le había dado la oportunidad de aprender la gratitud, que él había malgastado persiguiendo siempre más.
Un viento repentino sacudió las ramas y Iván retrocedió tambaleante. Al atreverse a abrir los ojos, vio no monedas a sus pies, sino un retoño enclenque, con ramas torcidas y quebradizas. El cofre que antes rebosaba estaba vacío, y sus campos volvían a estar tan yermos como antes. Desesperado y avergonzado, huyó de regreso a su choza.
Al amanecer, encontró a Marfa junto al hogar, con un pan de centeno en la mano y un tazón de sopa humeante. Su pequeño hogar, aunque modesto, irradiaba calor y amor. A la luz de la vela, Iván vio lo que había dejado pasar: la generosidad en sus ojos, la risa de los niños jugando, el orgullo en un trabajo compartido. Se arrodilló y juró no volver a elegir la magia sobre el significado. El mayor regalo del tilo no había sido la riqueza, sino la prueba de su espíritu—una prueba que casi había desaprobado.
Conclusión
Cuando la última hoja dorada cayó del retoño maltrecho, Iván se puso de pie con las manos curtidas y la mirada firme. Había perseguido todos los deseos y hallado vacío en la abundancia, y la verdadera riqueza en la gracia de lo sencillo. En los días que siguieron, volvió a sus humildes campos, sembrando grano con la risa de Marfa a su lado y sus hijos apoyados en las piedras cubiertas de musgo, asombrados ante el amanecer. Cada surco que abría ya no era una carga, sino la promesa de que el trabajo honesto honraría las lecciones del tilo.
Los vecinos vinieron a ver el cambio en Iván: ya no encorvado por los anhelos, sino erguido en serena satisfacción. Y aunque el árbol encantado quedó relegado a la memoria, su espíritu perduró en cada acto amable, en cada comida compartida, en cada instante de gratitud que iluminaba los corazones de Zarevo. Al final, la parábola del tilo se convirtió en la gran enseñanza del pueblo: la verdadera magia no está en los deseos concedidos, sino en aceptar los regalos de la vida con un alma abierta y agradecida. Es allí, en las elecciones humildes de cada día, donde la sabiduría florece como la más hermosa flor bajo el cielo más claro.
Desde entonces, el nombre de Iván se pronunció no por las riquezas amontonadas, sino por el corazón generoso que cultivó. El tilo, cuya corteza ya no existía, vivía en historias y cantos—un recordatorio de que cada deseo conlleva consecuencias, y de que cada corazón, ya sea complacido o inquieto, alberga la medida más pura de la riqueza: la gracia de agradecer lo que ya se tiene. Iván aprendió que, al contar las bendiciones una por una, la satisfacción crece—and esa es la magia más perdurable de todas.