El Pombro
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Acerca de la historia: El Pombro es un Cuento popular de argentina ambientado en el Siglo XIX. Este relato Dramático explora temas de El bien contra el mal y es adecuado para Adultos. Ofrece Entretenido perspectivas. .
Introducción
La noche se extendía sobre las pampas como el ala maltrecha de una polilla, y la lámpara bajo el cochador parpadeaba con un resplandor desesperado. Un perro lejano aullaba, su voz reverberando sobre la hierba sin límites, y María se aferró al rebozo para protegerse del frío. Decían que El Pombro se movía sin aviso, una antítesis de la naturaleza con los pies al revés, su andar tan inquietante como un reflejo roto.
El aire olía a cuero húmedo y tierra mojada después de la breve tormenta del anochecer, y las tablas del piso crujían como protestando ante el silencio. “Che, no seas cagón”, susurró su esposo, con la voz tensa como pellejo estirado, aunque hasta su valentía temblaba. Cada chisporroteo de la chimenea sonaba cavernoso, como si las llamas mismas temieran la noche que se avecinaba. (El olor a humo permanecía junto al hogar, mezclado con el tenue perfume de las flores de jacarandá.)
María recordó la advertencia de su abuela: nunca sigas unas huellas al revés a medianoche, pues tu alma vagaría por siempre en sentido inverso. Apoyó la mejilla contra la pared fría, su textura rústica de adobe mordiendo la lana delgada. El viento suspiraba sobre la llanura abierta, una nana de hierba pampeana mecida y cascos distantes. En algún lugar allá afuera surgió una risa hueca, baja y chirriante como una cerradura al girar.
Antes del amanecer tendrían que enfrentar la leyenda. Con la lámpara en mano, la silueta de su esposo se recortó bajo la luz de la luna, resuelta. Los latidos de su pecho retumbaban como cascos inquietos. Exhaló, percibiendo un sabor metálico en la lengua. Había comenzado la hora del ajuste de cuentas, y El Pombro se removía más allá de la cerca.
El susurro en los vientos
Apenas se encendían las primeras estrellas en el cielo aterciopelado, una sombra flotó junto a los postes de la cerca, tan sutil como un secreto. El gaucho Martín avanzó en puntillas, las espuelas silenciadas por el suelo húmedo, cada paso amortiguado por la grava blanda. Sintió el viento nocturno rozándole el cuello como un dedo helado. En lo alto, aves carroñeras giraban bajo el brillo plateado, sus alas susurrando advertencias. La gente del lugar murmuraba “qué quilombo se arma si lo vemos”, recordando pánicos pasados cuando las lámparas se hacían añicos en manos temblorosas.
Martín se detuvo junto a un viejo poste de quebracho, su corteza nudosa y agrietada como una herida en costra. Olfateó: el aire olía a azufre, como si el diablo mismo hubiera pasado momentos antes. A sus pies, diminutas huellas se marcaban en el polvo: las garras delanteras apuntaban hacia adelante y las traseras al revés, un cifrado viviente grabado a medianoche. Su corazón latía como manadas fantasmas alzándose.
Un zumbido sordo llegó a sus oídos, un coro extraño de insectos y un búho lejano mezclados en un vals funesto. De pronto, un amargo gusto metálico le quemó la garganta. Avanzó el rostro y vislumbró una figura agazapada: brazos largos rozando el suelo, ojos reluciendo como fragmentos de obsidiana. Exhalaba suave, cada soplo removiendo la paja rancia del galpón contiguo.
Martín reunió su coraje como si bebiera de la adrenalina de las espuelas. Apretó la culata del rifle, sintiendo la veta áspera bajo sus dedos curtidos. El duende se incorporó, arqueando la espalda como cuerda de arpa embrujada, con las piernas invertidas en las rodillas y los tobillos doblados con gracia macabra. Bajo aquella luna espectral, su silueta retorcida recordaba un árbol astillado que se negaba a obedecer las leyes naturales. De sus labios emergió un murmullo casi humano: “Vení, gaucho, jugá conmigo.”

Huellas en el polvo
El alba aún estaba lejos cuando Martín siguió las pisadas al revés adentrándose en el corral de la estancia. Cada huella parecía burlarse, retorciéndose en el polvo como desafiándolo a continuar. Avanzó con cuidado, atento a cada ramita que crujía bajo su bota. Los setos alrededor del corral crujían con pequeñas criaturas huyendo a su paso. El aire olía a cascos y rocío, un frescor punzante que era a la vez vigorizante y desconcertante.
Ollas de barro yacían agrietadas junto a la cerca, sus bordes afilados como sonrisas partidas. Martín deslizó los dedos por un fragmento: frío, quebradizo y salpicado de polvo arcilloso. Un viento lejano quejumbroso agitó un cartel oxidado, haciéndolo vibrar hasta que las letras repiquetearon: un susurro metálico que sonaba casi como advertencia. Su pulso retumbaba como trueno lejano.
Rodeó el establo donde la paja estaba esparcida, empapada por la neblina matinal. Cada paso suyo dejaba huellas, pero las marcas invertidas persistían, como si El Pombro hubiera hincado un pie y luego el otro. De pronto, un eco apenas perceptible de risa infantil—demasiado aguda para un adulto—brotó del pajar. La respiración de Martín se atascó como un caballo sorprendido.
Subió por la escalera al altillo, la madera crujiendo bajo su peso, astillas clavándose en sus palmas. El desván estaba vacío salvo por la paja suelta y el perfume rancio de grano viejo; sin embargo, diminutas huellas retorcían alrededor de las vigas, desafiando la lógica. Buscó una lámpara: la llama tembló, proyectando sombras alargadas que parecían acecharlo. Una brizna de paja rozó su mejilla, áspera como un pergamino sin enrollar.

El encuentro de medianoche
La noche cayó de nuevo con una rapidez inverosímil. Martín se armó con un lazo y una pistola, todos sus sentidos a la máxima tensión. El viento había cesado; solo las chicharras cantaban, su coro extrañamente contenido. La luna, llena y pálida, bañaba el paisaje en luz de plata. Un escalofrío le recorrió la espalda: El Pombro estaba cerca.
Avanzó hacia el viejo silo donde antaño almacenaban pienso para los caballos. Ahora la puerta colgaba entreabierta, sus tablas deformadas por la humedad. Martín exhaló, percibiendo olor a humo de su antorcha. Entró, la madera crujiendo con cada pisada. El hedor a avena rancia y moho lo recibió, tan penetrante como queso añejo. El haz de su antorcha danzó sobre cubos volcados y sogas colgantes, revelando sombras alargadas en las paredes de piedra.
Un tropiezo sonó tras un montón de sacos de grano—un golpeteo, luego un raro raspado. El pulso de Martín martilló como tambor enojado. Alzó la antorcha: frente a él, El Pombro. Su cabeza girada de lado, labios curvados en una mueca torcida, ojos encendidos como brasas. Paja húmeda se pegaba a su pelambre enmarañada, exhalando un tufo acre. Sus patas invertidas se flexionaron, listo para el salto.
Martín lanzó el lazo; el aire silbó al paso, las fibras de hempa chirriando como uñas sobre hueso. El duende se apartó, ligero como el humo, y la cuerda giró inútil. Una carcajada gutural estalló de su garganta, cada nota un badajo astillado. El disparo de la pistola retumbó en el silo, astillas volando como fuegos artificiales. El Pombro se inclinó hacia atrás, su risa convirtiéndose en un siseo, y desapareció entre las vigas—un eco de terror flotando en la noche.

El ajuste de cuentas al amanecer
En el primer rubor del alba, Martín regresó al caserío, el cuerpo tenso como un arco listo para disparar. Se detuvo al ver un leve movimiento: las huellas al revés otra vez, esta vez dirigidas hacia la puerta de la cocina. Apoyó la oreja en la madera, sin oír más que su propia respiración agitada y el silbido lejano de la tetera.
Abrió la puerta de un tirón. Allí, María estaba pálida bajo la ventana, removiendo el café con manos temblorosas. El rebozo le goteaba rocío sobre el marco. Al cruzar su mirada, las lágrimas brillaron como gotas en una telaraña. A sus pies, más huellas retorcidas se perdían bajo el hogar.
Exploraron la estancia a la débil luz de la lámpara. Un trozo de cinta de gaucho desgarrada colgaba del atizador, hebras deshilachadas manchadas de carmesí. El aroma metálico de la sangre flotaba en el aire. Martín se arrodilló, la palma contra el suelo de tierra, sintiendo las asperezas del adobe bajo su piel. Detrás de ellos, una brisa suave silbó por la ventana agrietada, trayendo un suspiro burlón.
Entonces ella rompió el silencio: “Se ha ido, che”. Esbozó una sonrisa temblorosa, pero sus ojos ardían llenos de preguntas. Martín asintió, alzando el rifle hacia el umbral vacío. Los primeros rayos del sol acariciaron el horizonte, encendiendo cintas doradas en el cielo. Las huellas de El Pombro terminaban allí, sin dejar pistas.
Se quedaron juntos mientras la luz del día entraba, y la presencia del duende se desvanecía en la memoria. La estancia exhaló un suspiro, las vigas de madera crujieron aliviadas. Sin embargo, en cada susurro del viento entre la hierba, recordarían el llanto del goblin invertido—una nana fantasmal en la noche inmortal.

Conclusión
El sol se alzó plenamente sobre las pampas, proyectando largas sombras que retrocedían hacia el este. Martín y María se reunieron en una sencilla mesa de madera, compartiendo café amargo para templar los nervios. Afuera, el viento jugueteaba entre la hierba como un niño inquieto. Por un instante, el consuelo pareció tan delicado como encaje de araña, pero se mantuvo firme.
Hablaron poco de aquella noche, pues las palabras corrían el riesgo de invocar nuevos miedos. Sin embargo, ambos sabían que El Pombro aún merodeaba los límites, oculto donde las sombras de los postes besaban la tierra. En las pulperías del pueblo, los viejos susurraban sobre huellas al revés bajo luna lechosa, y los jóvenes—curiosos como rapaces noveles—se desafiaban a adentrarse en la oscuridad. Martín los observaba, reflexionando en la delgada línea entre el coraje y la locura.
Con el paso de las estaciones, los vientos derecho trajeron nuevas historias: un niño salvado de perros rabiosos, un caballo errante temblando en un corral. Algunos juraban haber visto esas huellas invertidas al filo del alba. Pero en cada relato habitaba una verdad: el miedo puede ser más monstruoso que cualquier duende.
María posó su palma sobre la mano curtida de Martín, sus dedos entrelazados como riendas de cuero trenzado. “Lo vencimos”, murmuró. Él asintió, con la mirada distante pero firme. Allá, más allá de la cerca, la hierba se estremecía en un saludo silencioso.
Así El Pombro se convirtió en leyenda, una sombra entre la hierba y un desafío en cada latido. Al compartir este cuento junto al hogar cálido, honraban tanto el terror como el triunfo—prueba de que, incluso en la noche más oscura, el espíritu humano puede revertir el miedo y avanzar sin titubeos hacia el amanecer.