Introducción
La luz de la luna se filtraba a través de los ventanales destrozados, proyectando haces de un pálido azul sobre el suelo de baldosas agrietado del Asilo Blackwater. Knox Mercer se detuvo en el umbral, el corazón latiéndole con fuerza y la linterna temblando en su mano enguantada. Todas las leyendas que había escuchado sobre este lugar —desde susurros de tratamientos despiadados hasta rumores de almas atrapadas para siempre— retumbaban en su mente. Inspiró el aire frío y estancado, cargado de humedad y de algo más profundo, más antiguo. El viento nocturno gemía afuera, sacudiendo barrotes oxidados y cristales sueltos, como si el edificio mismo gimiera de dolor. Los recuerdos de la advertencia de su mentor sonaban como una grabación rayada: hay puertas que no deben abrirse, voces que no deben atraer al mundo de los vivos. Knox tragó saliva y contuvo el aliento. Al adentrarse en estos pasillos malditos, había cruzado una línea, una que quizá exigiera un sacrificio más oscuro de lo que podía imaginar. Sin embargo, avanzó, impulsado por la promesa de la verdad, la necesidad urgente de validar su carrera y la silenciosa empatía hacia cualquiera que aún estuviera atrapado en este laberinto de horrores. Aquí, bajo capas de pintura descascarada y décadas de desesperación, los ecos atormentados pondrían a prueba tanto su valor como el núcleo mismo de su alma.
Descenso a la Oscuridad
Las botas de Knox crujían sobre fragmentos de vidrio mientras se internaba en el corredor principal. El haz de su linterna trazaba un estrecho camino a través de la penumbra asfixiante, iluminando paredes manchadas de óxido y puertas atrapadas a medio abrir. Cada habitación a lo largo del pasillo parecía sacrificada al tiempo y al abandono: espacios que antaño albergaran pacientes clamando misericordia o suplicando libertad, ahora dejados a pudrirse. En una celda, una camilla metálica abollada yacía torcida, las mantas raídas derramándose al suelo. En otra, frascos rotos y expedientes médicos amarillentos se amontonaban como siniestros vestigios de experimentos clandestinos. El aire vibraba con susurros: voces a medias que se colaban en los bordes de la conciencia. Knox se detuvo para grabar audio; su grabadora captó pasos suaves y un soplo al fondo de una escalera carbonizada.

Entonces advirtió las huellas de manos manchadas en un ventanal esmerilado, tenues pero innegablemente humanas. Su pulso se aceleró. Elevó el haz de luz: cinco huellas delgadas, goteando polvo, como si alguien —o algo— lo hubiera observado entrar y decidido no huir. Una ráfaga repentina sacudió la puerta cercana, enviando un estremecimiento por todo el ala. Knox tragó saliva, la mente desbocada. Gritó, con la voz resonando extrañamente: "He venido a ayudar. Muéstrate." Un silencio prolongado respondió. Incluso las sombras parecían retroceder, aguardando con cautela su próximo paso.
Continuó avanzando hacia la oficina de registros, la linterna parpadeando como si se negara a iluminar aquel lugar profano. El agua se filtraba por las baldosas agrietadas del techo, formando gotas airadas que retumbaban como disparos lejanos. Un aviso medio quemado, clavado en una caja de luz de rayos X, rezaba "Code Green – Nivel de Sujeción Cuatro", un relicario escalofriante de la era más oscura del asilo. La mano de Knox vaciló sobre la manilla de la puerta. Más allá reposaba la verdad —y tal vez algo monstruoso. Se preparó, con el corazón desbocado, porque una vez que entras en el corazón de tinieblas de Blackwater, no hay vuelta atrás.
Un alarido repentino rasgó el silencio, un grito torturado salpicado de agonía y furia. Knox casi dejó caer la linterna. Se giró y vio una sombra deslizarse tras la esquina —sin forma sólida, solo un aura de desesperación que temblaba como un ser vivo. Escarcha cubrió su aliento mientras alzaba la grabadora para captar cada detalle. El sonido se interrumpió de golpe, sustituido por un silencio opresivo. El momento se estiró hasta lo imposible. Habló al aire helado: "Enséñame tu rostro. No te haré daño." Silencio.
Reuniendo coraje, Knox pasó el punto donde el espíritu había desaparecido, entrando en una vasta cámara central donde nunca había llegado la luz del día. En el centro, una camilla colapsada y una bandeja quirúrgica oxidada manchada de un líquido oscuro que podría haber sido más que sangre derramada. Destellos de movimiento rozaban el borde del haz de luz: formas que flotaban como polillas atraídas por una llama moribunda. Con un último suspiro de firmeza, Knox susurró: "La elección del cazafantasmas comienza ahora."
Ecos del Pasado
En la oficina de registros, Knox descubrió siglos de dolor encerrados en libros de contabilidad rotos y expedientes frágiles. Se calzó guantes de látex y hojeó historiales de pacientes que se remontaban décadas atrás: nombres tachados con desesperación, diagnósticos rozando la crueldad y un diario sellado dentro de una carpeta de vidrio. La portada rezaba "Sujeto 47 – Pruebas de Sujeción Experimental". El polvo le picó las fosas nasales cuando lo abrió y comenzó a leer.

Página tras página reveló prácticas indescriptibles: pacientes atados en aislamiento, obligados a soportar privación sensorial durante días, para luego despertar con alucinaciones tan vívidas que suplicaban liberación. Cada anotación se volvía más frenética: súplicas escritas con letra ilegible, referencias a "voces bajo las paredes" y notas finales que terminaban en fragmentos de gritos de desesperación. La sangre de Knox se heló; esos registros parecían latir con un dolor persistente. En los márgenes, alguien había dibujado siluetas rudimentarias: sombras que se extendían, brazos infinitos arañando los bordes.
Un leve movimiento en la ventana llamó su atención. Se giró y vio formas flotando en el pasillo más allá: varias figuras pálidas, apenas susurros de tela y hueso, deslizándose sin emitir sonido. Sus ojos huecos lo observaban con igual partes de curiosidad y furia. Knox tragó saliva mientras retrocedía hasta chocar con una torre de archivadores. Aquellas presencias se acercaban, una masa opresiva de tristeza que oprimía su pecho. Apuntó la linterna hacia ellas. La luz dibujó contornos nítidos, resaltando los ángulos retorcidos de sus cuerpos. Sin embargo —como espectros— se deslizaron más profundo en la penumbra.
Tomó fotografías, desesperado por obtener pruebas. Una figura permaneció más tiempo, su rostro era una máscara de dolor retorcido, y una voz infantil resonó en su auricular: "Ayúdanos… no dejes que regresen…" Luego la figura desapareció en un remolino de polvo y risas lejanas. Un peso se instaló bajo las costillas de Knox. Esos espíritus necesitaban algo más que documentación: necesitaban liberación. Pero ¿a qué precio podría desbloquear sus almas torturadas?
Knox guardó el diario y los archivos en su mochila, con la mente acelerada. El ala más oscura del asilo se encontraba justo al otro lado de una puerta de acero estampada con el emblema de The Orderly: "Sala 13". Al acercarse, el metal chirrió en sus bisagras. Sus botas titubearon. Miró hacia el pasillo donde los espíritus habían desaparecido y susurró un juramento: "Los liberaré… si puedo sobrevivir a la elección."
Elección al Límite
La puerta de acero que daba a la Sala 13 resistió al principio y luego cedió con un alarido que estremeció los muros. La linterna de Knox reveló una cámara en forma de cruz, salpicada de sillas de ruedas destrozadas y grilletes rotos colgando del techo. La luz de la luna, filtrada por una única ventana con barrotes, bañaba el centro de la estancia con un resplandor helado. Allí, sobre una mesa astillada, reposaba una polvorienta caja de madera con runas desvanecidas: un vestigio de los experimentos ocultistas del asilo que, se rumoreaba, encadenaban espíritus inquietos.

Un zumbido profundo resonó bajo sus pies. Knox se agachó junto a la caja y levantó la tapa. En su interior encontró un sextante de latón grabado con nombres de muertos, mechas sumergidas en aceite y un espejo de obsidiana agrietado. Según el diario, aquellos eran los componentes del último ritual del Asilo, diseñado para aprisionar las almas para siempre. Los colocó con cuidado sobre la mesa.
Mientras recitaba en voz alta la invocación del ritual, extraída de una página ajada —palabras que se enroscaban en la lengua como hielo—, un viento se levantó en la sala. Volutas de sombra se unieron para formar decenas de rostros, con la ira y el alivio danzando en sus facciones espectrales. El suelo tembló y gritos distantes retumbaron a lo largo del edificio. El pulso de Knox latía a todo volumen cuando comprendió que el ritual ofrecía dos desenlaces: atrapar cada espíritu para la eternidad a costa de un sacrificio vivo, o desechar los objetos para liberar a las almas y permitir que el asilo colapsara bajo su ira.
Las lágrimas le nublaron la vista mientras aquellos rostros se alzaban hacia él —unos suplicantes, otros acusadores. Sopesó el sextante y el espejo, tembloroso. Cada fibra de su ser le urgía a huir, a correr y dar todo por terminado. Pero el recuerdo de esos nombres garabateados con agonía se negó a dejarlo marchar. Una huella dactilar, perfectamente dibujada junto al nombre de un paciente, coincidía con la víctima no identificada que había jurado liberar.
Con manos temblorosas, Knox pronunció las palabras finales. Arrojó el espejo contra la pared y aplastó el sextante de latón con su bota. Una liberación de energía atronadora atravesó la sala mientras las cadenas se partían y los muros suspiraban en alivio. Los gritos fantasmales crecieron hasta convertirse en un rugido que le quemó el pecho, para luego desvanecerse en un susurro de gratitud. Un impulso urgente lo instó a huir mientras la habitación comenzaba a derrumbarse. Se lanzó hacia la puerta, con fragmentos de yeso y madera lloviendo tras él.
Afuera, el asilo tembló, emitiendo un último gemido de liberación que resonó en sus cimientos. Knox emergió tambaleándose en la noche, ensangrentado pero vivo, aferrando el diario que había otorgado la libertad a esas almas. Al mirar atrás, la silueta destrozada del edificio permanecía en silencio, vacía de dolor. Bajo la primera luz pálida del amanecer, Knox Mercer se convirtió en algo más que un cazafantasmas: se volvió el guardián del último aliento de Blackwater.
Conclusión
Knox Mercer salió del Asilo Blackwater justo cuando el amanecer comenzaba a teñir el cielo de un dorado pálido. Cada instinto le instaba a huir, a dejar los horrores atrás en esas ruinas que se derrumbaban; sin embargo, a pesar de los moretones en sus brazos y el polvo en sus pulmones, sintió una calma intensa e inesperada. Esas almas perdidas, antaño tan desesperadas, descansaban ahora en paz, sus cadenas rotas por una sola elección. En su mochila, el diario maltrecho y las páginas arrancadas del ritual eran todo lo que quedaba de la noche en que miró al corazón de la oscuridad. Se detuvo al borde del camino, la mano posada sobre las páginas arrugadas, agradeciendo en silencio a cada espíritu por su última liberación. A lo lejos, las gaviotas clamaban: un sonido cotidiano que ahora se sentía como un regalo. Había llegado en busca de pruebas de fenómenos espectrales, pero en cambio encontró algo mucho más profundo: el precio de la misericordia y el poder duradero de la compasión. Mientras los primeros rayos de la mañana acariciaban su rostro, Knox se alejó de la fachada en ruinas del Asilo Blackwater y juró llevar siempre consigo esas voces, recordatorio de que todo pasado atormentado merece una elección —y la redención, si se tiene el valor de reclamarla.