Introduction
Me encontré con Erich Zann por primera vez en una lúgubre tarde de otoño, casi al final de la Gran Guerra. Las avenidas iluminadas a gas del Barrio Latino reposaban bajo una neblina húmeda, y seguí un laberíntico recorrido de callejones torcidos hasta que una angosta reja de hierro me descubrió una vetusta mansión de cuatro pisos al borde de una plaza abandonada. Un desvencijado letrero de madera anunciaba “Galerie d’Harmonie”. Sobre un ventanuco astillado en la segunda planta ardía una única vela. A través del cristal enrarecido vislumbré una figura demacrada, los hombros encorvados sobre la silueta de un violín, iluminada por destellos de lámparas que jugueteaban en sus facciones pálidas. Atraído por el lamento de su interpretación, aparté la puerta podrida y subí una escalera de caracol que gemía bajo mi peso. Al llegar arriba, el pasillo desembocaba en una sala abovedada forrada con un mosaico de viñetas fantasmales que mostraban músicos en poses crípticas. Allí, sentado en un sillón de respaldo alto tallado con enredaderas retorcidas, estaba Zann. Con sus delicados dedos arrancaba una melodía de intervalos imposibles; cada nota, como una afilada astilla, doblaba el aire y estremecía mis huesos. A medida que la música ensanchaba su cauce, sentí cómo los límites de la realidad ondulaban, y percibí tras sus cuerdas otro reino: un lugar de sombras y resplandor estelar, mecido por un lamento cósmico más antiguo que el tiempo mismo. Aquella noche, juré descubrir cómo un instrumento mortal era capaz de invocar la música del abismo.
Notes of Dread
Párrafo 1:
En los días siguientes, me sumergí en los enigmáticos manuscritos de Zann: hojas altas y estrechas llenas de notas que desafiaban la teoría musical. Cada pentagrama se retorcía hacia arriba como enredaderas nudosas, y los símbolos titilaban al borde de las marcas de staccato. Con los dedos temblorosos recorría la tinta, preguntándome cómo un hombre podía memorizar tales formas, y mucho menos ejecutarlas en un instrumento de madera. Su caligrafía parecía viva: algunas notas danzaban fuera del pentagrama; otras se desbordaban en extraños jeroglíficos que mi mente rechazaba, pero no podía ignorar.
Párrafo 2:
Noche tras noche regresaba al desván. Las paredes del estrecho pasillo gemían con el viento, pero únicamente la canción de Zann me retenía en ese lugar. Lo que al principio sonaba a lúgubre lamento se transformó en cadencias retorcidas que asediaban mi razón. Cada arco evocaba ecos remotos de cámaras ciclópeas y arquitecturas ajenas: paisajes sonoros que trazaban geometrías imposibles en mi cráneo. Sentía el aire vibrar de tensión; las delgadas losas del techo resonaban en silencio sobre nosotros.
Párrafo 3:
Entre movimientos, Zann susurraba en voz baja: “La música sella la barrera. Sin ella, vendrán”. Sus ojos brillaban con una convicción febril. Insistí para que me explicara, pero él solo golpeó un metrónomo polvoriento y continuó tocando. Su voz se arrastraba tras el arco, como tirada a través de una abertura invisible. Reconocí en su tono una súplica desesperada: al mismo tiempo promesa y advertencia.
Párrafo 4:
Una de esas noches azotadas por la tormenta, el trueno sacudió los vidrios emplomados y proyectó charcos de agua sobre el suelo. La composición de Zann cambió de repente a un furioso allegro; el violín chillaba con armónicos que excedían los límites de la escucha humana. Las sombras se retorcían por las paredes, alargándose en bocas cavernosas que exhalaban un frío miedo. Me tapé los oídos, pero la música se incrustó en mi pecho, estremeció mi corazón y me trajo imágenes de ruinas ciclópeas iluminadas por lunas imposibles.
Párrafo 5:
Cuando el acorde final se desvaneció, solo quedó un silencio opresivo. Me arrodillé en medio de páginas sueltas y crines de arco partidas. Mi pulso retumbaba en la garganta. Zann me miraba con la vista perdida: había ofrecido su último concierto en nombre de la contención. En ese silencio, percibí más que escuché un retumbo distante—un paso invisible en un pasillo secreto de la realidad. Comprendí que su violín hacía más que entretener; era a la vez cerrojo y señal, manteniendo a raya una antigua fuerza que devoraba el mundo. “Recuerda”, jadeó, “nunca detengas la canción”.
Shadows Beyond Sound
Párrafo 1:
A medida que el otoño avanzaba, me di cuenta de que las noches sin la música de Zann me dejaban vacío y perseguido. Soñaba con violines chillando a través de túneles de piedra de obsidiana. Cada mañana despertaba con un doloroso vacío, como si alguna faceta esencial del mundo se hubiera deslizado por una grieta invisible. El farol astillado de fuera titilaba sobre los charcos de lluvia, pero ni la luz ni la realidad se sentían verdaderas hasta que volvía a colocarme tras ese arco deformado.
Párrafo 2:
Desesperado por ayudar a Zann, estudié tratados ocultistas y textos alquímicos en las bibliotecas ribereñas del Sena, buscando pistas sobre su ritual. Los manuscritos hablaban de “sellos sónicos” y “protecciones resonantes” usados para atar espíritus ancestrales. Aprendí que ciertos intervalos—cuartas aumentadas y quintas disminuidas—podían rasgar el velo entre planos. Las composiciones de Zann no eran música común, sino intrincados conjuros.
Párrafo 3:
Una tarde al caer el crepúsculo, lo enfrenté a media luz en su estudio. Estanterías abrumadas por tomos de saber prohibido se inclinaban, y frascos de vidrio contenían tintas secas que parpadeaban como ojos. Con las manos manchadas de pigmento rojizo, Zann no protestó cuando pregunté por su fuente. En lugar de eso, depositó dos frágiles fragmentos de madera en mi palma: cuellos de violín hechos añicos grabados con runas. “Cada uno fue un sacrificio”, murmuró. “Y de cada cuello desgarrado nació esta protección”.
Párrafo 4:
En ese instante, las tablas del suelo temblaron y un zumbido bajo ascendió por las paredes. Contuve el aliento mientras masas invisibles presionaban el umbral. Vi a la figura enjuta de Zann sumirse en un trance, el arco suspendido sobre las crines tensas. Tocaba con una fusión de terror y devoción, sin cerrar los ojos. Las notas se unieron en una barrera viviente: una cúpula de sonido resplandeciente que chisporroteaba contra la penumbra que se agolpaba. Puse mis manos sobre la runa grabada en el cuello astillado, canalizando sus vibraciones a través del artefacto. Un calor fulguró por mis palmas, y las paredes parecieron expandirse, abriendo una puerta secreta de silencio.
Párrafo 5:
Cuando el último eco murió, el agotamiento me invadió. Caí al suelo mientras el trueno retumbaba en lo alto. Zann permanecía inmóvil, como despojado de carne y espíritu. Por un instante, creí que había entregado su propia alma para sostener el sello. Entonces, como una vela a punto de apagarse, se desplomó, el violín deslizándose de sus dedos flácidos. Una suave sonrisa de satisfacción curvó sus labios.
Párrafo 6:
Nos quedamos en aquel silencio hasta el amanecer, dos guardianes unidos por la melodía y el sacrificio. Comprendí que hay músicas que no deben cesar jamás, no por arte o belleza, sino por el sencillo acto de mantener a la oscuridad a raya. Afuera, el mundo continuaba en el olvido, ajeno al peligro que podría estallar en cuanto el arco de Zann callara para siempre.
The Final Crescendo
Párrafo 1:
Con la llegada del invierno, la barrera se resintió ante la presión implacable. Las tormentas azotaban la ciudad y los vientos rugían como bestias bajo el tejado a dos aguas. Mis noches se convirtieron en vigilia: me sentaba junto a la frágil figura de Zann, observando sus dedos sobre las cuerdas tensas como si se deslizasen por una cerradura hacia el abismo. Cada nota se volvía más febril, más desesperada, como si luchara por mantener el universo en pie.
Párrafo 2:
Una noche fatídica, el desván se estremeció violentamente. La escarcha reptaba por los cristales en filigranas que ondulaban y palpitaban. Un sonido semejante a tambores distantes retumbaba abajo, y percibí un terrible despertar bajo las piedras de París. Las paredes parecían a punto de agrietarse, liberando una oscuridad fría como el espacio más profundo.
Párrafo 3:
Zann no vaciló. Con un grito mitad lamento, mitad triunfo, deslizó el arco sobre las cuerdas hasta que se fundieron en un estallido de luz plateada. La melodía rasgó la penumbra del techo, fracturando el aullido de la tormenta en fragmentos de armonía. Mi visión se difuminó mientras acordes primordiales pulsaban en mis huesos; el aire se encendía con colores invisibles. Por un momento sublime, vislumbré un reino de crepúsculo eterno, torres encendidas por la luz de estrellas, y siluetas de seres cuyas formas superaban el esplendor de galaxias.
Párrafo 4:
Entonces las cuerdas cedieron. Un silencio más ensordecedor que cualquier estruendo engulló la estancia. Zann se desplomó hacia adelante, violín y arco cayendo al suelo con estrépito. Su último aliento exhaló como una nota única que flotó en el aire cual estrella recién nacida. Recogí el instrumento con manos temblorosas, rozando las runas grabadas en la madera.
Párrafo 5:
Al terminar, el mundo más allá del desván parecía transformado: más vacío, pero protegido. La tormenta había pasado y los primeros tintes del alba coloreaban el horizonte. Bajé las escaleras solo, con el violín al hombro, para continuar la canción interminable. Porque Zann había entregado su vida para que la melodía se erigiera de centinela. Y ahora era mi turno de sostener la música frente al vacío.
Conclusion
Al regresar al mundo de los vivos, con el violín a la espalda y el corazón cargado con el legado de Zann, comprendí que algunas melodías llevan el peso de la eternidad. Cada amanecer afino las cuerdas con su última composición, y cada atardecer empuño el arco con precisión. Porque en cada nota resuena un juramento: mantener sellada la barrera, ahuyentar el silencio acechante y honrar al hombre que creyó que la música podía desafiar al olvido. En el silencio entre acordes, todavía escucho su susurro: “Nunca detengas la canción.” Y así continúo, atado por la armonía y el miedo, último custodio de la inquietante música de Erich Zann.