La pata de mono: deseos malditos sin control

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The ominous paw rests among scattered leaves and shadows.

Acerca de la historia: La pata de mono: deseos malditos sin control es un Historias de Fantasía de united-kingdom ambientado en el Historias Contemporáneas. Este relato Historias Descriptivas explora temas de Historias de Bien contra Mal y es adecuado para Historias para adultos. Ofrece Historias Entretenidas perspectivas. Una historia inquietante de deseo, perdición y el aterrador precio de jugar con el destino.

Introducción

En una lluviosa noche de otoño en el tranquilo pueblo de Bewsgate, en Yorkshire, la familia White se reunió junto a su vetusto hogar de roble. El viento aullaba por las estrechas calles empedradas, sacudiendo las contraventanas y esparciendo hojas empapadas contra los cristales. John White, sargento retirado del Ejército Británico, se sentaba frente a su esposa, Elizabeth, cuyos delicados rasgos de porcelana parecían casi fantasmas a la luz de la chimenea. Entre ellos descansaba su único hijo, Herbert, un muchacho fornido de veinte años cuyo alegre bullicio solía llenar la humilde cabaña, pero que últimamente se había apagado bajo la sombra de las estrecheces económicas.

Esa noche llegó un visitante. Un anciano encorvado, estrujado por el tiempo, golpeó con insistencia la puerta. En su mano nudosa sostenía una pequeña pata momificada, una reliquia que afirmaba tenía el poder de conceder tres deseos. Los White, alternativamente incrédulos e intrigados, lo invitaron a pasar. El hombre habló con voz temblorosa de su origen: un talismán arrancado de una tierra lejana y tejido con magia oscura. Cada deseo, advertía, tendría un costo terrible e impredecible. Pero la desesperación se casó con la ambición en el corazón de John. La oportunidad de cambiar su destino y aliviar sus cargas resultó demasiado potente como para resistirla.

Cuando el extraño depositó la pata desecada en la palma de John, las llamas chisporrotearon con un matiz siniestro. La cabaña quedó en un silencio pesado, como si la propia casa contuviera la respiración. Apenas hubo partido el anciano, John se encontró solo con aquellos dedos marchitos. Su superficie moteada se sentía inquietantemente caliente, como si latiera con vida malévola. Elizabeth lo observaba con los ojos abiertos de terror y fascinación. Herbert alargó la mano, atraído por una fuerza invisible, hasta que su madre retiró suavemente la suya. “Ten cuidado,” susurró ella, pero John solo apretó con más fuerza la reliquia, ya dándole vueltas en la mente a posibles deseos. ¿Por cuál empezarían?

Primer Deseo: Oro de Tontos

A la mañana siguiente a la partida del extraño, John despertó al suave golpeteo de la lluvia. Se incorporó con rigidez, la mente fija en el talismán que llevaba bajo el abrigo. En la cocina, Elizabeth preparaba té, con las manos temblorosas. Herbert permanecía encorvado sobre la mesa, con los ojos rojos tras la tensa noche. Cuando John colocó la pata sobre la encimera, la familia se inclinó, en un susurro.

Un pasillo de un molino abandonado empapado por la lluvia, con sombras inquietantes
Donde la tragedia golpeó: el pasillo del molino tras el accidente de Herbert.

“Muy bien,” dijo John, tragando saliva. “Hemos luchado suficiente este invierno. Deseo doscientas libras.”

Herbert rozó con los dedos la superficie correosa del talismán al pronunciar John las palabras. En ese instante, el fuego crepitó con intensidad y la tetera se volcó, dejando escapar vapor humeante. La habitación quedó opresivamente en silencio, como si incluso el tiempo contuviera la respiración.

Una hora más tarde, llegó un mensajero del molino local con la noticia de que Herbert había resultado fatalmente herido en un trágico accidente con una máquina. La indemnización prometida —un seguro de aprendizaje— ascendía exactamente a doscientas libras. Los alaridos de dolor de Elizabeth resonaron en toda la cabaña cuando John comprendió el horror de aquel trato. Habían recibido el dinero, sí, pero a costa de la vida de su hijo.

Durante días, los White vagaron sumidos en una neblina de pena y culpabilidad. El duelo carcomía sus almas y la cabaña parecía más vacía que nunca. El único sonido era el del viento colándose por la oscura chimenea. La pata momificada yacía sobre la mesa, con sus dedos retorcidos como burlándose de ellos.

Elizabeth se negó a permitir que John volviera a tocarla. “Ya hemos aprendido la lección,” dijo con la voz ronca. “No importa la maldición, no podemos desear que esta pesadilla deje de existir.” Pero John, consumido por el remordimiento, solo veía un camino de regreso a la cordura. Se coló en la habitación vacía de Herbert en plena noche, con la pata apretada entre los puños, mientras las lágrimas de su esposa retumbaban en sus oídos. El precio había sido insoportable, pero ¿podría un segundo deseo deshacer el primero?

Segundo Deseo: Reescribiendo el Destino

Bajo un manto de dolor, John se acercó a la chimenea que antes brindaba calor en su hogar. Elizabeth, atraída por los sollozos ahogados, lo vio arrodillarse ante el talismán. Su voz tembló al susurrar las palabras: “Deseo que mi hijo viva de nuevo.”

Un joven de ojos hundidos de pie en una sala de estar tenue, envuelto en sombras.
El regreso antinatural de Herbert: un cadáver ambulante que vaga por la cabaña de Hazleton.

Al principio, no ocurrió nada. Las brasas resplandecieron débilmente y un trueno lejano sacudió los cristales de las ventanas. Elizabeth corrió hacia él, el corazón desbocado. Y entonces, un golpeteo suave, lento y deliberado resonó en la puerta principal. Cruzaron miradas desconcertadas antes de que John se dirigiera a abrir.

Allí, en el umbral, estaba Herbert. Pálido e inmóvil, con los ojos vacíos como el cristal. Vestía el mismo uniforme manchado de hollín del molino. Sus labios se entreabrieron en una súplica muda mientras extendía la mano. Elizabeth gritó y se lanzó a sus brazos, solo para sentir el peso inerte de su cuerpo amenazando su equilibrio. El pánico recorrió sus venas. “¡Herbert!” exclamó, pero su mirada no cambió.

Lo llevaron al interior y lo recostaron junto a la chimenea. Elizabeth rompió una sábana para improvisar una venda y la presionó contra su frente para detener un sangrado fantasmal. Sus heridas —o, más bien, lo que parecían heridas— rezumaban un líquido negro. El hedor a descomposición inundó la estancia. John se apartó de un salto, presa del terror. Eso no era un segundo comienzo; era una grotesca parodia de la vida.

Durante los días siguientes, Herbert deambuló por la cabaña como un alma perdida. Solo murmuraba susurros que hacían vibrar las ventanas y resonar los huesos. Las sombras parecían aferrarse a su figura. Los vecinos, atraídos por los rumores de su regreso, huyeron despavoridos al contemplar aquel espectro antinatural. Los White, prisioneros de su propio hogar, reforzaron puertas y ventanas. Su antaño acogedora chimenea proyectaba formas monstruosas en las paredes.

Elizabeth suplicó a John que usara el último deseo para detener aquella abominación. Pero John, desgarrado entre el amor y la culpa, vaciló. Cada hora que pasaba intensificaba su tormento: el rostro de su hijo, pálido y vacío, y la certeza de que solo un deseo quedaba para poner fin a todo... o desatar un horror aún mayor.

Deseo Final: Pagar el Precio Último

La noche se tornó mortalmente silenciosa mientras los White afrontaban su elección intolerable. Su hogar —que un día había rebosado risas y calor— se había convertido en un mausoleo de duelo y desolación. Elizabeth se encontraba junto a su hijo no-muerto, meciéndolo como a un bebé. Las lágrimas brillaban en sus ojos. Los nudillos de John palidecían alrededor de la pata. Las brasas de la chimenea chisporroteaban, bañando el talismán con un resplandor profano.

El amanecer ilumina las ruinas de una antigua cabaña de piedra, con humo elevándose en el aire.
El amanecer revela los restos destrozados de la casa de la familia White.

“Esto ha ido demasiado lejos,” susurró Elizabeth. “Debemos ponerle fin.” La voz de John se atragantó. La maldición ya había cobrado demasiado. Con resolución temblorosa, alzó la reliquia. “Deseo que Herbert descanse en paz y que esta terrible pesadilla nunca haya sucedido.”

En ese instante, la cabaña se estremeció. Un viento gélido rugió por los pasillos, apagando las velas y sacudiendo los cristales. El suelo tembló bajo sus pies. Elizabeth se aferró a John; Herbert, sentado junto al hogar, alzó la mirada con el más leve atisbo de reconocimiento. Abrió la boca para hablar y luego quedó inmóvil.

Un crujido ensordecedor rasgó el aire. Paredes y vigas se hundieron una tras otra y los tablones del piso se resquebrajaron como huesos al romperse. John cayó de rodillas, abrazando a Elizabeth mientras el mundo se disolvía a su alrededor. Cuando el polvo se asentó, la cabaña yacía en ruinas. En el centro, la pata del mono yacía chamuscada y sin vida, sus dedos reducidos a cenizas.

Allí afuera, el amanecer se filtraba sobre las grises colinas de Yorkshire. Los White emergieron, maltrechos y con los ojos vacíos. No quedaba rastro del poder del talismán. No había señal de su hijo. Pero cuando Elizabeth rodeó a John con los brazos, él sintió que ella lloraba de alivio: Herbert nunca volvería en aquella forma horrenda. Se alejaron de las ruinas, marcados para siempre por el conocimiento de lo que un hombre puede desatar al jugar con el destino.

Aunque la pata quedó destruida, su legado pervivió como una advertencia susurrada en el pueblo: cuidado con aquello que deseas, pues el destino no se doblega sin exigir su precio.

Conclusión

La saga maldita de la pata del mono terminó en cenizas, sin embargo su oscura lección resuena más allá de la tragedia de los White. Su historia, susurrada por los vientos invernales de Bewsgate, sigue siendo un recordatorio duro de que hay poderes que jamás deberían estar al alcance de manos mortales. Los deseos nacidos de la desesperación pueden convertirse en pesadillas, y la tentación de la fortuna rápida oculta un precio monstruoso. En el desolado epílogo, John y Elizabeth se alejaron —vivos, pero para siempre atormentados por los ecos de un hijo amado y una maldición desatada. Sus corazones cargaban el peso de elecciones irrevocables, y el mundo parecía más frío con la certeza de que, al tentar al destino, se paga en sufrimiento donde ninguna cantidad de oro puede redimir.

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