Introducción
A lo largo de la escarpada costa de Frisia, donde los vientos fieros azotan el aire cargado de sal y las mareas inquietas esculpen la orilla, la ciudad de Stavoren prosperó gracias a la fuerza de su bullicioso puerto. En aquellos días, esbeltas naves procedentes de tierras lejanas llegaban a diario, cargadas de especias tan doradas como la luz del sol, sedas teñidas en vibrantes matices y tesoros exóticos codiciados por las cortes nobles. Era en este reino de abundancia donde reinaba la Dama de Stavoren, envuelta en terciopelo y brocado, con las arcas rebosantes de riquezas. Su palacio se erguía sobre un promontorio con vistas al muelle, sus torres resplandecían al alba, y desde allí observaba su dominio con una mirada tan fría y serena como el propio mar del Norte. El pueblo respetaba su generosidad cuando el comercio florecía, pero temblaba de recelo cada vez que ella daba la espalda a las súplicas de los pobres. Rumores recorrían callejuelas estrechas y tabernas humeantes: que su corazón estaba herméticamente cerrado a la caridad, que su única devoción era el oro. Y aunque muchos intentaron ablandar su resolución, hallaron su espíritu inquebrantable. Fue en una tarde pintada de nubes bajas, mientras las gaviotas graznaban sobre sus cabezas y las banderas mercantes ondeaban con brío, cuando el orgullo de la Dama inició una cadena de sucesos de la que ni ella ni su ciudad podrían escapar jamás.
El favor de la fortuna y la semilla del orgullo

Sin embargo, con cada obsequio su corazón se volvía tan duro como el hierro enfriado en el mar. Solo atendía los elogios y premiaba únicamente a quienes ensalzaban su brillantez. A los mendigos que llamaban a sus portones se les expulsaba con palabras ásperas; a los soldados heridos no hallaban consuelo en sus salones. Aquella a quien antes elogiaban por su benevolencia ahora lucía el orgullo como corona más deslumbrante que cualquier diadema. Las asambleas del pueblo callaban cuando ella hablaba, pues su palabra tenía el peso de la ley. Las tasas portuarias se elevaban para engrosar sus arcas, pero la Dama insistía en que nunca era suficiente. Los rumores de su crueldad trascendían los muros de la ciudad: los pescadores contaban de familias abocadas al hambre y de madres suplicando en su puerta con cestas vacías. Aun así, nadie osaba denunciarla en voz alta, pues sus guardias estaban siempre vigilantes y sus edictos caían con rapidez.
En el centro de su gran salón, una mesa de mármol se cubría de bandejas repletas de manjares; las cámaras rebosaban de alfombras importadas de Bagdad y tapices tejidos en las cortes de Bizancio. Las puertas de los armarios lucían nácar incrustado, y cálices de cristal fino brillaban en hileras sobre bandejas de plata. En la bóveda más profunda de su sótano, cofres estallaban de monedas: gros de Holanda, florines florentinos y ducados venecianos, cada uno estampado con el retrato de un lejano gobernante. Su riqueza rebosaba en cada rincón de Stavoren, pero ella no medía nada por necesidad ni por bondad. En cambio, calculaba su valía por el peso infinito de su tesoro, su ambición alzándose como las mareas que alimentaban su puerto.
Tarde una noche, cuando los faroles ardían con lámparas bajas en los pasillos abovedados, un humilde marinero se arrodilló ante ella. Traía noticias de la hija de un vecino enfermo, cuya casa había sido engullida por el avance del mar. La voz del marinero temblaba de esperanza, pero los ojos de la Dama solo mostraron impaciencia. Sin pronunciar palabra, lo despidió y cerró las puertas de hierro. El marinero se levantó, abatido, y se alejó en la noche gélida bajo un cielo cargado de nubes. Detrás de él, la Dama regresó a su soledad, inmune al dolor y ajena al sufrimiento que había rechazado. Fue entonces, rodeada por sus riquezas y escuchando solo el susurro de las olas lejanas, cuando su orgullo selló el destino de toda Stavoren.
El anillo de oro y el presagio de la perdición

Una tarde tormentosa, llegaron rumores de hambruna a las torres de la Dama. Las cosechas de las tierras bajas habían sucumbido al sol abrasador y los pescadores regresaban con redes vacías donde antes abundaban los arenques. El pueblo de Stavoren cayó en el hambre y la fiebre, mientras la Dama permanecía envuelta en sus capas de seda, con la tesorería desbordada de oro. Los líderes cívicos suplicaron a su puerta, pero ella los desdeñó con una sonrisa condescendiente y un seco asentimiento. «Que sea el mar quien provea», dijo, con voz resonando en los pasillos de mármol, «pues no puedo autorizar dádivas que disminuyan mi generosidad personal.»
El enfado estalló en el concejo cuando cada súplica fue rechazada. Los diputados la acusaron de insensibilidad; los sacerdotes advirtieron sobre la ira divina. Sin embargo, sus palabras se desvanecieron ante la férrea determinación de la Dama. En un gesto para sellar su desafío, alzó su zafiro y lo lanzó a las aguas bravas más allá del malecón. Un murmullo de asombro recorrió a los presentes mientras la gema se hundía bajo las espumas, dejando tras de sí solo ondas que se extendían hacia un horizonte sombrío. Por un instante el viento cesó, y en ese silencio pareció agazaparse una fuerza inconocida.
Al amanecer, la espuma marina avanzó sobre los muelles como en busca del tesoro robado. Las piedras del dique se desplazaron bajo un peso invisible y las compuertas del puerto gimieron al recibir aguas salobres que antes estaban secas. Los pescadores contemplaron horrorizados cómo sus barcos viraban a ángulos imposibles y sus líneas de pesca se enredaban en la marea creciente. La Dama huyó a la torre más alta, pero desde sus ventanales vio las piedras del puerto desmoronarse, los muelles hundirse bajo arenas y espuma. Se arrodilló, con la mano vacía, las lágrimas surcando su rostro mientras la tormenta clamaba su lamento. En ese instante comprendió, demasiado tarde, que su orgullo había desatado una maldición que ninguna riqueza mortal podría revertir.
El ocaso de la ciudad y la silenciosa reclamación del mar

La Dama se encontró despojada de guardias y sirvientes; su gran salón permanecía en silencio, con tapices manchados por la lluvia y suelos resbaladizos por la bruma salina. Vagó por pasillos vacíos que antes retumbaban con risas y el tintinear de las copas, atormentada por el eco de su antigua grandeza. En cada cámara sombría rozaba la plata empañada y el cristal cubierto de polvo, recordando las noches de jolgorio que hoy parecían sueños lejanos. Ya no quedaba nadie para ofrecerle adulación, ni voz alguna que implorara su clemencia, solo el implacable susurro del vacío.
Desesperada, la Dama descendió al muelle destrozado, donde cascos yacían medio sepultados en las dunas como si el mar los hubiera vomitado. Se arrodilló a la orilla y suplicó perdón a las aguas, ofreciendo sus últimas joyas en señal de súplica. Sus lamentos se perdieron en el estruendo de las olas rompiendo contra la piedra partida. Ni la mano de una sirena emergió para devolverle el zafiro, ni un rayo de luz divina penetró la niebla creciente. Solo la bruma marina y el horizonte infinito fueron testigos de sus plegarias.
Al caer la noche, la Dama se diluyó entre los peregrinos hambrientos que se dirigían hacia el interior. Vestía andrajos y apenas llevaba consigo el vacío bolsito de terciopelo donde antes guardaba sus monedas de oro. Los lugareños hablaban de una mujer desolada que deambulaba por las dunas, con la mirada hueca, cargada del peso de todo lo perdido. Y aunque pocos conocían su nombre, la leyenda de la ruina de Stavoren se propagó como pólvora por Frisia y más allá. Sus relatos advertían a las generaciones futuras que un corazón insensible a la compasión podía arrastrar a la perdición no solo a un alma, sino a toda una comunidad.
Conclusión
Mucho tiempo después de que la Dama de Stavoren se desvaneciera en las brumas del tiempo, su historia perduró como una canción de advertencia entonada por pescadores junto al fuego y recitada por estudiosos bajo la luz de las velas. Aquella que poseía tesoros inimaginables había cambiado la compasión por orgullo, negándose a aliviar siquiera la más mínima carga de su pueblo. En su última hora, la ambición la cegó ante la verdad más sencilla: que la verdadera riqueza no reside en bóvedas llenas de monedas relucientes, sino en los corazones conmovidos por la bondad. Cuando arrojó su anillo de zafiro al mar, creyó poder someter las mareas, pero en realidad desató una justicia ancestral, y las aguas reclamaron lo que la avaricia había arrebatado. Hoy, las arenas que sepultan las piedras de Stavoren se alzan como testimonio eterno del poder de la generosidad y del peligro de la codicia. Que su leyenda nos recuerde que ninguna fortuna vale más que un acto de misericordia, pues en ese gesto sencillo se halla el tesoro más preciado del alma colectiva.