La venganza del gato negro

8 min

Jonathan Whitaker encounters the mysterious feline intruder in his dim study.

Acerca de la historia: La venganza del gato negro es un Historias de ficción realista de united-states ambientado en el Cuentos del siglo XIX. Este relato Historias Descriptivas explora temas de y es adecuado para Historias para adultos. Ofrece Cuentos Morales perspectivas. Una historia escalofriante de culpa, locura y un felino vengativo.

Introducción

La noche estaba cargada de un silencio asfixiante cuando Jonathan Whitaker se sentó solo en su despacho, las brasas moribundas de la chimenea proyectando largas y temblorosas sombras en las paredes. Cada tictac del viejo reloj de bronce en la repisa golpeaba sus sienes como un tambor lejano y acusador. Casi podía escuchar los latidos de su propio corazón resonando en la habitación silenciosa. Sus ojos, enrojecidos por horas de tormento sin descanso, se fijaron en la oscura silueta encogida junto a sus pies: Plutón, el gato negro azabache que había sido su compañero desde la infancia. Hasta esa noche.

La mano de Jonathan tembló al inclinarse, recordando con horror el feroz golpe que había asestado momentos antes. El recuerdo le dolía más que el escozor todavía latente en los nudillos. ¿Por qué había arremetido contra la criatura que nunca dejaba de ofrecerle consuelo en las horas más sombrías de su desesperación? Le faltaba el aire. La culpa se instaló en su pecho como un peso imposible de levantar. Afuera, el viento gemía contra los cristales de las ventanas, arrastrando un presagio de temor que Jonathan no podía apartar. Un gato negro, plumas de oscuridad brillando a la luz de la luna, siempre había sido visto como un augurio de mala suerte, una superstición que él había despreciado. Ahora, después de lo que había hecho, esa misma superstición le parecía una misericordia comparada con la culpa que lo oprimía.

Se abrazó más fuerte, temblando. Cada rincón de la habitación albergaba el recuerdo de Plutón: las marcas de las garras en la silla de cuero, el leve rastro de pelo en el suave resplandor de la lámpara, el ronroneo apacible cada vez que el gato se frotaba contra sus piernas. Había destruido todo eso con un acto imprudente dominado por la ira. Un maullido suave y lastimoso quebró el silencio opresivo. Su corazón dio un brinco. Plutón ya no estaba a sus pies. Jonathan se incorporó, tambaleante, y escudriñó la estancia a oscuras. Una nueva ola de pánico le ahogó la garganta. El maullido sonó de nuevo, más cerca esta vez —y no pertenecía al gato que había herido, sino a otro felino desconocido que jamás había poseído. Uno que nunca había visto hasta ese momento, pero que reconocía de alguna manera a simple vista. La elegante criatura de ojos amarillos luminosos lo observaba desde el borde del escritorio, con una mirada tan fría como un juicio certero. La sangre de Jonathan se heló. Su mente se llenó de superstición y terror. Aquel no era un gato común. Dio un paso atrás y, al hacerlo, derribó su silla con un estruendo que retumbó por todo el cuarto. El felino emitió un henchido bajo e inquietante, como si repitiese en voz baja la acusación que atormentaba el alma de Jonathan. Este salió huyendo, engullido por la oscuridad, huyendo tanto del despacho como de una culpa que ninguna negación podría ahuyentar.

I. El descenso a la oscuridad

El hogar de Jonathan había sido antaño un santuario de orden y rutinas apacibles. Cada tictac del reloj de pie en el pasillo, cada libro colocado con esmero en la estantería, cada cálida luz del hogar era testimonio de su esmerada gestión. Plutón, incansable centinela de la casa, ocupaba su lugar en el regazo de Jonathan mientras él trabajaba hasta altas horas de la noche. Pero, a medida que los días se acortaban y las preocupaciones se multiplicaban, el pulso estable de la vida de Jonathan se resquebrajó en fragmentos afilados y chirriantes. Las sombras se acumulaban en los rincones, el siseo del viento al colarse por la chimenea sonaba a burla, y cualquier pequeño ruido —el crujido de un tablón, el chisporroteo de una vela— se percibía como una amenaza.

Una tarde, tras un áspero altercado con un impertinente socio de negocios, Jonathan regresó a casa de pésimo humor. Espantó a Plutón de un golpe de enojado, y observó horrorizado cómo los ojos del gato se abrían desmesuradamente, traspasados por el dolor. En el instante en que su puño contactó con el cuerpo del animal, un terrible cambio se apoderó del pecho de Jonathan. El odio estalló, y luego la remordimiento lo anegó como un oleaje dispuesto a hundirlo. Aquella noche, el sueño lo abandonó por completo. Recorría los pasillos con los ojos inyectados de sangre y la mente acelerada. Cada vez que cerraba los párpados, veía la mirada de Plutón: sorpresa, traición, una confianza rota para siempre. Y escuchaba un nuevo sonido: un maullido tenue que no era de ese gato.

En las horas más oscuras, se sintió observado. Algo se movía en su periferia, una sombra esbelta que evitaba la mirada directa. En una ocasión, reuniendo valor para encender su vela, halló dos ojos brillantes reflejándose en el pasamanos de la escalera. El corazón le latía con fuerza ensordecedora. Llamó con voz temblorosa, pero ningún gato respondió. Corrió escaleras arriba hasta la habitación de Plutón, que estaba vacía, salvo por una profunda zanja en el marco de la puerta, como si algo hubiese arañado para entrar o reclamar un trofeo. Más tarde juraría haber visto pelos negros atrapados en la madera astillada.

A la mañana siguiente, el personal de servicio encontró el despacho hecho un caos: silla volcada, vela rota, un rastro de pelo oscuro sobre la alfombra y una única huella de pata impresa en las brasas apagadas de la chimenea. Plutón había desaparecido sin dejar rastro. La culpa carcomía la cordura de Jonathan, y en su mente surgían susurros: ¿sería el espíritu de Plutón? ¿O algo más siniestro? Evitó el despacho durante días, dejando faroles encendidos en cada pasillo, pero el malestar solo aumentaba. Las sombras se movían con un propósito, corrientes frías rociaban su nuca. Uno a uno, objetos del hogar comenzaron a extraviarse para luego reaparecer en grotescos altares: el collar de Plutón colgando de un picaporte, su cascabel torcido; sus pantuflas favoritas dispuestas bajo la mesa del comedor en un círculo, eco de algún ritual infernal. Cada vez, la sensación de ser observado se hacía más intensa hasta que ya no pudo soportar el peso de su propio remordimiento.

Sus noches se convirtieron en pesadillas febriles: la fría mirada del gato, el arañazo de las garras sobre la piel, el maullido lastimero y acusador que no le daba tregua. Jonathan se consumía: sus mejillas se hundían, sus ojos se volvían vacíos. Comenzó a hablar consigo mismo, revisando convulsivamente cada habitación y cada rejilla de la chimenea. Mientras luchaba con las cadenas del remordimiento que él mismo había forjado, el felino vengativo —fuera lo que fuese— se acercaba sigilosamente, acechando cada uno de sus instintos. Aquello solo era el principio de un terror que llevaría a Jonathan al borde de la locura…

 Hombre iluminado por la vela, retrocediendo ante una presencia invisible
El estallido violento de Jonathan en Pluto y la huella persistente de pelaje en el estudio destrozado.

Conclusión

El acto final de desesperación de Jonathan ocurrió en una noche sin luna. La casa yacía en silencio, despoblada de sirvientes y cualquier señal de vida, salvo un tenue resplandor de vela en el rincón más alejado del despacho. Impulsado por la culpa y el persistente acecho de garras invisibles, Jonathan regresó a la sala donde todo había comenzado. El corazón le latía con fuerza mientras se acercaba al escritorio, despojado de papeles y adornos, salvo por el collar de Plutón, frío e intacto. Allí, en el hogar, ardía una brasa luminosa: una llama acusadora que parecía encenderse con su propia indignación moral.

El cuarto hervía de silencio —y de algo más—, un movimiento casi imperceptible sobre la repisa. La mirada de Jonathan siguió un rizo de sombra hasta que distinguió dos ojos amarillos brillantes asomando en la oscuridad. La sangre se le heló. El espectro felino reapareció, el pelo erizado y la cola lanzada en un látigo de furia silenciosa. Por un instante, Jonathan se sintió absorbido por aquella mirada luminosa, obligado a enfrentarse a la traición infligida a la criatura tan leal y amorosa. La culpa que había temido resultó insignificante comparada con el horror corrosivo de aquella retribución cósmica.

Permaneció inmóvil, la vela parpadeó y las brasas saltaron con chispas. Las ventanas se abrieron de golpe y el viento aulló a través del despacho. El gato saltó desde la repisa hasta detrás del escritorio, y Jonathan, llevado más allá de la razón, se lanzó al frente para silenciar aquella acusación de una vez por todas. Pero el peso de su propio miedo y remordimiento volvió su mano contra sí mismo: tropezó con la alfombra caída, cayó en el hogar y sintió cómo las brazas ardientes le quemaban la piel. Gritó, y en ese instante, el felino apareció ante él, ileso, sus ojos reflejando no odio ni triunfo, sino solo pesar.

Lo último que vio Jonathan antes de desmayarse fue la suave pata del gato alzando una brasa luminosa y posándola sobre su pecho. Cuando los sirvientes lo hallaron al amanecer, solo encontraron un montón de cenizas en el hogar y los restos carbonizados del despacho. Ni rastro de su cuerpo ni de Plutón, solo el collar, erguido en una silla rota, ennegrecido y chamuscado. A partir de ese día, se decía que la antigua mansión Whitaker estaba habitada por el susurro triste de un gato negro, recordatorio de que la crueldad nunca queda impune y de que algunos lazos, una vez rotos, exigen una deuda que jamás podrá saldarse por completo.

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