La ventana cerrada

14 min

The lone boarding on the window casts deep shadows across the cabin’s wooden floor

Acerca de la historia: La ventana cerrada es un de united-states ambientado en el Historias Contemporáneas. Este relato Historias Descriptivas explora temas de Historias de Bien contra Mal y es adecuado para Historias para adultos. Ofrece Historias Entretenidas perspectivas. Una historia de aislamiento, temor y una presencia invisible en una cabaña remota.

Introducción

Claire presionó la palma contra la vieja puerta de madera, cuya pintura se había despintado y agrietado tras décadas de tormentas, sol y nieve. En el interior, la cabaña estaba a media luz, el aire denso con el aroma terroso de la madera húmeda y las agujas de pino que la brisa había arrastrado. Había encontrado aquel lugar en Internet, un antiguo refugio de caza en el rincón más remoto del bosque del norte, lejos del zumbido del tráfico y de miradas críticas. La soledad la había llamado cuando la ciudad le pareció demasiado cercana, su aliento demasiado corto, los plazos y las expectativas asfixiantes. Aquí, esperaba, podría escribir con libertad, recuperar la claridad que había perdido meses atrás. Sin internet, sin señal de celular: solo su cuaderno, un bolígrafo y la naturaleza salvaje.

Al fondo de la estancia principal, una ventana había sido toscamente clausurada con tablones anchos de pino envejecido, ennegrecidos por el moho y los años. Aquellas tablas obstaculizaban la única visión del bosque exterior, como si algo allá fuera hubiera obligado a los anteriores habitantes a sellarse por dentro. A pesar de la penumbra, Claire se sintió atraída hacia allí; el silencio que rodeaba a esos tablones era más pesado que en cualquier rincón de la cabaña. Se estremeció al acercarse. Los clavos estaban oxidados y la madera crujía bajo sus dedos. ¿Por qué alguien tapiaría una ventana y luego abandonaría la cabaña? Se apartó y encendió una pequeña lámpara para ahuyentar las sombras que crecían. El viento arreció afuera, sacudiendo las contraventanas, y por un instante Claire juró escuchar un golpecito suave en la ventana tras los tablones. Se quedó inmóvil. El golpe llegó de nuevo: deliberado, lento, casi curioso.

El corazón le latía con fuerza, asaltada por la duda y el pánico. Aquel lugar debía estar desierto. Sin cuidador, sin transeúntes. Racionalizó que debía de ser un animal o un eco del viento. Sin embargo, el sonido se sentía personal, como si alguien intentara hablar desde el otro lado de la madera. Temblorosa, desempacó con cuidado su bolsa, sacó una manta, una pila de cuadernos y su portátil—inútil en aquel vacío digital, pero reconfortante al fin. Con cada crujido de las tablas y cada ráfaga contra la puerta, la tensión de Claire se enredaba más. Encendió una segunda lámpara y la colocó sobre la mesa frente a la ventana tapiada. Las sombras danzaban entre los tablones y, a la luz de aquella linterna, la oscuridad parecía viva.

La cena consistió en sopa de lata y galletas rancias, devoradas en silencio mientras el viento aullaba afuera. La lluvia golpeteaba el techo con ritmos desiguales. Claire se obligó a escribir: las palabras salían forzadas, cada frase era una batalla. La tormenta y el aislamiento se adueñaban de su narrativa. Intentó concentrarse en la historia de la cabaña: los registros aseguran que fue construida en los años veinte por una familia que desapareció un invierno, citando solo “sonidos extraños”. Esos rumores la habían atraído más que nada. Pero ya era demasiado tarde para retroceder. Cerró su cuaderno y se recostó en la silla, mirando la ventana tapiada como si su mirada pudiera desvelar el secreto. Tras un largo instante, parpadeó. Entonces lo escuchó otra vez: un golpeteo leve, deliberado, rítmico. Tap… tap… tap.

Un relámpago iluminó tras una grieta en la pared norte, seguido de un trueno que hizo temblar el suelo. En aquel destello, Claire creyó ver movimiento detrás de las tablas—algo delgado, alargado, desplazándose en la penumbra. Jadeó, el corazón se le congeló. Las tablas no se habían movido, pero en ese instante algo había pasado por el fragmento de cristal roto en la parte superior. ¿Un ramo? ¿La pata de un animal? La casa estaba completamente sellada, y aun así supo con certeza sobrenatural que la ventana tapiada ocultaba mucho más que madera podrida y clavos oxidados. Mientras la tormenta rugía encima y la noche se prensaba más, Claire comprendió que aquello que vivía afuera no se regía por la lógica. Estaban observando. Y querían entrar.

La Grieta en la Soledad

Claire pasó la mañana siguiente explorando la cabaña y sus alrededores inmediatos. Afuera, más allá de los escalones descompuestos y la maleza, el bosque se alzaba alto y silencioso. El musgo colgaba de los pinos, y una inquietante quietud se extendía bajo el dosel. Subió por un terraplén junto al porche trasero y descubrió un pequeño claro donde huellas humanas se habían imprimido en la tierra blanda. Eran recientes y demasiado profundas para ser simple escombro; alguien se había acercado a la cabaña hacía poco. El miedo se filtró en la mente de Claire, pero con él llegó también una determinación obstinada. Apuntó en su cuaderno: “Signos de visitante. Ninguna huella más allá del claro.” Cualquier atisbo de soledad que hubiera imaginado se desvaneció.

Huellas que conducen hacia una remota cabaña en el bosque, rodeada de altos pinos.
Huellas frescas se hunden en la tierra húmeda frente a la cabaña aislada.

Dentro, la ventana tapiada parecía un centinela silencioso. Claire retiró uno de los tablones para inspeccionar el cristal original, solo para hallar el vidrio hecho añicos, los fragmentos dispersos como dientes afilados. Se enfundó unos guantes y recogió las astillas en un paño. ¿Por qué sellar un cristal roto en lugar de reemplazarlo? Cada pista profundizaba el misterio hasta que Claire casi creyó las viejas leyendas: que aquel bosque jamás soltaba a sus víctimas.

Los partes meteorológicos en la vieja radio indicaban que la tormenta duraría al menos un día más. Sin luz, sin teléfono. Llenó su cantimplora del fregadero manchado y se tumbó en una cama estrecha, pero el sueño no llegó. Dormir era peligroso cuando algo presionaba al otro lado de esos tablones. Encendió velas y anotó cada sonido en su cuaderno: el crujido de la madera que se asentaba, el silbido de cada ráfaga contra aleros, y se dio cuenta de que ya llevaba docenas de golpes y golpeteos registrados desde la mañana. Algo rodeaba la cabaña, la estaba probando, examinando. ¿Sería un animal? ¿Un humano? ¿O algo completamente distinto?

La noche cayó de golpe una vez que el cielo se abrió, y Claire clavó clavos extra en el marco de la ventana. Luego se sentó en la mecedora junto a la chimenea, con la manta en los hombros. El aullido de la tormenta renació. Fijó la mirada en la ventana tapiada hasta que los ojos le dolieron. Entonces, inconfundible: un solo golpe lento y deliberado contra la madera. Knock. Una pausa. Knock… knock. Alguien o algo la llamaba. Claire apoyó la oreja contra la puerta, en busca de una respuesta, pero la cabaña crujió en silencio. Se alejó, con el pulso a mil.

Escribió: “Si estás ahí afuera, no puedo escucharte. Si hay algo tras esto, golpea más fuerte o vete.” Y por un instante, la tormenta pareció detenerse y escuchar. Los golpes cesaron. El silencio engulló la cabaña. Claire cayó en sueños inquietos, donde figuras sombrías la observaban tras el vidrio roto.

Al alba, la furia del temporal había cedido. Claire se despertó en un silencio fresco y húmedo. Corrió a la ventana, arrancó todos los tablones y se asomó al bosque en calma. Nada. La luz del sol se filtraba entre hojas incipientes. Los fragmentos de cristal yacían en el alféizar, medio enterrados en tierra. Inspiró hondo y decidió marcharse al primer rayo de sol, jurando no hablar jamás de lo oído. Pero al girarse, algo captó su atención: en el marco, escondidas bajo los tablones, unas letras talladas de forma rudimentaria. C-O-M-E H-O-M-E.

El aliento se le detuvo. Aquas letras no eran recientes; los cortes estaban resecos por el tiempo. Sin embargo, el mensaje seguía siendo escalofriantemente claro: “Ven a casa.” Claire deslizó los dedos por los surcos, y el pavor le heló el corazón.

Empacó deprisa y preguntó al vacío de la habitación: “¿Quién eres?” Solo el silencio respondió. Entonces, tras ella, en el cristal agrietado de la puerta principal, apareció un reflejo: su propio rostro, pálido y demacrado—pero otros ojos brillaban detrás, llenos de intención. Claire se dio la vuelta, y la cabaña estaba vacía.

Corrió hacia el bosque, dejando atrás botas, equipaje y cuaderno. Nunca volvió a encontrar esas huellas. Y cuando las autoridades finalmente desclavaron los tablones, no hallaron señales de entrada forzada, solo el eco de esas palabras grabadas. Claire nunca regresó, pero a veces, en pueblos lejanos, extraños aseguran oír golpecitos suaves en sus propias ventanas.

Encuentros Escalofriantes

Pasaron semanas tras la huida de Claire, pero la ventana tapiada la perseguía en sus recuerdos. Intentó volver a su apartamento, retomar la escritura, pero cada vez que cerraba los ojos veía ese mensaje en la madera: “Ven a casa.” Su terapeuta atribuyó sus visiones al trastorno por estrés postraumático, a que su mente inventaba ilusiones ante el miedo. Claire asintió, pero sabía que lo sucedido iba más allá de una crisis.

Una ventana de una cabaña destapada bajo la brillante luna llena, con sombras que se deslizan.
Bajo la luna llena, la ventana de la cabaña embrujada parece estar viva, vigilada por espectadores invisibles.

Para reclamar la cordura, reservó una estancia en un pequeño B&B de la misma región, esperando que la luz del día y la compañía ajena exorcizaran sus temores. La anfitriona, una anciana llamada Martha, servía pan recién horneado y relataba cuentos de los bosques cercanos. Pero al mencionar la cabaña tapiada, el rostro de Martha se tornó pálido. “Ese lugar lleva décadas deshabitado,” susurró, limpiándose las manos en el delantal. “Dicen que el dueño original murió durante una tormenta y nadie ha sido lo bastante valiente para vivir allí. No desde que los niños desaparecieron.”

Niños desaparecieron. Claire sintió un escalofrío en el pecho. “¿Niños?” preguntó. Martha asintió. “Un hermano y una hermana. La gente afirmaba escuchar golpes desde dentro de la cabaña, como si alguien les llamara a través del vidrio roto. Una noche, los niños se escabulleron y se perdieron en el bosque. Los rescatistas no encontraron rastro. Unos dicen que el bosque se los tragó; otros, que hallaron refugio en otro lugar. Pero sus padres mantuvieron esa ventana clausurada, esperando oír sus voces. Al final, también se fueron, y la cabaña quedó abandonada.”

Claire abandonó el desayuno con la mente en blanco. Una historia de dolor ligada a aquella ventana, un lugar donde el anhelo tomaba forma en golpes y susurros. Se sintió enferma al escuchar las palabras de Martha. Durante todo ese tiempo, Claire creyó estar sola. En realidad, se había convertido en parte de la trágica herencia de la cabaña—aquel canto de sirena de pérdida y nostalgia. ¿Cuántos más habrían oído esos golpecitos? ¿Cuántos habrían respondido?

Decidida a enfrentar el miedo, Claire regresó al claro al anochecer. No había tormenta, solo una luna llena acariciando las copas. La ventana tapiada se alzaba ante ella. Avanzó con una linterna pequeña, las piernas temblando, pero se armó de valor: “Yo no soy vosotros,” dijo en voz alta. “No desapareceré. No me perderé.” Rozó con los dedos el marco donde aún se leía “COME HOME.” Luego tocó los tablones—robustos, de roble viejo—e intentó empujar uno hacia un lado, pero no cedieron. Las lágrimas brotaron sin aviso. Susurró: “Me voy.”

En respuesta, un golpeteo suave junto a su sien. Claire retrocedió y miró alrededor. Solo sombras. La puerta de la cabaña crujió. Sacudió la linterna; su luz ámbar titiló sobre los cristales rotos. Y entonces, Dios, reflejada en ese espejo astillado, vio a una niña pequeña asomada desde dentro: rostro pálido, el pelo en trenzas desordenadas. Claire contuvo un grito. La niña inclinó la cabeza y volvió a golpear. Knock… knock.

Claire se volvió y corrió hacia su coche, aparcado en el sendero embarrado. Respiraba jadeante. Al llegar a la puerta del conductor, echó un vistazo atrás. A la luz de la luna, junto a la cabaña, se erguían inmóviles varias figuras—un niño y una niña, pálidos bajo el resplandor de la lámpara. Sus labios se entreabrieron como si quisieran hablar. Alzaron la mano, en saludo o mandato. Entonces la ventana tapiada se abrió de repente: los tablones volaron hacia dentro, impulsados por una fuerza inexplicable. Los fragmentos de cristal llovieron a sus pies. Detrás del marco roto, solo oscuridad. Claire cerró la puerta y aceleró.

Desde la carretera, contempló la cabaña desvanecerse en el bosque. Sin luz, sin movimiento. Solo el eco de esos golpecitos, desgastándose con la distancia. Al amanecer, la cabaña había desaparecido por completo—ni rastro de madera o estructura, como si jamás hubiera existido. En su lugar, un tapiz ordenado de musgo y retoños.

Claire nunca regresó a aquella región. Pero por las noches, en sus sueños, oye golpes en su ventana: lentos, insistentes, deseando volver a ser oídos.

Revelaciones

Meses después, Claire estaba en su nuevo apartamento, contemplando la pantalla en blanco de su portátil. El bloqueo creati vo persistía y el horror de aquella noche seguía anclado en su mente. Decidió revisar cada detalle: las fotos de su móvil, las anotaciones de su diario. Entonces advirtió algo que había pasado por alto: las marcas temporales de sus capturas eran inconsistentes. Varias aparecían a las 12:00 a.m. o 12:00 p.m., pese a que siempre había verificado el reloj antes de disparar. Aún más inquietante, en algunas imágenes del interior de la cabaña la disposición del mobiliario variaba ligeramente; en otras, las sombras caían en ángulos que no coincidían con la linterna.

Una pantalla de teléfono rota que muestra una figura fantasmagórica detrás de un escritorio de escritor.
La pantalla fracturada revela una figura pálida acechando tras el lugar de trabajo de Claire.

Por intuición, Claire llevó las fotos al televisor y las amplió. En una instantánea de la ventana tapiada, justo antes del amanecer, no vio su reflejo sino la silueta de una mujer de pie detrás de ella, visible a través de la rendija de cristal roto. Parpadeó. La marca temporal mostraba las 3:14 p.m., aunque afuera reinaba la noche. ¿Quién era esa figura? Recorrió más imágenes: la misma mujer en su cama, detrás de la cámara, con el cabello recogido y un camisón antiguo. El rostro levemente velado, la postura idéntica a la niña de las trenzas.

El pulso le dio un vuelco al cruzar la información con la narración de Martha sobre los hermanos desaparecidos. Esos niños jamás fueron hallados. La leyenda dice que en una sola noche se esfumaron, y su madre, llevada a la locura, selló la ventana para atrapar sus voces dentro y luego salió a su búsqueda, sin volver. Claire comprendió con horror que la mujer de sus fotos solo podía ser aquella madre, atrapada en una búsqueda eterna. Y que ella misma había estado capturando el pasado junto al presente.

Claire compartió las imágenes en un foro de escritores, solicitando ayuda. Las respuestas llovieron: algunos atribuyeron todo a interferencias paranormales; otros, a un fallo digital. Pero un usuario le envió un correo directo: “Crecí cerca. Esa cabaña no figura en mapas oficiales. Aparece de cuando en cuando, pero nunca permanece. Se manifiesta ante quienes buscan refugio… hasta que el dolor los encuentra. Nunca estuviste sola, Claire. El lugar te llamó para unirte a su legado.”

La respiración se le detuvo. La pantalla brillaba con aquella explicación ominosa, y comprendió la verdad final: la cabaña no estaba abandonada—era una puerta. Un portal entre mundos deformados por el dolor. Ella creyó ser la investigadora, la escritora, pero había sido objeto de estudio. Los tablones no habían impedido la entrada de nada; la habían encerrado a ella. Y al huir, se convirtió en parte de la historia, otro capítulo de un relato interminable de anhelo y pérdida.

Miró las luces de la ciudad tras su ventana, sintiendo el peso de miradas invisibles apretando cerca. Su teléfono vibró con una notificación: alguien la había etiquetado en una foto de su última publicación. La abrió. Allí, en su escritorio, tras ella, estaba la mujer del camisón: pálida como el alba, las trenzas sueltas, extendiendo la mano hacia Claire con una sonrisa desesperada.

Claire dejó caer el móvil. La pantalla se resquebrajó. En el cristal roto no vio su reflejo sino tablones que bloqueaban el mundo. Y luego escuchó el golpe lento e inconfundible: tap… tap… tap.

Conclusión

Claire nunca publicó la historia que tenía en mente. En su lugar, dejó el portátil de lado y se mudó al otro extremo del país, desesperada por escapar de los ecos que la siguieron hasta casa. Pero los golpes persistieron: primero suaves, luego más fuertes, como si la impaciencia creciera. Por la noche los oye en su ventana del dormitorio, arriba en la nueva casa. Tap… tap… tap. Cada vez, se apoya contra el cristal y susurra: “No volveré.” Sin embargo, el golpeteo persiste, tan insistente como un latido deseando liberarse. Y a veces, en lo profundo de la casa, jura escuchar uñas raspando tablones de una ventana que no existe. Incluso ahora, Claire se pregunta si de verdad escapó—o si simplemente se convirtió en otro tablón de la cabaña, aguardando el próximo temporal.

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