Introducción
En una tierra donde las colinas tarareaban con recuerdos y las brumas se aferraban a la piedra como relatos junto al hogar, Dyfed, de la antigua Gales, era un reino al borde del asombro. Aquí, bajo la llovizna fría y el verde brillante, Pwyll ap Dyfed, joven príncipe y líder, cazaba entre bosques susurrantes y atravesaba praderas que marcaban el umbral entre mundos. Sus ojos, grises como la tormenta y pensativos, captaban las magias sutiles que parpadeaban en los rincones de la visión mortal: sabuesos encantados con pelajes níveos, silencios repentinos en la arboleda y robles centenarios murmurando secretos al viento. La gente de Dyfed honraba a su príncipe por su bondad y mano firme; sin embargo, en Pwyll ardía una inquietud que un día lo apartaría de su asiento en Arberth para emprender hazañas mayores que la caza del ciervo y los banquetes bulliciosos. Su historia —una de honor, humildad y lo insólito— resuena en los valles galeses, elevándose en canción y leyenda: pues el destino de Pwyll se entrelazó con Annwn, el Otro Mundo de penumbra perpetua, donde la frontera entre lo mortal y lo divino se dobla como juncos bajo el cristal de un río.
La historia no comienza en un salón repleto de alabanzas sino en silencio: Pwyll salió a cabalgar en solitario, la bruma fluyendo alrededor de las patas de su caballo, acompañado solo por el susurro de la tierra ancestral. Por azar —aunque en el tejido del mito nada es mera coincidencia— divisó una jauría de sabuesos, sus pieles más blancas que la nieve bañada por la luna, sus orejas de un rojo vivo, tras un ciervo en lo profundo de Glyn Cuch. Aquellos no eran perros de raza humana sino de Annwn, y al arrebatar la presa de sus fauces, Pwyll puso en marcha un encuentro fatal. Así apareció Arawn, señor de Annwn, revestido de sombra y melancolía regia. Su encuentro, nacido del error de Pwyll al invadir la cacería, selló sus destinos: “Me has causado un agravio, príncipe Pwyll, pero si tu honor puede probarse, aún cabe la enmienda.” Aquella noche, las puertas de otro mundo se abrieron, y Pwyll —con la oportunidad de redimir honor y alma— aceptó un intercambio más allá de todo juego de azar. Durante un año y un día ocuparía el lugar de Arawn en Annwn, enfrentando al temido Hafgan en batalla; a cambio, el señor de Annwn asumiría el semblante y el reinado de Pwyll en Dyfed. Así comenzó un viaje de magia y moralidad, soledad y coraje, sumiendo a Pwyll en un torbellino de maravilla, prueba y finalmente amor, pues en el desenlace de esta historia apareció Rhiannon, mujer de misterio y gracia que conduciría a Pwyll hacia el verdadero propósito de su destino.
El pacto del Otro Mundo
En el silencio del bosque profundo de Glyn Cuch, donde la luz se filtraba entre copas cargadas con el recuerdo del canto druídico, Pwyll desmontó, y sus pisadas quedaron amortiguadas por el musgo aterciopelado. Los sabuesos —ni hostiles ni acogedores— lo observaban con sabiduría ancestral. Cuando Pwyll se inclinó sobre el ciervo, un silencio inmóvil cayó, interrumpido solo por la aparición majestuosa de Arawn, señor de Annwn. Envuelto en túnicas ricas en sombras, sus rasgos eran solemnes, señoriales y a la vez inhumanos, sus ojos como pozos que contenían la luz del crepúsculo.

La voz de Arawn resonó con suavidad: “Príncipe de Dyfed, has invadido mi cacería y reclamado lo que me pertenece.” El corazón de Pwyll dio un vuelco: conocía los relatos del Otro Mundo, sabía que los dones podían convertirse en maldiciones y que las ofensas exigían reparación o un infortunio mayor caería sobre la casa de un rey. Enderezándose, ofreció disculpa y se inclinó con sincera reverencia. “Si te he causado daño, noble señor, permíteme expiar mi falta como tu honor juzgue digno.”
La respuesta de Arawn fue mesurada y extraña: “Tus palabras tienen peso, joven príncipe. Te propongo una prueba. Mi enemigo, Hafgan, rey rival de Annwn, ha asolado mi reino durante largo tiempo. Por un año y un día vivirás como yo —con mi semblante, mi poder y mi honor— mientras yo ocupo tu lugar en Dyfed. Al final del plazo, deberás enfrentar a Hafgan en combate singular y lo que ocurra, que el destino lo decida.”
Con solemne gravedad, sellaron el pacto. Un frío recorrió la arboleda en cuanto las formas se entrelazaron: la visión de Pwyll se tornó difusa y sus sentidos se fundieron, hasta que se halló en el cuerpo de Arawn, señor de un reino donde la noche jamás cedía al día pleno. Los salones de Annwn eran de plata y piedra lunar, sus tierras de penumbra eterna, pobladas no por mortales sino por seres ageless que miraban con asombro y curiosidad.
Durante un año y un día, Pwyll gobernó Annwn con prudencia, aprendiendo justicia y guerra en una corte donde la ambición se movía en silencio. La consorte de Arawn, etérea y sabia, puso a prueba su templanza: cada noche guardó castidad y distancia, fiel para no traicionar la confianza de su anfitrión. Su corazón se cargó de añoranza y de la calma inquietante de aquel mundo mágico.
Al amanecer señalado, Hafgan apareció con la fuerza de un trueno en la arboleda acordada. El choque de acero rompió el aire. Rememorando las palabras de Arawn —“golpea una vez y solo una vez, para poner fin a lo que ya acarrea demasiado retraso”—, Pwyll asestó un único golpe certero. Hafgan cayó y el viento entre las hojas temblorosas proclamó la paz. Los habitantes de Annwn se regocijaron: un año de justicia, un día de destino. Pwyll y Arawn, cumplido el pacto, recuperaron sus rostros y lugares. Antes de despedirse, Arawn dijo: “Has demostrado honor donde muchos hubieran fallado. Nuestra amistad será leyenda en estas tierras.”
Al regresar a Dyfed, Pwyll encontró su casa próspera, bien gobernada por Arawn. Ambos comprendieron que al compartir sus cargas surgía la compasión y con ella la paz. No obstante, la historia apenas comenzaba: otro destino aguardaba al príncipe bajo la antigua colina de Arberth.
El encantamiento de Rhiannon
Las estaciones giraron, y los valles de Dyfed se tiñeron de flores silvestres, pero en el corazón del príncipe Pwyll anidaba la expectación. Una tarde, la corte se reunió en la cima del antiguo túmulo de Arberth, lugar tejido con profecía; sentarse allí en silencio era invitar al destino. Mientras los rayos del sol se derretían sobre brezos y piedras, apareció un prodigio: una mujer montada en una yegua pálida, avanzando sin prisa por la llanura. Vestía túnicas de oro y azul, y Rhiannon brillaba con una belleza libre de sombra o pesar. Su cabello fluía como un río de rayos solares, sus ojos profundos como la promesa de la noche. Nadie conseguía atraparla: jinetes surgían por doquier persiguiéndola, pero su corcel se deslizaba, siempre fuera de alcance, sin apresurarse.

El misterio se intensificó cada día que Rhiannon regresaba, distante pero llamando con señas. En el tercer día, Pwyll salió a su encuentro y la llamó con suavidad: “Dama, por quien vienes a buscar, detente un momento y habla.” Al oírlo, Rhiannon se detuvo, su sonrisa enigmática e invitadora. Reveló su nombre y propósito: “Me han comprometido con otro: Gwawl, un hombre que no encaja ni con mi corazón ni con mis anhelos. Pero te he elegido a ti, Pwyll, porque tu nombre trasciende los límites mortales.”
Así comenzó el cortejo, guiado por la sabiduría y gracia de Rhiannon, cuyas miradas danzaban con la magia de Annwn. Sellaron sus votos para dentro de un año y un día. Sin embargo, la noche de su banquete de compromiso, Gwawl, astuto y ambicioso, se ocultó en la multitud y reclamó a Rhiannon como suya mediante un ardid de palabras y ritual. Atado por el honor y las costumbres de la hospitalidad, Pwyll no pudo negarse, y Rhiannon fue arrebatada. La esperanza parecía perdida cuando Gwawl la reclamó, hasta que Rhiannon, siempre ingeniosa, urdió su salvación.
Al año siguiente, Pwyll asistió al nuevo banquete disfrazado de mendigo. Le pidió a Gwawl un regalo: un saco supuestamente mágico al que sólo cabía echar comida. Pero aquel saco, tejido con la propia magia de Rhiannon, no se llenaba a menos que quien lo sostuviera entrara dentro. Al caer la trampa, los compañeros de Pwyll irrumpieron, ataron a Gwawl y lo obligaron a renunciar a Rhiannon y marchar avergonzado. Triunfantes, Pwyll y Rhiannon al fin unieron sus manos; la alegría iluminó las colinas de Dyfed, y su unión se convirtió en un prodigio de lealtad, ingenio y compañerismo. La perspicacia de Rhiannon y la humildad de Pwyll forjaron un legado destinado a perdurar por generaciones.
La prueba del destino y el nacimiento de un legado
Por un tiempo, la paz envolvió Dyfed. Pwyll y Rhiannon gobernaron con sabiduría, y su salón resonaba con risas y aprendizajes. Pero el mito es inquieto, y pronto la tristeza se deslizó entre los muros. Su tan esperado hijo desapareció la noche de su nacimiento, arrebatado por manos invisibles. Las doncellas de Rhiannon, temerosas y avergonzadas, la acusaron de infanticidio monstruoso, ocultando su propia negligencia con calumnias. La corte, conmovida, escuchó incrédula. Sin embargo, Rhiannon, orgullosa e indómita, no huyó ni lamentó; aceptó la penitencia impuesta: durante siete años se sentó junto a la puerta, llevando a su espalda a cuantos entraban, contando su historia de duelo y protesta, sin que sus ojos perdieran la esperanza. Pwyll permaneció junto a ella, inquebrantable ante los rumores, y el pueblo de Dyfed observó y aguardó.

En un campo lejano, Teyrnon Twrf Liant, señor de Gwent, también había sufrido la pérdida misteriosa de un potro robado cada primavera por una fuerza sombría. Aquella misma noche, la respuesta llegó a sus manos: no un potro, sino un infante resplandeciente aferrado a la crin dorada del equino. Teyrnon y su esposa, sin hijos y llenos de asombro, criaron al niño, nombrándolo Gwri Cabellor de Oro por su cabellera radiante. Creció con velocidad y vigor sobrenaturales, signo de la marca de Annwn.
Con el paso de los años, Teyrnon advirtió el parecido del niño con Pwyll y Rhiannon. Movido por la compasión, reveló todo y, con gran alegría, restituyó al chico a sus verdaderos padres. Reunidos, Pwyll y Rhiannon dieron a su hijo el nombre de Pryderi, “el que trae resolución al dolor”. Con su regreso, la prueba de Rhiannon concluyó, su honor fue vindicado y su sabiduría celebrada de nuevo. Las risas y la música regresaron a los salones de Dyfed, y las leyendas se avivaron en cada hogar. El vínculo entre lo mortal y lo sobrenatural, nacido en error y expiación, se transformó en una armonía que moldeó el destino de Gales.
Conclusión
Así concluye la Primera Rama del Mabinogion, donde los destinos se cruzan como ríos en el crepúsculo y la sabiduría del arrepentimiento, la lealtad y el amor deshace incluso la antigua perdición. Pwyll, humillado y fortalecido por la prueba mágica, aprendió a gobernar no sólo con poder, sino con un corazón atento. Rhiannon demostró que la dignidad y la astucia pueden forjar la justicia aún bajo sospecha. El retorno de su hijo significó la sanación de Dyfed y una lección que resuena en el folklore galés: el sufrimiento perdura por una temporada, pero los lazos de devoción —entre mundos, entre parientes— renuevan lo que se ha perdido. Mientras la tierra renacía, la leyenda de Pwyll, príncipe de Dyfed, arraigó en colinas y arroyos, prometiendo a cada corazón que la maravilla siempre aguarda en los umbrales del coraje y la verdad.