Introducción
El príncipe Alcine, encaramado en el matacán de piedra más alto de su aislada abadía, contemplaba una tierra asolada por una plaga implacable que había adquirido el ominoso nombre de Muerte Roja. Brumas carmesíes se deslizaban desde aldeas hechas añicos y bosques húmedos, tiñendo campos antes fértiles y proyectando un resplandor fantasmal sobre caminos desolados. El aire otoñal, fresco y cortante, traía consigo un gemido bajo de dolor, mientras campanas lejanas doblaban por las almas perdidas que sucumbían al calor del mal, refugiado junto al fuego de cada hogar. Tras muros ancestrales pintados de un intenso carmesí, el príncipe había cerrado portones de ébano y sellado cada arco con cerraduras de hierro, decidido a que ninguna sombra de la enfermedad cruzara su umbral. Faroles titilaban a lo largo de pasillos que resonaban al paso, su luz dorada danzando sobre tapices que parecían ansiar suavizar el imponente silencio. Cortesanos con máscaras suntuosas susurraban sobre banquetes opulentos y música embriagadora que apaciguaría los corazones inquietos, pero tras cada puerta adornada latía la promesa del horror. Aquella noche, siete cámaras interconectadas, cada una decorada en un único y evocador tono, cobrarían vida en desafío de la propia muerte. Tendidos de seda, terciopelos y mármol pulido preparaban el escenario para una mascarada que, según creía el príncipe, burlaría a la peste en retirada. Al arder las antorchas al caer el crepúsculo, los nichos exhalaban sombras capaces de engullir conspiraciones enteras de miedo, y el príncipe Alcine sintió arder en su pecho tanto la euforia como el presagio al esperar a quienes danzarían contra la creciente noche. A través de estrechas troneras, el crepúsculo escarlata se filtraba en las cámaras abovedadas, insuflando vida inquietante a alegorías pintadas sobre triunfo y ruina que adornaban las paredes. Criados con librea de azabache portaban licoreras de cristal colmadas de vino morado como piel magullada, mientras nobles enmascarados ensayaban bailes silenciosos a la luz de las velas, su risa frágil actuando de barrera ante el pavor eterno. No obstante, tras cada máscara dorada, una plegaria muda latía como tambor de desafío. Se rumoraba que ni la fortaleza más poderosa podría contener la marea de dolor y desconsuelo que la Muerte Roja anunciaba en cada tos vacía y en cada grito sellado de piedad. Así, el príncipe Alcine, enfundado en un manto negro ribeteado de granate, recorría su santuario con paso medido, propio de un soberano convencido de que la riqueza y la voluntad podrían repeler la guadaña de la mortalidad. En el corazón de la abadía, donde la cámara final brillaba con un tono tan profundo como la sangre reseca, se preparaba para sustituir el pavor por el jolgorio, cierto de que la mascarada de esa noche marcaría la retirada de la plaga y sellaría su triunfo sobre el azote.
El Santuario Carmesí
En los días que siguieron al estallido de la Muerte Roja, las aldeas quedaron abandonadas y las veredas relucían con rocío carmesí. Velas de cera ardían apenas en cada poblado mientras los moribundos caían sobre lienzos desanudados y suelos de piedra, entregando el último aliento a una peste implacable. La noticia de la abadía de tonalidad carmesí del príncipe llegó a oídos atemorizados, y aquellos con suficiente dinero o astucia que se atrevieron a buscar refugio arribaron al portón de hierro, cada alma cegada por la desesperación y la ilusión de seguridad. Guardias enfundados en armaduras de azabache, visores bajados, escrutaban al grupo de suplicantes harapientos en busca de señales de contagio, mientras criados de calzas carmesí guiaban a los pocos escogidos por patios segmentados hacia un mundo apartado del agarre helado de la muerte. La luz vacilante de las antorchas danzaba sobre los suelos de granito pulido, proyectando siluetas grotescas contra tapices bordados con escenas de conquista y salvación. Cada superficie brillaba con meticuloso celo; ninguna piedra quedaba sin pulir, ningún tapiz sin enderezar, como si tal perfección pudiera repeler al espectro que acechaba más allá de los muros. El aire olía a frío severo y aceites perfumados, una yuxtaposición que desconcertaba incluso al veterano más curtido por la guerra. Dentro de aquellos muros teñidos de sangre, el príncipe Alcine creía haber levantado algo más que una fortaleza: un templo donde el júbilo y la fuerza se unirían para burlar a una plaga que no se atrevería a cruzar pisos tan inmaculados ni pasillos tan ordenados. A su alrededor, cortesanos conversaban en voz baja, máscaras ostentosas ocultando rostros despojados de color y esperanza, cada uno aferrado a la invitación de plata para la gran mascarada, convencidos de que aquella única noche de fiesta cambiaría para siempre el rumbo de una enfermedad a la que no podían huir. Bajo sus pies, el mosaico relucía tanto que los invitados podían entrever los rostros torturados de emperadores caídos tejidos en los patrones; incluso aquellos centinelas silenciosos parecían retroceder ante la idea de la peste. Sobre las pesadas puertas de roble, goteos de sangre barnizada rezumaban como advertencia, y en rincones sombríos los devotos murmuraban oraciones ante capillas dispersas. Nadie hablaba de misericordia, pues la misericordia pertenecía a los vivos; allí, el príncipe había dispuesto que el aislamiento supliera cualquier intercesión divina.

Cuando el gran reloj de la torre más antigua marcó la primera hora de la noche, un silencio sepulcral se adueñó de los huéspedes reunidos. Un solitario juglar, instalado al fondo del salón, arrancaba notas de un arpa con filigranas de plata, su melodía deslizada como un lamento fantasmal por el lujoso penumbra. Nichos columnados descubrieron mesas ocultas repletas de copas de vino tan rojo como la promesa de la peste y frutas barnizadas con glaseados almibarados. Cortesanos ataviados con brocados y encajes danzaban un vals solemne, sus máscaras reluciendo bajo los destellos de suaves lámparas. Sin embargo, tras la ostentosa mascarada, palabras discretas se deslizaban tras los abanicos adornados: rumores de lirios que palidecían en el patio, de ataúdes improvisados en habitaciones con cortinas, de criados hallados desplomados bajo los arcos. El príncipe observaba desde un estrado tallado en mármol negro, su capa extendida como mancha de tinta sobre la piedra pulida. Alzó una copa de cristal en señal de brindis, con voz firme e inquebrantable, proclamando la mascarada como un testamento de la voluntad humana y del desafío contra la muerte misma. Aplausos estallaron y el vino brilló en las copas, pero en el corazón de Alcine germinó una semilla de duda, alimentada con cada respiración medida y cada tos ahogada que surgía del gentío como una daga oculta. Entre los pilares, vislumbró conjeturas de sombra y rumor: una dama noble convulsionando en silencio, un huésped desaprecido de la galería, pasos ecoicos que no pertenecían a ningún músico anunciado. Y aun así, la neblina roja apretaba contra los altos ventanales, arrastrándose por los cristales con curiosidad implacable.
Sombras tras las Máscaras
Mientras el último recuerdo del alba se desvanecía en los vitrales manchados, corredores impregnados de penumbra avellana conducían a los invitados hacia cámaras secretas y galerías íntimas, diseñadas para confidencias y alianzas clandestinas. En lo profundo de esos pasadizos sinuosos, los muros forrados de tapices absorbían pasos apagados como sombras hambrientas, y tras cada puerta labrada se sentía el peso ineludible de horrores invisibles. En un nicho, dos criados enmascarados hallaron el retrato de una dama noble embadurnado con manchas polícromas, como si dedos de un carmesí lento hubieran atravesado la madera para reclamar su imagen. En otra estancia, un sollozo contenido escapó tras un tabique de cedro, seguido por el raspar apresurado de sandalias. Criados, rostros cubiertos con lienzo de ébano, intercambiaban miradas angustiadas al ser convocados para forzar cerraduras, sólo para descubrir galerías llenas de sillas vacías y mesas con carnes intactas: festines latentes abandonados en pánico. Todo rumor susurrado se fusionaba en un coro de inquietud, cada murmullo doblando la columna de la esperanza hasta quebrarla bajo el peso del terror. Y a través de ello, la Muerte Roja flotaba como un espectro con propósito, vislumbrado al filo de la mirada: una mano presionando el vitral, una silueta carmesí rodeando columnas sombreadas, un susurro sutil donde ningún labio se movía. Cortesanos, abotargados por el vino bajo máscaras pintadas, intercambiaban miradas inseguras, dudando entre huir o danzar, como si el movimiento pudiera aplazar el hecho inexorable de que el azote carmesí había llegado al corazón de aquel santuario. Un murmullo de sacramentos, antaño celebrados en capillas en ruinas, flotaba por las bóvedas, como si los fantasmas de antiguos penitentes merodearan en busca de la misericordia que una vez negaron. Entre los murmullos de investigación, un duque elegante informó de huellas en polvo dorado que se volvían escarlatas al llegar al umbral, grotesca inversión de las hojas caídas del otoño. En salas reservadas, sanadores convocados por el edicto del príncipe conversaban con dedos temblorosos antes de volver a sellar las puertas, sus manos manchadas de ungüentos testigo de una batalla que aún no podían proclamar ganada. Mientras tanto, gárgolas pintadas, posadas en lo alto, vigilaban con desprecio pétreo, como reprimiendo a quienes osaban desafiar la mortalidad con seda y acero. En cada arco, frescos que relataban triunfos sobre males menores se sentían ahora crueles presagios, burlando la arrogancia mortal con cada costra de sangre seca en sus marcos dorados. Incluso el gran órgano de la nave central, silencioso desde la misa, parecía preparado para retomar un lamento, sus teclas cubiertas de polvo que danzaba como confesiones en el silencio que estremecía los pilares.

En su cámara privada, en lo alto del gentío, el príncipe Alcine se alzaba frente a un espejo ornamentado de bronce bruñido. El reflejo que encontró revelaba la determinación noble grabada en una piel pálida, cabellos recogidos con rubíes que centelleaban como brasas en su frente. Mas tras la máscara de hierro labrada que llevaba para solidarizarse con sus invitados, sus ojos delataban cansancio e incredulidad. Rememoró el día en que el primer mensajero trajo noticias de un mal rugiente extendiéndose por los territorios, una plaga bautizada por la ferocidad de la mancha que dejaba en las venas de sus víctimas. Creyó que la riqueza y el poder podrían ahogar cualquier amenaza, que los muros de su fortaleza se alzarían como muralla infranqueable. Ahora, al acomodar la pesada capa sobre sus hombros, sentía la opresión de la mortalidad golpear su pecho como un puño acusador. Recuerdos de risas y persecuciones en la corte—de faldas girando en festivales veraniegos y la caricia suave de una mano amada—ascendían torturando su mente, arrullados sólo por el rugido de la sentencia mortal. El espejo pareció distorsionar su semblante, alargando la mandíbula y hundiendo las mejillas hasta que parecía un revenant. Comprendió con terrible claridad que los senderos de la vanidad humana terminaban en polvo y que el paso de la muerte no respetaba rango ni invitación. Evocó la tenue resonancia de campanas en tiempos más silenciosos, su tañido como arrullo para los fieles. Ahora doblaban por los muertos, cada eco resonando en calles vacías de esperanza. Frente a su escritorio, aún cubierto de pergaminos sobre movimientos de tropas y cuentas fiscales, rasgó un folio en que se narraba el abandono de doscientas aldeas más. Los márgenes estaban salpicados de anillos de tinta reventados por el descuido, testamento silencioso de un reino que se deshilachaba aún mientras él buscaba refugio en su sala más suntuosa. Una sola vela vacilaba en un candil de plata, su mecha humeando en protesta, y al ver la ceniza danzar hacia sus botas, sintió un estremecimiento en el pecho, un temblor de desaliento desvelado por la corona que portaba. Enderezó su porte, decidido a recuperar el control del último retazo de existencia en su poder, aunque sabía que cada paso en pos de la rebeldía lo acercaba a aquel destino que ansiaba negar.
Abajo, en el vestíbulo que conectaba las siete cámaras, un silencio casi reverente reemplazó el bullicio anterior. La última puerta—encerada en negro y sellada con lacres de un escarlata que ostentaba el blasón del príncipe—se erguía al fondo del corredor. Corría el rumor de que esa sala guardaba reliquias de triunfos pasados, y que sólo el príncipe podría acceder a su santuario para reclamar la joya de la mascarada: un espejo al que se atribuía la facultad de reflejar no al individuo, sino la verdad de su propia alma. Aquella noche, los cortinajes dorados se apartaron mientras hombres de armas, con tabardos surcados de sangre, corrían los pesados paños. Un remolino de aire, frío como no se había sentido, ondeó como bandera, apagando media docena de lámparas antes de que una quietud tan abrupta invadiera el recinto que cada respiración se sintió una intrusión. Desde dentro, un crujido lento y deliberado sonó como si un gran portón despertara de un sueño centenario. Entonces, como convocada por un rito profano, la puerta se abrió para revelar a una figura forjada en pesadilla: ataviada con terciopelo del color de rubíes derramados, ojos huecos que brillaban con calma depredadora. Los pocos que lo vislumbraron hablaron luego del silencio que siguió—tan absoluto que engulló latidos. La Muerte Roja avanzó al umbral, dejando huellas ensangrentadas que palpitaban con orgullo sombrío. Murmullos huyeron y los corazones retumbaron mientras los invitados huían como corzos asustados, pero el príncipe siguió firme, daga alzada y comprendiendo confusamente que hay horrores que no se invitan. En ese instante, los muros parecieron contraerse, como si se apartaran ante la visión, y cada fresco exudó gotas de cera sobre el mármol.
El Gran Desenlace
Cuando el gran reloj marcó la hora del pavor, sus enormes manecillas se alinearon con una luna color naranja sanguinolento pintada en el techo de vitrales, un estremecimiento recorrió el gran salón y todos sus ornamentos dorados. La música murió en el aire, el arpa de plata del juglar quedó muda, y los ojos se abrieron desmesuradamente bajo máscaras filigranadas. Columnas de mármol que antaño sostenían arcos triunfales se volvieron ataúdes, prometiendo sepultura más que festejo. Los invitados quedaron inmóviles en el último giro de la danza, sus faldas desplegadas como pétalos caídos, mientras una nueva presencia llenaba el recinto con un frío intolerable. La Muerte Roja, vestida como tejida por las mismas brumas que teñían la tierra, flotaba al filo del mosaico. Su capa se extendía como vino derramado, y el borde mostraba la impresión de incontables huellas en brasas de dolor. Un silencio tan denso como una lápida se abatió, acallando el asombro que alzó su voz en la multitud. Las antorchas se consumieron en agonía sincronizada, dejando el salón impregnado de alquitrán derretido y un silencio desesperado. Uno a uno, pétalos de confeti fueron cayendo al suelo de mosaico, posándose sobre vino derramado y vestigios deslucidos de opulencia—restos efímeros de risas ahora manchadas de pena. Al otro lado del piso resquebrajado, la Muerte Roja alzó su manto, revelando pisadas inmortalizadas por cada alma que había reunido en su marcha. Luego, sin dejar rastro ni sombra, se volvió y avanzó por el arco abierto que conducía más allá de los muros de la abadía hacia los campos de duelo del reino. Tras ella, las puertas selladas del gran santuario quedaron como monumentos vacíos, sus lacres rotos por la mano inexorable del destino. No quedó ningún superviviente que contara la historia—solo el eco silente de una grandiosa mascarada engullida por una plaga que se coronó monarca de la mortalidad. En corredores envueltos en sombras y torres silentes, únicamente el goteo lento de rocío color sangre recordaría al viajero nocturno la noche en que el príncipe Alcine osó desnudar a la Muerte, solo para convertirse en el último huésped prisionero de su abrazo rojo.

Conclusión
En el frío silencio que siguió, la abadía quedó desierta, sus muros carmesíes testigos mudos de la noche en que el orgullo mortal se enfrentó a un azote implacable. Ninguna antorcha ardía en sus corredores, y los salones que antes brillaban quedaron callados como la tumba. Retratos de antepasados miraban desde marcos agrietados, sus ojos pintados sin parpadear en señal de juicio. Afuera, más allá de los portones sellados, el mundo permanecía cubierto por la misma niebla roja que anunció la plaga, mancha indeleble sobre tierra y cielo. Rumores corrían por aldeas temblorosas acerca de un ambicioso que había burlado a la muerte, solo para convertirse en su última ofrenda. En susurros, los bardos hilvanaban la historia una vez tras otra: el príncipe que reservó su fortaleza como baluarte eterno, la suntuosa mascarada que osó burlarse de la Parca, y el último baile que acabó en inmovilidad. Algunos creían que la abadía se había convertido en mausoleo de secretos mejor sellados, otros hablaban de ecos a medianoche que flotaban con el viento otoñal, como si la Muerte Roja aún vagara por las cámaras vacías. Al final, la historia perduró como advertencia susurrada en cada banquete, junto a cada hogar, recordando que ningún dorado antifaz, ninguna muralla de piedra, ni tesoro ni astucia, podían detener el implacable avance de la muerte. El veredicto final no correspondió a reyes ni cortesanos, sino a la mano silente del destino, que toca cada vida con igual medida y deja cicatrices duraderas. Que esta historia perdure como reflexión tejida en el tapiz de toda celebración, recordando que el mayor de los bailes es la vida misma, frágil, efímera y tan roja como la sangre que deja tras de sí.