El entierro prematuro

22 min

The narrow confines of a wooden coffin are illuminated by a haunting glow seeping through tiny cracks, hinting at the terror within.

Acerca de la historia: El entierro prematuro es un Historias de ficción realista de united-states ambientado en el Cuentos del siglo XIX. Este relato Historias Descriptivas explora temas de Historias de Perseverancia y es adecuado para Historias para adultos. Ofrece Historias Entretenidas perspectivas. Una descenso angustioso en una ataúd viviente, donde cada aliento podría ser el último.

Introducción

Desde que tengo memoria, la idea de ser enterrado vivo me ha perseguido en cada pensamiento despierto y ha ensombrecido mis sueños más dulces. Desde la infancia sentía los muros cerrándose a mi alrededor, incluso en campos abiertos, como si invisibles tablas de madera presionaran con fuerza mi piel. Mucho antes de entender los mecanismos de un ataúd o las sutilezas de la ciencia mortuoria, percibía que algo siniestro acechaba bajo la tierra, esperando engullirme por completo.

Mis primeras pesadillas combinaban el aroma de tierra húmeda con el traqueteo de huesos frágiles, forjando un terror casi ritual que oprimía mi corazón. No bastaba con leer historias de entierros prematuros en polvorientos informes médicos ni con escuchar rumores en voz baja acerca de vivos sepultados por crueles accidentes; absorbía cada descripción hasta los huesos, como si preparase mi cuerpo para un destino inevitable.

Durante años, me acompañé de los encargados del cementerio, escuchando sus susurros solemnes al hablar de cuerpos exhumados demasiado pronto, de gemidos ahogados por gruesas capas de tierra y de la trágica ironía de la vida confundida con la muerte. El silencio de la tumba, la rotundidad de una urna descendida: cada instante grababa surcos más profundos en mi mente. Me colocaba al borde de tierra recién removida, imaginando la frialdad del roble apretándome el pecho, el aire rancio coagularse en mis pulmones, la claridad atroz de cada mínima sensación amplificada por la oscuridad total.

La sola idea de clavos siendo clavados sobre una tapa, sellando mi destino a escondidas, despertaba un rechazo primario que sentía más como instinto de supervivencia que como simple inquietud. En esos momentos, mi pulso retumbaba tan fuerte que estaba convencido de que todo el cementerio lo oía, y sin embargo el silencio era absoluto. Y en ese silencio, mi imaginación desbocaba su fantasía. Las sombras parecían elevarse y deformarse, convirtiéndose en figuras esqueléticas que la luna exhumaba. Nubes negras como brea flotaban sobre mí, como esperando mi descenso, mientras el viento traía lejano el tañido de una campana que podía muy bien haber doblado por mí. Sabía que estaba a salvo, pero la mente tiene un curioso talento para conjurar sus propias prisiones, y me descubría alejándome de las tumbas abiertas con un escalofrío, como si cada palmo de césped fuese un umbral demasiado aterrador para cruzar.

La Obsesión

Desde que tengo memoria, la idea de ser enterrado vivo me ha perseguido en cada pensamiento despierto y ha ensombrecido mis sueños más dulces. Desde la infancia sentía los muros cerrándose a mi alrededor, incluso en campos abiertos, como si invisibles tablas de madera presionaran con fuerza mi piel. Mucho antes de entender los mecanismos de un ataúd o las sutilezas de la ciencia mortuoria, percibía que algo siniestro acechaba bajo la tierra, esperando engullirme por completo.

Mis primeras pesadillas combinaban el aroma de tierra húmeda con el traqueteo de huesos frágiles, forjando un terror casi ritual que oprimía mi corazón. No bastaba con leer historias de entierros prematuros en polvorientos informes médicos ni con escuchar rumores en voz baja acerca de vivos sepultados por crueles accidentes; absorbía cada descripción hasta los huesos, como si preparase mi cuerpo para un destino inevitable.

Durante años, me acompañé de los encargados del cementerio, escuchando sus susurros solemnes al hablar de cuerpos exhumados demasiado pronto, de gemidos ahogados por gruesas capas de tierra y de la trágica ironía de la vida confundida con la muerte. El silencio de la tumba, la rotundidad de un féretro descendido: cada instante grababa surcos más profundos en mi mente.

Me situaba al borde de tierra recién removida, imaginando la frialdad del roble apretándome el pecho, el aire rancio coagularse en mis pulmones, la claridad atroz de cada mínima sensación amplificada por la oscuridad total. La sola idea de clavos siendo clavados sobre una tapa, sellando mi destino a escondidas, despertaba un rechazo primario que sentía más como instinto de supervivencia que como simple inquietud. En esos momentos, mi pulso retumbaba tan fuerte que estaba convencido de que todo el cementerio lo oía, y sin embargo el silencio era absoluto. Y en ese silencio, mi imaginación desbocaba su fantasía. Las sombras parecían elevarse y deformarse, convirtiéndose en figuras esqueléticas que la luna exhumaba. Nubes negras como brea flotaban sobre mí, como esperando mi descenso, mientras el viento traía lejano el tañido de una campana que podía muy bien haber doblado por mí. Sabía que estaba a salvo, pero la mente tiene un curioso talento para conjurar sus propias prisiones, y me descubría alejándome de las tumbas abiertas con un escalofrío, como si cada palmo de césped fuese un umbral demasiado aterrador para cruzar.

Ese terror me siguió hasta mi estudio, donde a la luz de las velas examinaba con avidez relatos antiguos y tratados médicos que detallaban los peligros de certificados de defunción mal dictaminados y de entierros prematuros. Los médicos de la época, pese a sus mejores intenciones, hablaban de un margen macabro de error: una delgada línea entre la cesación del latido y el leve y persistente parpadeo de la vida. Leía con fascinación morbosa historias de familias que, al poco de llorar a sus muertos, descubrían sutiles movimientos bajo la tierra o el suave eco de arañazos dentro del ataúd.

Estos relatos, contados con el tono solemne de los médicos decimonónicos, tenían una cualidad hipnótica que me arrastraba a un laberinto de miedo. La llama vacilante de mi vela proyectaba sombras oscilantes sobre el papel pintado, y medio esperaba que una de esas siluetas saltara de la pared para apresarme, como si el propio miedo se hubiese convertido en un espíritu tangible y malévolo. Y al trazar las últimas líneas de cada informe, mis nudillos se empalidecían alrededor de las páginas, porque sentía que cada narración podría ser algún día la mía.

A lo largo de mi vida adulta busqué soluciones prácticas para alejar el horror que acechaba mi mente. Mandé construir ataúdes reforzados a medida, exigí féretros con tapas de cristal para inspección e inventé un ingenioso sistema de campanas, tubos y palancas mecánicas que pudiesen avisar a un guardián en caso de que despertara tras ser dado por muerto. Cada variante de ese mecanismo se volvía más compleja, impulsada por la convicción de que ningún gasto era demasiado alto para protegerme de semejante destino. Carpinteros e incluso médicos acogían mis solicitudes con cortesías prudentes: algunos ofrecían sonrisas cansadas, otros eludían el tema como si fuese un mal contagioso.

Aun así, insistí: una trampilla secreta para el aire, un tubo metálico para el agua y un par de pequeñas campanas de latón fijadas en la cabecera, con sus cables pasando por la tapa del ataúd hasta aflorar en la superficie. En mi imaginación, la mera presión de un dedo sobre la campana desharía el simulacro de muerte y convocaría a los vivos de regreso a mí. Sin embargo, cada diseño era como un vendaje sobre una herida que no quería cicatrizar. Mis planes llenaban cuadernos guardados bajo llave, páginas manchadas de café y subrayadas con mano temblorosa, como si el menor sobresalto pudiese incendiarlas.

A pesar de mi mente racional, nunca lograba acallar el martilleo en mis sienes cuando pensaba en la rotundidad de la tumba. Incluso en tardes soleadas, cuando la luz calentaba el cristal de mi ventana y el mundo parecía rebosar de posibilidades, sudaba frío al imaginar ese calor escurriéndose, revelando el opresivo frío del enterramiento. La paradoja me atormentaba: la vida tan vibrante arriba, la muerte tan absoluta abajo y mi cuerpo atrapado en algún lugar de en medio.

Con el paso de los años los límites entre vigilia y pesadilla se desdibujaron. El sueño se convirtió en un campo de batalla donde repelía visiones de madera astillada y manos arañando la oscuridad. Durante mis horas despierto escuchaba un golpeteo sordo—¿mi corazón o mi propio féretro asentándose bajo el peso de la tierra?—que no me atrevía a distinguir. El simple acto de acostarme para descansar me parecía avanzar hacia una trampa retorcida, una invitación a fundirme con el gélido silencio subterráneo.

Mi médico recetó tónicos suaves y aconsejó reposo, pero ningún elixir lograba calmar la oleada de adrenalina que me reduce a temblar cada vez que las sombras se acumulaban en las esquinas de mi habitación. Me veía sometido a exámenes furtivos de mi pulso, como si de su firmeza dependiera mi salvación, un ritmo que confirmase que aún no me habían arrebatado de este mundo.

La soledad se fue instalando: amigos y familiares consideraban mi drama una excentricidad o, en el mejor de los casos, una obsesión grotesca, y se alejaban de las charlas donde yo relataba mi terror. La compasión se agotó como un río en verano, dejándome solo en la penumbra, confiando únicamente en la fría lógica de mis precauciones. Pero la lógica solo acompaña hasta cierto punto cuando todo el horizonte parece inclinarse hacia un abismo ineludible.

Entonces llegó la enfermedad que llevó mis preparativos a un clímax aterrador. Lo que empezó como una fiebre leve escaló en delirios, y me hallé luchando contra un cuerpo que me traicionaba con cada jadeo. Médicos pasaban la noche junto a mi lecho, asintiendo con gravedad mientras tomaban mi pulso y la temperatura a la luz de lámparas de aceite.

Una noche, con la tormenta sacudiendo las ventanas, caí en un sopor inconsciente. En ese estado febril soñé con martillazos clavando clavos a mi alrededor, el chirrido de la madera arañando el hueso resonando en un vacío cavernoso. Al despertar, era incapaz de moverme, prisionero del letargo que abrazaba mis extremidades como cadenas. Voces apagadas me decían que estaba al borde de la muerte, pero sus palabras sonaban lejanas, como emitidas desde el fondo de un pozo.

Mis ojos se abrieron a medias cuando un doctor guió mi mano hacia la mesita, donde descansaba el protocolo de emergencia que había redactado: un golpe de código, una frase susurrada que solo yo entendería y la promesa de una prospección inmediata. Pero al intentar mover los dedos, me fallaron y el peso de la inconsciencia se abatió sobre mí como la tapa de un ataúd.

En la madrugada agrisada llegó el forense local y, con desapego mecánico, me declaró muerto. El silencio se apoderó de la estancia, roto solo por la lluvia insistente sobre el techo, cada gota burlándose del agua que necesitaría en mi ataúd para sobrevivir. Yacía allí, asfixiándome en mi propio cuerpo, deseando que mis salvaguardas me liberaran, mientras una frígida mortaja perfumada me envolvía y la habitación se tornaba más oscura. Lo último que recuerdo antes de entregarme al olvido fue el chirriar lejano de ruedas sobre la piedra y la certeza inevitable de la nada.

Debajo de un lecho de tierra, mi destino pendía de un hilo cruel: vivo dentro de un receptáculo destinado solo a la muerte, al borde de ambos mundos. En ese instante de lucidez final, el mundo fuera de mi cráneo contuvo el aliento y solo sentía la mecánica inevitabilidad de lo que estaba por venir.

Una pala suspendida sobre una tumba en un cementerio en una noche neblinosa.
Una sola pica suspendida sobre una sepultura abierta en un cementerio envuelto en niebla bajo la luz de la luna.

El Descenso

Cuando recobré la consciencia, el mundo no era más que una oscuridad infranqueable y la suave presión de la tierra aplastándome el pecho. Al principio mi mente se rebeló, incapaz de reunir los fragmentos de memoria que explicasen por qué mis extremidades estaban atadas con lino y madera. Un leve regusto metálico anclado en mi lengua y cada respiración contaminada por polvo y aire rancio. Pensamientos de pánico surgían afilados como dagas, incitándome a arañar con mis uñas hasta sangrar.

Intenté evocar los sucesos de la noche anterior: cómo me había adormecido entre las atenciones de mi médico, arrullado por el crujido de la cama. Pero al aferrarse la consciencia solo asomaron dos verdades: estaba enterrado vivo y cada instante amenazaba ahogar mi corazón. Mi mente oscilaba entre la incredulidad y el horror, pues resultaba una broma cruel del destino haber sobrevivido a la fiebre solo para enfrentar tan terrible tormento.

Mis dedos luchaban por un espacio exiguo, rozando curvas que sugerían roble y raspando superficies metálicas. Recuerdos y sensaciones colisionaban en un vértigo de puro pavor. En esa oscuridad atroz, percibí un leve golpeteo rítmico: ¿mi pulso o el asentamiento lento de la tierra? El tiempo perdió todo sentido mientras los minutos se estiraban como horas; el silencio me aplastaba con un peso más aterrador que cualquier tumba.

Clamé con voz hueca, un eco que murió al instante contra las paredes del ataúd, engullido por la tierra hambrienta. Nadie vino a rescatarme. Ninguna respuesta retornó. Yacía allí, sentidos agudizados por el pavor, atento a mi propio cuerpo batallando contra un sino que me negaba a aceptar.

Al disiparse el choque inicial, cada sensación se volvió insoportable. La madera a la altura de mi cabeza estaba deformada y astillada, con vetas de resina oscura quemándome la piel. Motes de polvo flotaban en los exiguos chorros de aire que se colaban por grietas, recordándome lo poquito que quedaba de oxígeno. El pecho se me contraía en espasmos inhumanos y el sabor de mi sudor impregnaba cada bocanada con un amargor metálico.

En algún lugar arriba, en otra realidad, gotas de lluvia golpeaban sin cesar el suelo, pero abajo solo percibía su eco martilleando mis tímpanos, una especie de nana perversa. Sentí movimiento alrededor del ataúd, el chirrido de la piedra mientras más tierra cedía, como si la fosa exhalara su último aliento, separándome para siempre de la vida.

Sombras danzaban tras mis párpados cerrados, transformándose en criaturas rapiñeras del inframundo. Todo sonido se magnificaba: el goteo de humedad, el roce de un hilo cediendo, el jadeo ronco de mi corazón golpeando las costillas.

En la pesada negrura, ensayé la respiración pausada, tratando de racionar cada bocanada como un tacaño contando monedas. Una inspiración profunda amenazaba con desgarrar el revestimiento de mis pulmones, pero el impulso de llenarme de aire libraba batalla contra la urgencia de ahorrar cada molécula. Mi garganta se cerraba al tragar el pánico creciente, un grito interno sofocado por las paredes que me apresaban.

Recuerdos fugaces chispeaban como brasas moribundas: la advertencia de mi médico sobre la fiebre, la promesa de que mis mecanismos de emergencia me salvarían y el crujido de las tablas que debió anunciar mi descenso definitivo. Cuando comprendí que nadie vendría en mi auxilio, escudriñé cada memoria en busca de pistas para escapar.

Allí debía estar la campana de latón unida con finas cadenas, dispuesta a sonar desde la superficie y convocar ayuda. Había un tubo de cobre con una pequeña válvula para admitir oxígeno, suficiente para que sobreviviera hasta que llegaran. Cerré los ojos, visualizando la ubicación exacta de cada mecanismo: la campana en la cabecera, el tubo en un costado, el pestillo que los conectaba. Pero mis brazos eran ramas muertas, ajenos y sin fuerza.

Intenté conjurar mis dedos, explorar los contornos de la cámara, pero la presión aplastante hacía casi inútil cualquier esfuerzo. Aun así, me negué a sucumbir. Repetí el nombre de mi médico en silencio, un conjuro de esperanza, persuadido de que incluso en la noche más oscura un débil rescoldo puede encender el camino.

Se revelaron señales: un contorno metálico aquí, un hilo de luz por una hendija allá. Signos de que mi ingenio quizá aún me rescatara. La campana y el tubo eran mi salvavidas. Con dedos ensangrentados arañé el cuero de la correa de la campana, tirando con toda la fuerza posible. El silencio respondía, impasible. Hasta que un tirón convulsivo arrancó un débil tintineo metálico que vibró a través de la madera y la tierra: un clamor estrangulado hacia el mundo de los vivos.

El eco me recorrió los huesos, activando un salvaje destello de esperanza, pero el esfuerzo agotó mis últimas fuerzas. La visión se nubló y el crepúsculo amenazó con ceder de nuevo al abismo. Aun así, me creía salvo: en lo alto habría oídos atentos que hubieran captado mi llamado. Desde la distancia alcanzó a oírse un leve retumbo, titubeante. Quizá fuera el viento, quizá mi mente febril inventándolo. Pero elegí creer. Apegado a esa fe inverosímil me hundí otra vez en la inconsciencia, convencido de que la salvación rasgaría pronto la tierra.

Señalado por armarios de madera sellados herméticamente con broches metálicos, el interior resuena el distante pulso de un latido de corazón.
Un ataúd de madera herméticamente cerrado, prendido con pestillos de metal envejecido, mientras en el interior resuena un latido distante.

El Despertar

En los instantes antes del alba, el silencio experimentó un cambio sutil e irreversible. Mis dedos percibieron un ligero temblor: ya no el latido constante de la tierra, sino una vibración direccional recorriendo las costuras de madera del ataúd. Parecía que algo raspaba por fuera, incitándome a despertar.

Mis párpados, pesados y entumecidos por pesadillas, registraron un hilo de luz pálida filtrándose por una fisura. Ese diminuto punto luminoso reavivó neuronas largamente adormecidas, inyectando frenesí a cada célula. Aspiré con un jadeo: el aire viciado pasó por la válvula del tubo de cobre, trayendo consigo el frío rocío del exterior.

La mareo me obligó a recostar la cabeza sobre la madera deformada, buscado sosiego. Cada palpitar me confirmaba que estaba vivo—vivo desafiando todo aquello dispuesto para silenciarme y enterrarme. La esperanza, frágil e incandescente, brilló dentro de mí por primera vez.

Exhalé despacio, instándome a escuchar más allá del peso del miedo, buscando señales de que no estaba solo. Con extremo cuidado, hurgué en el bolsillo interior del sudario hasta tocar el anillo ornamental de latón que sujetaba la campana de emergencia. La mano me temblaba: cada movimiento era a la vez dolor y salvación. Tartamudeé hasta asir la cadena y tiré con suavidad. La campana tañó de nuevo, tingida por el eco de la liberación.

Instantes después, una voz ahogada—urgente, precisa—llegó a mis oídos mojados. En mi mente repasé los pasos del médico: ataría la cuerda, daría la señal a los obreros, volvería junto a mí.

Recobrando coraje, forcé mis músculos para inclinarme contra la tapa. Mis nudillos rozaron el anillo de la palanca de la válvula. Un suspiro de triunfo me recorrió al girarla: abrió con un quejido de bisagras oxidadas. El soplo de aire fresco entró con ímpetu, inyectándome una descarga de vida en los pulmones. Cada bocanada fue un rugido de triunfo, una reclamación feroz de la existencia que jamás planeé renunciar.

Al inhalar, la celebración del oxígeno se desplegó por cada nervio y comprendí cuánto había rozado convertirme en un fantasma, perdido bajo el mundo que amaba. Los murmullos del exterior se volvieron más apremiantes, salpicados por el rasgar de palas y el llamado de los trabajadores respondiendo a la señal.

Me obligué a moverme, torpemente al principio, hasta apoyar las palmas contra la tapa. Con ferocidad sostenida—tanta desesperación como éxtasis—comencé a empujar. La madera cedía a dentelladas, vencida por la fuerza humana que había previsto al exigir pernos de anclaje mecanizados para que cedieran ante mi empuje. Cada crujido de roble, cada astilla que caía como lluvia, se sentía milagroso.

No sé si lloré, grité o simplemente jadeé; toda expresión se condensó en un impulso primigenio de voluntad. La última barrera cedió de golpe y, en un parpadeo, la oscuridad opresiva dejó paso a un fogonazo de cielo. Vi un enredo de hierba empapada, un alba nublada y luego el rostro decidido de mi médico, inclinado sobre mí como si jamás hubiera dudado de mi supervivencia.

La primera visión del mundo viviente llegó en fotogramas deshilachados, grabándose en mi memoria como fotografías impresas en vidrio caliente. Él pronunció palabras que no alcancé a oír, luego me acomodó con delicadeza sobre el césped húmedo, alzando mis hombros en un abrazo que sabía a redención.

Los trabajadores abrían paraguas bajo la lluvia repentina, rostros bañados por el crepúsculo de la esperanza y la incredulidad. Las lágrimas me nublaron la vista: había emergido del vientre de la tierra renacido, rescatado de la orilla de la tumba por las mismas medidas que yo mismo había ideado.

Allí yacía, con el pecho exultante, maravillado ante el espectáculo de colores que el cielo retornaba en rosa y oro. Mi pulso, antes tambor frenético en la negrura, latía ahora al compás de la sinfonía del mundo: hojas que susurran y pájaros a lo lejos. Cada sensación—el repiqueteo de la lluvia, el beso fresco del viento—se sentía exquisitamente nueva, como si la vida misma me regalara un segundo amanecer.

Poco después, apoyado de costado, el médico comprobó mis signos vitales y asintió con aprobación. Me liberó de los jirones mortuorios y me incorporé con pasos vacilantes, cada miembro vibrando con fuerza renovada. A mi alrededor, el cementerio que fuera catedral de mis peores pesadillas se convirtió en terreno sagrado, un umbral al que había desafiado.

Caminé con calma sobre la hierba empapada, cada paso un testimonio de mi negativa a permanecer silente bajo la tierra. En ese despertar hallé una paradoja liberadora: el terror que amenazó con sofocar mi existencia se había vuelto el crisol donde descubrí un amor feroz por el aliento de vida.

Y aunque cargaría para siempre con cicatrices de aquella prueba subterránea—físicas y mentales—juré no dar nunca por sentada la frágil maravilla de estar vivo. Donde antes temblaba ante la idea de tapas cerradas y suelo silencioso, hoy me embarga un triunfo sereno que resuena más allá de cualquier réquiem.

Horas más tarde, cuando los obreros volvían a sus palas, me senté al borde de la fosa y contemplé la tierra una vez más. Apreté la palma contra el frío suelo y susurré un voto: jamás temeré de nuevo el encierro de un ataúd, pues he demostrado que la vida puede incendiarse a través de cualquier barrera.

Campana de seguridad de latón atada a la tapa de un ataúd que suena en la oscuridad.
La pequeña campana de bronce, colocada en la tapa del ataúd, suena con urgencia en el oscuro vacío total.

Conclusión

En las semanas posteriores a mi entierro y resurrección descubrí que ningún sermón, tratado filosófico ni ungüento reconfortante borraría por completo el horror que se había impregnado en mis huesos. Sin embargo, hallé algo insospechado: aquella prueba, que representaba mi miedo supremo, se convirtió en el fulcro de mi fortaleza.

Cada rocío matutino sobre el césped, cada susurro del viento en las cortinas ahora portaba una gratitud profunda que antes desconocía. Empecé a relatar mi experiencia con minucioso detalle, no como un macabro diario de terror, sino como testimonio de la tenacidad de la voluntad humana.

Amigos que antes se mofaban de mis precauciones se acercaron con respeto solemne, e incluso los médicos admitieron que el diseño de mis mecanismos de seguridad podría salvar a otros aquejados por mi misma fobia. Pero lo más importante: aprendí a redefinir el miedo, no como un callejón sin salida, sino como un umbral que, superado, descubre pozos de coraje insondables en el alma.

Por muy fuerte que la tierra nos apriete en las horas más oscuras de la vida, no tiene por qué convertirse en tumba. Mi corazón, antes encadenado por la pesadilla del entierro vivo, late ahora como promesa desafiante de que, incluso en la más negra de las tinieblas, una sola chispa de esperanza puede reavivar la luz de la existencia.

Ahora, cada vez que paso junto a un portón de cementerio o veo de refilón un ataúd, inclino levemente la cabeza hacia los caídos y brindo una ferviente bendición por los vivos—un recordatorio de que la frontera entre la vida y la muerte es frágil y de que cada aliento es un regalo.

Llevo esta historia conmigo grabada en una verdad indeleble: no es la tierra la que nos sepulta, sino nuestra rendición ante el miedo. Y así vivo, respiro y recuerdo, eternamente agradecido por la segunda oportunidad que me otorgó la oscuridad.

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