Introducción
Un único globo de luz de gas vacilante proyecta sombras grotescas a lo largo de las estanterías de hierro forjado del laboratorio clandestino del doctor Adrian Blackwood. Cada superficie a su cuidado está abarrotada de aparatos alquímicos parpadeantes: retortas presurizadas que suspiran vapor, delicados serpentines de cobre enrollados alrededor de frascos de vidrio llenos de líquidos fosforescentes, y antiguos tomos encuadernados en cuero cuyas páginas amarilleadas atestiguan teorías prohibidas. Más allá de la ventana esmerilada, arrecia una tormenta, como si el cielo mismo se rebelara contra los experimentos antinaturales que allí ocurren. El aire sabe a ozono y descomposición, cada bocanada recuerda la delgada línea entre el descubrimiento y el desastre. El propio Blackwood se alza en el ojo de la tempestad, su rostro demacrado iluminado por una sola lámpara de arco, los ojos parpadeando como los de un erudito poseído. Apenas unos meses atrás era un respetado profesor en Oxford, elogiado por sus aportes a la óptica y la fisiología. Sin embargo, la noble búsqueda del conocimiento se envenenó en obsesión cuando tropezó con fórmulas que insinuaban una transformación milagrosa: la capacidad de desvanecerse de la vista mortal. Al beber el último vial con un temblor deliberado, el tiempo parece vacilar. Se oyen pasos detrás de él, aunque el asesino podría residir en su propia conciencia. Remueve el suero bajo la lengua y, al intensificarse el silbido presurizado del vapor, débiles volutas de traslúcida palidez se esparcen por su piel como neblina matinal sobre el vidrio. Observa con asombro y horror cómo los últimos vestigios de reflejo se desvanecen, junto con cualquier certeza de lo que queda dentro: ¿hombre o monstruo?
La obsesión se apodera
El instante en que Blackwood se desvaneció, el mundo a su alrededor se quedó inmóvil. Alzó una mano temblorosa hacia el rostro y apenas sintió la débil impresión de un pómulo, una huella fantasmal que cambiaba con cada respiración. Un escalofrío recorrió su cuerpo: la prueba de un triunfo tan embriagador que casi se escapa de los límites de la realidad. Hizo señas para acercar la lámpara de arco, apoyando la palma contra la esfera de cristal. Una onda de oscuridad consumió su silueta hasta que la lámpara quedó sola, con los filamentos encendidos, suspendida en perfecta soledad. En ese instante, la soledad de la invisibilidad le reveló tanto su poder como su maldición. Invisible, pudo escuchar a hurtadillas a colegas que antes lo respetaban. Hurtó cartas de académicos rivales, desentrañando sus correspondencias más íntimas, y vio cómo sus reputaciones se desmoronaban sin disparar un solo tiro. Sin embargo, cada traición corroía su conciencia, un eco persistente de aquel hombre que antaño creía en la integridad. Párrafo tras párrafo de confesiones garabateadas llenaron sus cuadernos, relatando cada trasgresión moral cometida bajo el amparo de la nada. Lentamente, su entusiasmo inicial se transformó en paranoia. Voces en la noche parecían burlarse de él: ¿podría alguien existir en un estado de completa oscuridad y mantenerse cuerdo? Blackwood se sintió encadenado a su propio invento, experimentando sin descanso en las horas muertas para perfeccionar el antídoto. Pero cada éxito lo alejaba más de la redención, y la línea entre científico y espectro se hacía peligrosamente tenue.

Para escapar de los asfixiantes confines del laboratorio, Blackwood se adentró en los callejones de Whitechapel Road. Se movía como un fantasma por los patios tenuemente iluminados, arrastrando el aroma de ladrillos húmedos y desechos. Los estibadores y los tenderos, acostumbrados a la niebla, nunca sospecharon que algo más siniestro rondaba sus rutinas nocturnas. Con mano temblorosa, Blackwood levantó la campana de una linterna para revelar el aire vacío sobre una caja de pescado salado; sus gritos y maldiciones retumbaban solo en sus oídos, como si el mundo se negara a creer en su presencia. Cada interacción despojaba un poco más de su humanidad. Se deleitaba con el sobresalto de un monedero que desaparecía, el cosquilleo de ver cómo los ahorros de toda una vida se evaporaban en un suspiro. Pero al regresar a casa, en el silencio oscuro de sus aposentos, luchaba con el nuevo vacío interior: un abismo espectral de empatía, esa misma empatía que temía haber perdido para siempre.
Sus diarios se convirtieron en el único refugio para sus pensamientos rotos. A la tenue luz de las velas registraba cada matiz del efecto del suero, especulando sobre formas de fusionar su ventaja inhumana con precisión científica y un atisbo de freno moral. Probó concentraciones hasta que sus yemas sangraron, forjando enlaces químicos con ingredientes tan exóticos que ningún colega pudo replicarlos. Líneas hipnóticas en latín y griego se entrelazaban con fórmulas garabateadas en una escritura frenética, como si dos lenguajes lucharan en su mente: uno suplicando por la razón, el otro exigiendo un poder sin límites. Así, Blackwood se encontró en una encrucijada de pasos invisibles: volver a la visibilidad, exponiendo sus pecados al mundo, o continuar por la senda del espectro, renunciando a los últimos fragmentos de su conciencia a cambio de una eternidad de dominio.
Acto de desaparición en Whitechapel
Bajo el manto de un cielo sin luna, Blackwood se adentró de nuevo en el corazón de Londres. El laberinto de callejuelas estrechas y casas en ruinas de Whitechapel servía a la perfección a su propósito: el anonimato estaba garantizado cuando nadie puede ver lo que no cree posible. Se infiltró en una multitud bulliciosa frente a un salón, mezclándose entre abrigos raídos y aliento a whisky. Los extraños tropezaban contra él, sus chaquetas rozando el aire vacío, miradas atónitas buscaban al culpable que les había robado el equilibrio. Se acercó lo suficiente para escuchar el crujido de las tablas bajo la estrecha escalera que conducía a un burdel, y sustrajo un monedero repleto de monedas. Un fugaz destello de triunfo iluminó su espíritu oculto, pero pronto se disipó ante una curiosidad más oscura: ¿cuántas vidas podría trastocar antes del amanecer?

La noche que pasaría a la leyenda, un mercader se escandalizó por un cargamento de seda desaparecido de su carro repleto, desatando acusaciones de brujería en la calle. Susurros sibilantes viajaron de los tabaqueros a los pescaderos hasta que el rumor de un ladrón fantasmal se propagó por el barrio como un incendio. El inspector Elias Rawlings, un hombre estoico de complexión delgada y mente aguda, llegó con un escrito oficial en mano. Se colocó bajo una lámpara parpadeante, midió con cuidado las huellas esparcidas —un rastro que terminaba de golpe, como si su dueño hubiera sido alzado de la tierra— y notó una leve mancha de seda azul sobre la rugosa piedra. Rawlings se agachó para examinar el hilo, la mandíbula apretada por la determinación. Un silencio se cernió sobre los curiosos, roto solo por el lejano tañido de Big Ben marcando la hora. Aún no podía comprender el alcance de las fuerzas que perseguía: su cuaderno de casos no contenía precedentes de un criminal que no proyectara sombra.
Blackwood observó desde la boca de un pasadizo desierto, el corazón golpeándole las costillas que de pronto le parecían demasiado estrechas para un secreto tan inmenso. Estudió la marcha metódica del inspector, cada paso medido delatando una voluntad de hierro. En ese instante, Blackwood percibió un intelecto rival al otro lado del umbral crepuscular: alguien capaz de desentrañar su ventaja invisible no por un poder sobrenatural, sino por pura deducción. La idea le provocó un estremecimiento de pánico. Se retiró al laberinto, dejando a la policía persiguiendo el aire vacío, pero guardó el escrutinio disciplinado de Rawlings en su mente. Su creación no era un simple truco; era un arma que lo separaría de la propia humanidad, y ahora un cazador de mente brillante amenazaba con arrebatarle el control de la historia.
El abismo moral
En los días que siguieron, las anotaciones en el diario de Blackwood adquirieron un tono cada vez más oscuro. Lo que antes veía como un triunfo de la invisibilidad se había convertido en un espejo que exponía sus peores impulsos. Exploró las mansiones más grandiosas de la ciudad desde muros cerrados, escuchó confesiones susurradas y secretos familiares que envenenaban linajes y encadenaban fortunas. Con cada revelación se convencía más de que los códigos morales de la sociedad no eran más que frágiles ilusiones. Solo tenía que arrancarlos para revelar el núcleo humano desnudo. Sin embargo, al escudriñar esas grietas privadas, sintió el eco de su antiguo yo: una pequeña voz que aún reconocía el horror inherente a sus hazañas.

Mientras tanto, el inspector Rawlings se negaba a creer en robos sobrenaturales. Rastreó cadenas de suministro, entrevistó a estibadores y compiló una red de pruebas físicas que ninguna fuerza invisible podía alterar. Cada pista lo acercaba más a la verdad: solo un científico de gran genio y similar locura podía haber concebido un crimen así. Las investigaciones de Rawlings apuntaron al viejo molino abandonado en las afueras de la ciudad, un refugio rumoreado para experimentos clandestinos. Blackwood entendía la lógica del inspector, pero disfrutaba de la ironía: Rawlings no hallaría más que una cáscara vacía. En una noche embarrada por la lluvia, el inspector llegó al molino, linterna alzada. Circundó la base, observó huellas medio borradas por el viento y la lluvia, y recogió un retazo del abrigo de laboratorio que Blackwood había desechado. En ese fragmento de tela, Rawlings leyó la confesión entrelazada de horror y genio, una revelación destinada a quebrar tanto al cazador como a la presa.
Convencido de que debía dar por concluida esta caza al gato y al ratón envenenando las certezas de Rawlings, Blackwood orquestó un encuentro final en su propio santuario. Enmascaró la puerta principal con el olor a brea ardiendo y forró las ventanas con planchas de plomo para que incluso el ojo más perspicaz no hallara indicio alguno. Cuando Rawlings entró en la cámara silenciosa, decidido a llevar a un lunático ante la justicia, Blackwood permanecía invisible a su lado. Una risa baja resonó en el salón vacío, rebotando en las paredes de piedra. El inspector giró, el haz de su linterna cortando la oscuridad, y solo encontró aire vacío. Entonces el espectro habló con la voz temblorosa de Blackwood, una voz ahora distante y extraña. “Su mente es un gran instrumento, inspector —susurró—. Pero, ¿puede capturar lo que yace más allá de la carne y el hueso?” En ese instante comenzó la confrontación final entre intelecto y locura, cada combatiente dispuesto a sacrificarlo todo por el control del secreto supremo.