Introducción
En una fresca mañana de primavera en un pequeño pueblo medieval de Persia, las cúpulas de azulejos del hamam local resplandecían con el tenue calor del alba. El vapor se elevaba en finos hilos desde las losas de mármol caliente, mientras el goteo suave del agua resonaba bajo los arcos. Corría la voz de que el erudito Mullah Hadi —famoso por sus sermones y su riguroso orgullo piadoso— honraría el baño turco con su presencia. Llegó envuelto en seda fina, con el turbante impecable, esperando no sólo un baño lujoso, sino también una audiencia de admiradores dispuestos a alabar cada uno de sus gestos. Los atendientes, cepillos en mano, preparaban las salas humeantes, y los curiosos se apiñaban tras las celosías para ver al hombre santo.
Sin embargo, en aquel hamam no se trataba sólo de un simple baño. Entre los habituales se ocultaba un círculo de derviches sufíes, cuya risa y bromas ligeras enmascaraban profundas lecciones de humildad. Cansados del tono altivo de Hadi, decidieron enseñarle, mediante pequeñas bromas, que la sabiduría y la verdadera recompensa a menudo yacen más allá de nuestras propias expectativas. Así, cuando el mulá entró en la cámara mayor, desnudo salvo por una toalla, los derviches intercambiaron miradas cómplices. Su plan se desplegaría en tres actos —cada uno más sorprendente que el anterior— y demostraría a Hadi que la risa, la bondad y el corazón abierto guardan bendiciones que ningún sermón puede igualar. Y así, entre el remolino de vapor y el eco de las fuentes, da comienzo nuestra historia.
Acto Uno: La piedra resbaladiza
Mullah Hadi estaba acostumbrado al silencio reverente. Al posar el pie sobre la losa de mármol, alzó las manos en suave oración y avanzó con paso altivo, esperando que los atendientes acariciasen sus pies y elogiasen su linaje sagrado. Pero un derviche travieso había engrasado la piedra con una mezcla secreta de aceites y jabones. El pie de Hadi resbaló antes de que pudiera reaccionar, y casi se precipita al suelo. Con sorprendente agilidad se sostuvo —y gritó a los asombrados espectadores. Cuando recobró la compostura, su toalla de seda había sido sustituida por un paño tosco y áspero. Disgustado, se quejó ante los bañistas, pero éstos sólo sonrieron, ofreciéndole el nuevo paño con una reverencia.

Clavó la mirada en los derviches, que fingían ocuparse de cubos de agua humeante, con los ojos chispeando bajo cejas fruncidas. Cada vez que intentaba pronunciar un sermón, las losas calientes siseaban bajo sus pies y, al siguiente instante, se enfriaban como hielo. Desconcertado, exigió respeto —pero cada eco en la sala de la cúpula respondía con carcajadas. La paciencia del mulá se agotaba, y aunque intentaba mantener la compostura, las bromas se sucedían con creciente rapidez y absurdidad. Patos tallados en madera flotaban donde él lavaba sus pies, emitiendo chillidos al moverse.
Al llegar a la fuente central, se detuvo para recuperar el aliento. Más herido en el orgullo que en el cuerpo, comprendió que tras aquella farsa se escondía una lección de humildad. Sólo restaba una sorpresa antes de que los derviches le otorgaran el premio final. Este primer acto había terminado con risas, pero también le dejó maravillado ante las inesperadas verdades que incluso un hombre santo puede aprender de manos juguetonas.
Acto Dos: El secreto susurrado
Su recuperación fue lenta, pero la curiosidad de Hadi se avivó al ver cómo los derviches se reunían. Formaron un círculo laxo a su alrededor, con voces bajas y conspiradoras. Al principio, se erizó —¿sería otra trampa?—, pero en aquel susurro no percibió burla, sino una suave invitación. Hablaron de un frasco oculto de agua de rosas perfumada con azafrán, que otorgaba perspicacia a quienes la probaran con corazón abierto. El orgullo del mulá se inflamó: evidentemente, él debía ser el primero en saborear tal rareza. Mas los derviches insistieron en un desafío amable: para recibir el agua de rosas, debería enseñarles un verso del gran poeta Rumi, como si su posición le obligara a demostrar su saber.

De pie bajo la araña de faroles, Hadi inclinó la cabeza y comenzó a recitar. Su voz retumbó en la cúpula, clara y firme, mientras los bañistas callaban para escuchar. Al pronunciar las últimas líneas, advirtió que su orgullo lo había llevado a recitar no por compartir, sino por probarse ante los demás. Los derviches sonrieron, y uno de ellos le ofreció el frasco. Hadi alzó la tapa. Una gota de líquido dorado acarició su lengua. Por un instante, el mundo titiló: gotas suspendidas en el aire como diminutos diamantes, el aroma de rosa y azafrán colmando sus sentidos, y un vislumbre de la serena dicha de los corazones libres de vanidad.
Pero antes de que pudiera hablar, una ráfaga de aire frío apagó los faroles. La oscuridad reinó un breve instante, y luego la luz regresó. El agua de rosas había desaparecido. En su boca sólo quedó el recuerdo de la dulzura. En cambio, sintió un sutil cambio: su pecho se aflojó, los hombros se relajaron y una pequeña sonrisa asomó en sus labios. El verdadero regalo no había venido de saborear el agua perfumada, sino de reconocer su propia necesidad de algo superior a la simple demostración de valor.
Acto Tres: La recompensa invisible
En el acto final, el corazón renovado del mulá lo guió hacia la misericordia. Mientras limpiaba las losas grises para los clientes que se retiraban, advirtió a una anciana que luchaba con su toalla desgastada, el cabello húmedo y alborotado. Sin pensarlo, Hadi le ofreció su propia toalla, sacrificando su comodidad y temblando de frío. La mujer la aceptó entre lágrimas de gratitud, y él sintió un calor que brotaba desde el pecho.

Entonces llegó el momento silencioso: el derviche principal se acercó y colocó una sencilla caja de madera sobre el banco. “Ábrela —dijo en voz baja—.” Hadi alzó la tapa, esperando hallar monedas de oro o sedas finas. En lugar de eso, descubrió una pequeña loseta de barro pintada con las palabras “Al-Khair fi Dulumat” —“La bondad en la oscuridad”— y, debajo, una única piedra sin pulir, grabada con símbolos sufíes. Confundido, alzó la mirada. Los derviches lo ayudaron a ponerse de pie y lo guiaron hacia el exterior. Allí, el sol matinal iluminó el patio. La piedra empezó a calentarse y su superficie centelleó, liberando docenas de diminutas luciérnagas que danzaron hacia el cielo. Rodearon la cabeza del mulá como un halo, trazando patrones luminosos hasta desvanecerse sobre los tejados.
El gentío contuvo el aliento. Por un instante, Hadi se sintió indigno, pero luego comprendió que aquel humilde obsequio, invisible al valor de la tela o la moneda, le había revelado su propia capacidad de dar, de soltar y de descubrir milagros más allá de toda expectativa. En esa última hora luminosa, el mulá inclinó la cabeza no en sermón, sino en gratitud.
Conclusión
Al vaciarse el hamam, Mullah Hadi se sentó en los escalones fríos de mármol, sosteniendo la piedra suave que le había revelado su lección más auténtica. Ni la seda ni el oro igualaron el resplandor de aquellas luciérnagas, y ningún sermón había calado tan hondo en su corazón. Desde aquel día, habló menos de su propia grandeza y más de la bondad que brota de gestos inesperados. La historia del mulá que aprendió humildad en un baño turco se difundió más allá del pueblo de Mosha: viajeros narraron cómo un coro de derviches risueños le enseñó a invocar luciérnagas con una humilde loseta de barro.
Cada vez que alguien dudaba del valor de los regalos sencillos o de la sabiduría de soltar, los aldeanos señalaban la sonrisa apacible del mulá, recordando que la verdadera recompensa suele ocultarse tras una broma juguetona. En este cuento popular persa aprenderemos que el orgullo resbala tan fácilmente como un pie sobre mármol engrasado, pero un corazón abierto con risa y generosidad brilla más que cualquier tesoro. Así concluye nuestra historia de expectativas trastocadas y recompensas reveladas, recordándonos que los regalos más grandes llegan cuando menos los esperamos y en formas que nunca hubiéramos imaginado. Mullah Hadi llevó esa lección a cada sermón y a cada acto de bondad, para siempre transformado por un día de risas, agua perfumada de azafrán y luciérnagas danzando al amanecer en el hamam de su juventud.
¡Gracias por compartir esta risa y sabiduría con nosotros, y que sus propias expectativas descubran tesoros inesperados en los días venideros!