Introducción
Bajo un cielo zafiro teñido de hilos de luz al amanecer, el gran hamam de Yazd se alzaba como un palacio de vapor y piedra. Sus arcos tallados y pilas de mármol brillaban bajo faroles cuyo resplandor suave prometía calor y descanso. La fama de este baño turco se había extendido de los caravanserais a las mezquitas de los pueblos: se decía que sus aguas calmaban los músculos adoloridos y sosegaban las mentes inquietas. Sin embargo, para el mulá Farid, conocido tanto por su lengua afilada como por su estricta devoción, el hamam ofrecía otra recompensa. Llegó con hábitos raídos, portando una pequeña bolsa de cuero llena de monedas de plata: lo justo, creía, para asegurarse un mimo sin extravagancias.
Al entrar por la baja puerta abovedada, una suave ola de calor lo envolvió, provocando un escalofrío de expectación que no había previsto. Se detuvo en el umbral de mosaicos, aspirando el aroma del agua de rosas mezclado con humo de cedro. Los bañistas se recostaban en bancos de azulejos, sus risas resonando bajo las bóvedas cavernosas. El mulá Farid carraspeó y se acercó al severo asistente con intención de regatear: “Oh guardián de estos muros sagrados”, proclamó, “concédeme el mejor servicio digno de un humilde siervo de Alá, y no pagaré más que estas seis monedas.” Silencio. Luego, los labios del asistente se curvaron en una sonrisa cómplice. “Maestro mulá”, dijo, “por ese precio recibirás lo que mereces.” El pecho del mulá se ensanchó de orgullo. Se quitó el jubón, dejó su bolsa junto al borde de mármol y esperó el prodigio de confort que creía haber conseguido con astucia. Pero la verdadera lección, pronto descubriría, aguardaba bajo capas de vapor y expectativas…
Regateos, burbujas y fanfarronería
El mulá Farid se sentó en un bajo banco de mármol, los ojos brillando con anticipación calculada. El vapor se arremolinaba alrededor del brasero de hierro a su lado, perfumado con eucalipto y menta. Contó sus seis dirhams de plata una vez más y luego aplaudió para llamar la atención del asistente. Con voz henchida de importancia, anunció: “Venerable guardián de estas aguas sanadoras, atiéndeme ahora: busco el más exquisito mimo que ofrezca tu hamam, pero a un costo no mayor que estas seis monedas.” A su alrededor, otros bañistas alzaron la vista, curiosos por presenciar el peculiar intercambio.

El asistente hizo una reverencia cortés, su rostro impenetrable entre el vapor danzante. Habló en voz baja: “Mulá Farid, tu precio ha sido anotado. Pero debes aceptar nuestra costumbre: cada huésped paga por lo que verdaderamente merece.” Antes de que el mulá pudiera protestar, el asistente se dirigió a un par de sirvientes robustos que lo condujeron hacia la piscina principal. Las prendas de Farid cayeron revelando su jubón interior; con un gesto ceremonioso, se introdujo en el agua tibia y fragante. Al acomodarse, notó que su bolsa había sido desplazada a un pequeño pedestal cercano. Entreabrió un ojo escéptico, pero nadie se atrevió a sostenerle la mirada.
Poco después, dio comienzo el prometido mimo. Dos ayudantes del hamam se acercaron con ásperos cepillos de sisal empapados en jabón perfumado de sándalo. El rostro de Farid se contrajo mientras lo restregaban con vigor incesante. Él resopló con indignación, recriminándoles por el trato brusco, pero ellos ni aflojaron el paso ni esbozaron una sonrisa. Cuando terminó el frotado, dos asistentes más aparecieron, cada uno portando enormes ramas de hojas de eucalipto. Con gracia ensayada, azotaron los brazos y la espalda del mulá, liberando un aroma embriagador en el vapor. El ritual fue tan vigorizante como inesperado, muy distinto a la caricia suave que había imaginado.
“Insististe en recibir el tratamiento que realmente mereces”, comentó la voz del asistente entre la bruma. Farid jadeó sorprendido. “¿Y qué, acaso, merezco?”, preguntó. No obtuvo respuesta, solo el murmullo del agua goteando y los suaves suspiros de los demás bañistas. Empapado hasta los huesos, con los músculos temblando por el enérgico azote de eucalipto, Farid subió a un estrado de mármol. Otro asistente tomó con delicadeza agua de rosas en la palma de su mano y la roció sobre cada ceja con precisión. El mulá cerró los ojos, sintiéndose tanto ofendido como curiosamente renovado. “Merezco algo mejor”, murmuró para sí, aunque una chispa de duda comenzaba a titilar en su pecho.
Cuando el último asistente aplicó una gota de aceite con aroma a neroli en su frente, la indignación de Farid se había disipado, sustituida por un encendido atisbo de asombro. Sus miembros se sentían más ligeros, su mente más clara. Al buscar su bolsa, descubrió que solo quedaban tres dirhams. El corazón se le hundió ante el temor de tener que regatear de nuevo. Antes de que pudiera protestar, la puerta principal se abrió de golpe, y un grupo de eruditos locales entró a grandes zancadas, riendo y palmoteándose en el hombro. Habían venido a escuchar el sermón del mulá, solo para descubrirlo en un estado de despojado éxtasis. Avergonzado, Farid salió disparado del estrado y se cubrió con la toalla alrededor de cintura y hombros. Los estudiosos lo recibieron con vítores y lo invitaron a unirse. Aún medio aturdido por el purificador ritual, el mulá comprendió que había hallado algo más valioso que la plata: una experiencia que no podía comprarse ni regatear, solo recibirse y apreciarse.
Risas bajo la cúpula
Envuelto en una mullida bata de toalla que le prestó un asistente amable, el mulá Farid siguió al círculo de estudiosos hacia la sala central. El techo abovedado se alzaba sobre ellos, atravesado por pequeños óculos que proyectaban haces de luz sobre los mosaicos. Las risas reverberaban entre los arcos mientras los estudiosos contaban la historia de la negociación de Farid y el sorprendente tratamiento recibido. Al principio, el mulá trató de mantener su dignidad, pero cuando uno de ellos imitó su arrogancia con un toque de toalla goteante, no pudo evitar soltar una carcajada.

Se reunieron alrededor de una mesa baja llena de bandejas con frutas en rodajas: granadas, higos, dátiles cubiertos de miel, junto a diminutas copas de sorbete de agua de rosas. La fragancia dulce se mezclaba con el eco del vapor, creando un aroma embriagador que arrancaba sonrisas incluso de los rostros más adustos. Un joven médico del grupo bromeó: “Dinos, mulá, ¿cómo te sientes ahora que has perdido la mitad de tus dirhams y tu orgullo ha quedado maltrecho?” Farid resopló pero no protestó. En vez de eso, tomó un dátil, dejando que su dulzura pegajosa cubriera su lengua. Luego, con una sonrisa pícara, admitió: “Me siento mejor de lo que esperaba. Vine buscando un confort a mi manera, solo para descubrir que lo bueno no obedece a mis regateos.” Los estudiosos aplaudieron y alzaron sus copas de sorbete en señal de triunfo.
Detrás de ellos, columnas de mármol se elevaban bajo el sol de media mañana, tiñendo la sala de tonos dorados. Los asistentes iban y venían, ofreciendo toallas limpias y suaves masajes en la cabeza con pañuelos de seda. El mulá cerró los ojos, dejándose llevar por la inesperada paz de aquel momento. La charla intelectual prosiguió, tocando temas de poesía, teología y la verdadera medida de la caridad. En un momento, un poeta avejentado recitó un verso sobre el agua del hamam como espejo del alma. A Farid le impactó la idea: la lección de aquel día no estaba en los estridentes friegues ni en los precios engañosos, sino en reconocer el valor de la generosidad cuando fluye libremente.
Cuando los estudiosos se alzaron para partir, le entregaron al mulá una pequeña bolsa de monedas —suficiente para recompensar lo perdido—. Pero Farid negó con la cabeza. “Guárdenla para su próxima visita”, dijo. “Ya no necesito regatear por lo que he ganado.” Lo dejaron solo entre el mármol, el dulce aroma de frutas y aceites, y la luz cálida que danzaba en los arcos abovedados. En ese instante de silencio, el mulá Farid saboreó el verdadero premio: una apertura de corazón que ningún precio podría medir.
La verdadera recompensa
Cuando las puertas del hamam se abrieron de par en par hacia la bulliciosa calle, el mulá Farid salió a un mundo que le pareció más luminoso que cuando entró. El sol calentaba los adoquines y los mercaderes de los puestos cercanos ofrecían sus productos: textiles de colores, especias, cristalería reluciente al brillo de la tarde. Farid se detuvo junto a un pozo y sacó un cubo de agua fría para enjuagarse las manos y el rostro. El rito se sintió sagrado, una purificación final tras las extraordinarias pruebas del día.

En un banco bajo un sicómoro, un grupo de niños lo observaba con curiosidad, los ojos abiertos ante su bata perfumada de agua de rosas y su rostro tranquilo y sonriente. Un niño atrevido preguntó: “Mulá sahib, ¿te costó muchas monedas el hamam?” Farid rió y respondió: “Más de lo que planeé, pero menos de lo que habría gastado en remordimientos. Porque recibí algo que ninguna moneda puede comprar.” Los niños se inclinaron, en busca de un secreto.
Les contó del azote de eucalipto y del frote, de la compañía de los estudiosos y de la dulzura del sorbete prestado. Y habló de cómo había ofrecido la mitad de su bolsa solo para descubrir que la bondad regalada regresa multiplicada: en risas, en amistad y en paz mental. La risa de los niños fue el eco más precioso que escuchó en todo el día.
Cuando el sol empezó a ocultarse tras las colinas del oeste, Farid se dirigió a la pequeña mezquita al borde del pueblo. Se detuvo en la puerta, inhaló hondo y entró. Los azulejos familiares y las alfombras de oración lo recibieron como a un viejo amigo. Se arrodilló, cerró los ojos y dio gracias —no por lo que había ahorrado, sino por lo que le había sido concedido—. En el silencio de la oración, sintió una ola de calor donde antes solo albergaba cálculos astutos.
Al emerger al crepúsculo, el mulá Farid respiró profundamente la brisa perfumada de jazmín. Contaría esta historia durante años venideros: cómo seis dirhams compraron más de lo que él conocía, por qué hay que tener cuidado con lo que se ruega y cómo las recompensas más auténticas nacen de abrir el corazón para recibir. Al aparecer las primeras estrellas, el mulá esbozó una sonrisa, sabiendo que su mayor ganga había sido una lección de generosidad y que jamás viviría de la misma manera.
Conclusión
El viaje del mulá Farid a través del vapor y la piedra del hamam de Yazd se convirtió en una historia que fue desde el alminar hasta el caravanserai, tejiéndose en el tapiz de la tradición local. La gente contaba el día en que el mulá regateó por confort y terminó más rico en espíritu de lo que jamás habría imaginado. Sus seis dirhams, antaño guardados con solemne intención, se gastaron no en obstinada tacañería, sino en servicio a la alegría: risas compartidas con los estudiosos, sonrisas curiosas de los niños y la callada gratitud de la oración.
Con el tiempo, el propio Farid llegó a recibir cada baño como algo más que una limpieza del cuerpo; era un recordatorio de que la recompensa verdadera no siempre puede medirse en plata ni oro. Se halla en la bondad inesperada de los extraños, en el toque suave de la naturaleza y en el calor compartido cuando los corazones se abren. Y así, cuando un viajero vuelva a detenerse ante las puertas ornamentadas de aquel legendario hamam, seguirá escuchando los ecos de la lección del mulá: que la generosidad recibida y ofrecida podría ser el tesoro más grande de todos.