Introducción
Antes de que los cantos de las urracas despertaran al mundo, antes de que la primera pincelada de rosa se derramara por el vasto cielo del norte, la tierra permanecía envuelta en una noche sin fin. Era el Tiempo del Sueño, cuando las rocas recordaban y los árboles hablaban suavemente a quienes sabían escuchar. En aquellos días, la gente del billabong temblaba bajo la Cruz del Sur, con su única luz repartida en estrellas y en los senderos resplandecientes que dejaban los antiguos espíritus danzando en el cielo. No había fuego en la tierra: ningún calor que protegiera del frío, ninguna llama alrededor de la cual reunirse, ningún amanecer que marcara el día. Los cocodrilos se deslizaban por aguas negras, los wallabies dormían intranquilos en hondonadas gélidas, y la gente narraba sus historias en susurros junto a cenizas frías, porque el mundo pertenecía al Pueblo del Fuego, y ellos guardaban su secreto muy lejos.
Pero entre aquellos niños había un muchacho llamado Marri, con ojos tan brillantes como la luna en una poza de roca y un corazón inquieto como un zorro volador al atardecer. Donde otros solo veían oscuridad, Marri rastreaba patrones en las estrellas, preguntándose qué habría más allá del límite de la noche. Cada día ayudaba a sus mayores a recolectar raíces y bayas, aprendiendo los senderos ocultos y las piedras sagradas, pero sus sueños siempre volvían al frío, al misterio de la luz que florecía en los relatos y nunca en su mundo. Su abuela susurraba que, al principio de los tiempos, el Pueblo del Fuego robó el sol y lo escondió dentro de un árbol hueco. Decían que quien lograra burlar su vigilancia traería algo más que llamas: devolvería el amanecer.
Fue esa historia la que parpadeó en la mente de Marri la noche en que el viento aulló extraño y las sombras se agitaron inquietas entre los banianos. Se despertó antes de que la luna cayera y se deslizó hasta el billabong, donde la niebla se enroscaba sobre el agua como un recuerdo. Allí hizo una promesa a la oscuridad vacía: encontrar al Pueblo del Fuego, traer la llama sagrada y hacer que el mundo cantara de nuevo con la mañana. Mientras los ancianos dormían y el dingo aullaba a lo lejos, Marri partió, guiado por las manos invisibles de los antiguos, dando el primer paso en la leyenda del fuego y el nacimiento del amanecer.
El viaje más allá de la noche
Los primeros pasos de Marri en la oscuridad infinita fueron amortiguados por tierra fresca y el susurro del viento que se filtraba entre las casuarinas. Sentía el camino al ritmo de las historias del Sueño, moviéndose en silencio como un wallaby, tanteando senderos secretos. Los árboles alzaban sus ramas sobre él, sugeridos por la luz de las estrellas, sus relatos tan antiguos como la tierra bajo sus pies. Se decía que el Pueblo del Fuego vivía al este, más allá de la piedra cantarina y de las siete colinas milenarias, donde el río brillaba dorado y el cielo se tornaba delgado. El aliento de Marri se nublaba frente a él. Cada sonido—el agudo kurr-kurr de un chotacabras, el lejano chapoteo de un pez—era a la vez guía y desafío, como si el mundo pusiera a prueba su determinación.

Los animales, normalmente esquivos, observaron al muchacho moverse con silenciosa aprobación, intuyendo su propósito. En la segunda noche, un espíritu de zarigüeya apareció entre las ramas. Sus ojos, grandes y sabios, centellearon suavemente. “¿Por qué caminas solo de noche, Marri?” susurró, su voz ondulando como en el agua. Marri respondió: “Para hallar lo que al mundo aún le falta: calor y la mirada radiante del alba. Nuestro pueblo está listo para el fuego.” El espíritu asintió y dejó caer una hoja de eucalipto que brillaba con un tenue resplandor. “Llévala,” dijo, “pues guarda la memoria del Sueño de todo lo que arde y florece.” Guiado por ese talismán, Marri continuó su marcha más allá de piedras que vibraban con un poder sombrío y a través de praderas donde la hierba canguro susurraba bendiciones.
Tras varios días, el cansancio se abatió sobre Marri, pero el hambre de su corazón ardía más fuerte que la sed o el agotamiento de sus pies. En la quinta noche, durmió bajo una cúpula de galaxias silenciosas. Una risa tenue, cálida como el fuego, danzó en el viento austral. Al despertar, se encontró en lo alto de una cresta de roca roja milenaria, mirando matorrales infinitos y ríos serpenteantes. A lo lejos, un fulgor radiante como una brasa despertando señalaba su destino: la tierra del Pueblo del Fuego.
Bajando por la ladera, Marri reconoció huellas frescas: pisadas retorcidas, afiladas en el talón, pies de espíritus, decían los viejos, capaces de transitar entre mundos. En el lecho seco de un arroyo, el aire olía a humo con matices de miel y eucalipto: ¿la estela de una serpiente arcoíris o una advertencia oculta? Marri se agachó y llamó al Sueño por valor. Al regresar el crepúsculo, vislumbró figuras entre los árboles: altas siluetas titilantes envueltas en humo dorado y ocre—al fin, el Pueblo del Fuego.
El secreto de los palitos de fuego
Al borde de su claro secreto, Marri contempló la danza del fuego del Pueblo del Fuego: un tejido lento e hipnótico donde cada gesto provocaba chispas y el humo se retorcía formando imágenes de criaturas y ríos. Aquellos seres, ni completamente espíritu ni humano, se deslizaban alrededor de un tronco hueco de donde escapaban tenues resplandores. La líder, alta y coronada con plumas blancas de cacatúa, avanzó. Sus ojos brillaban como brasas profundas cuando habló: “Niño, ¿qué te trae a este suelo sagrado de brasas?” Marri, temblando pero resuelto, apretó la hoja de zarigüeya contra su pecho. “Mi clan tiembla en la oscuridad. Las leyendas dicen que aquí mantienen cautivo al sol junto a su fuego. ¿Compartirán su chispa para que tengamos calor, luz y el día que se avecina?”

Se extendió un silencio inquietante. El espíritu de fuego más joven, con melena anaranjada como la llama, lo observó con curiosidad. La líder se inclinó y golpeó la tierra con un bastón rojo. “El fuego es vida: lo guardamos porque demasiado arde sin freno y muy poco marchita todo. Muchos han venido, ninguno ha regresado completo. Pero hablas con sabiduría antigua y hambre nueva.” Con un gesto lo invitó a acercarse. Marri vio que dentro del tronco hueco descansaban no el sol en sí, sino dos palitos: uno duro y otro blando, labrados con serpientes y llamas. “Estos son los palitos de fuego,” explicó la líder. “Tienen la antigüedad del tiempo y están llenos del Sueño. Sólo quienes escuchan la canción interior de la madera pueden invocar la llama con habilidad y respeto.” Ella se arrodilló ante Marri. “Muéstranos: ¿tienes paciencia y valor?”
Marri se sentó con las piernas cruzadas, recordando las antiguas enseñanzas de los ancianos. Con calma colocó el palito blando en una ranura, presionó el duro contra él y comenzó a girar y tallar. Fue un esfuerzo extenuante: sus palmas dolían, su aliento se entrecortaba, pero recordó a su gente temblando de frío. Las chispas danzaron y, de pronto, un hilo de humo, un rescoldo recién nacido y tembloroso. El Pueblo del Fuego observó en silencio casi reverente. “Honra el fuego,” murmuró la líder. Con el corazón desbocado, Marri sopló suavemente hasta que la brasa prendió la hierba seca y brotó una diminuta llama.
El Pueblo del Fuego entonó un canto, parte bendición, parte advertencia. “Lleva los palitos de fuego,” susurró el espíritu más joven, “pero promete enseñar, compartir y jamás dejarte dominar por las llamas.” La líder tomó la muñeca de Marri. “El fuego, mal usado, convoca lluvia y sombra. Guárdalo con esmero.” Al pintar el horizonte el primer rubor del amanecer, Marri recibió los palitos sagrados envueltos en una capa de niebla y se le reveló el sendero secreto de regreso a casa. No ganó el don con engaños, sino con humildad y sabiduría: la más valiente lección del Tiempo del Sueño.
El regreso, el primer amanecer y el don del fuego
Con los palitos sagrados en mano, Marri apresuró el regreso. La luz del amanecer, pálida y nueva, dispersó los últimos jirones de la noche e iluminó la tierra con colores jamás vistos: eucaliptos rojos sonriendo, canguros perfilados como estatuas, bandadas de cacatúas salpicando de rosa y blanco el cielo. El mundo, acostumbrado a la penumbra estelar, parpadeó y despertó.
El camino de vuelta aún estaba lleno de retos: una tormenta furiosa, ríos crecidos, dingos al acecho. Sin embargo, con la memoria del fuego ardiendo en sus manos y la sabiduría de la hoja de zarigüeya bien guardada, Marri superó cada prueba. Encendió fuego en la hendidura de unas piedras, alejó el frío y la ferocidad, y siguió adelante impulsado por el canto de la llama.

Al llegar al campamento de su clan con el cielo ya dorado, las aguas del billabong centelleaban como joyas. Los ancianos, llenos de asombro y esperanza, observaron mientras Marri mostraba los palitos de fuego—los llamó “Djindji” y “Wayama”, dones del Sueño—y les enseñaba a recolectar madera blanda y hierba seca, a dominar cada gesto con paciencia. Unidos, convocaron el rescoldo y, por primera vez, el fuego danzó en el corazón de su hogar. Su calor dispersó el frío, su fulgor proyectó historias en siluetas sobre los muros de las chozas y su luz atrajo a todas las criaturas. Allí, al fin, reinaban la certeza y el valor.
La noticia de la hazaña de Marri se propagó por toda la región. Tribus se reunieron para aprender la práctica sagrada, prometiendo usar el fuego con respeto. Desde entonces, el crepúsculo supo que siempre cedería al amanecer, pues cada mañana sería avivada por la llama. Humo se elevó sobre cada campamento como señal: el niño que desafió la danza del Pueblo del Fuego había traído el aliento luminoso de la vida, y el alba se convirtió en la promesa de su valor. Las abuelas pintaron su historia en corteza, los padres marcaron el ritmo de los palitos de fuego en sus tambores, y los niños de toda tierra escuchaban el susurro de la mañana al nacer la llama. Así, el fuego no fue robado, sino merecido y compartido: un secreto del Tiempo del Sueño vivo dondequiera que dos palitos se unan y los corazones anhelen la luz.
Conclusión
Así se narra que el fuego no llegó con truenos ni desde un cielo usurpado, sino en las manos suaves y firmes de un muchacho que escuchó las historias, confió en los guías espirituales y respondió a las necesidades de su gente con sabiduría y humildad. Cada mañana, al arder otra vez el cielo oriental, se recuerda el viaje de Marri. Sus fuegos se encienden con cuidado; sus días comienzan no en tinieblas, sino cálidos y radiantes bajo el amplio sol. La leyenda del joven que halló el fuego perdura en cada chispa producida por manos pacientes, en el fulgor que une a las familias y en la certeza de que los grandes dones deben respetarse, compartirse y jamás acumularse. Gracias al valor de Marri, el mundo acoge cada amanecer y los sagrados palitos de fuego, entrelazando todas las generaciones con un solo hilo dorado: un recuerdo mítico escrito en llama contra la noche eterna.