Paul Bunyan y Babe: La legendaria buey azul del norte

19 min

Paul Bunyan surveys a dense pine forest as dawn light filters through the canopy.

Acerca de la historia: Paul Bunyan y Babe: La legendaria buey azul del norte es un Cuentos Legendarios de united-states ambientado en el Cuentos del siglo XIX. Este relato Historias Descriptivas explora temas de Historias de Perseverancia y es adecuado para Historias para Todas las Edades. Ofrece Historias Entretenidas perspectivas. Una épica historia exagerada sobre Paul Bunyan y su poderoso buey azul, Babe, creando hazañas legendarias a lo largo de la frontera indomable.

Introducción

En lo profundo del silencio de los antiguos pinos y sobre las ondulantes colinas de la frontera norteamericana, nació la leyenda de Paul Bunyan. Desde el instante en que el sol matutino ardió como brasas entre las ramas cargadas de agujas, una inmensidad se agitó bajo el dosel imponente. Paul no era un leñador cualquiera: tan alto como el campanario de una iglesia y ancho como la puerta de un granero, avanzaba por el bosque virgen con un hacha en una mano y una mirada firme en la otra. A cada paso, la tierra temblaba; a cada inspiración, el aire se colmaba de promesas. Los pioneros, refugiados de la naturaleza indómita, observaban con asombro cómo derribaba secuoyas más altas que una cumbre y abría ríos lo suficientemente anchos como para que comunidades enteras los navegaran. A su lado se alzaba Babe, el Buey Azul: un gigante amable cuyo pelaje azulado centelleaba con el rocío de la mañana. Juntos moldearon montañas, labraron valles y trazaron sendas donde antes no había nada. Su alianza, forjada en confianza inquebrantable y fuerza sin límites, unía a dos seres impulsados por un mismo propósito, una misma historia y el incesante llamado de la aventura. En ese mundo que extrajeron de lo salvaje, cada golpe de hacha y cada estruendoso pisotón del buey narraban historias de perseverancia, amistad y espíritu de descubrimiento. Más allá del eco de la madera resquebrajándose, su leyenda resonaba en poblados y campamentos madereros, entrelazándose en las narraciones junto a fogatas chisporroteantes. Cada tronco partido por el hacha maestra de Paul, cada milla abierta por el paso firme de Babe, dejaban atrás un legado grabado en la tierra misma. Viajeros hablaban de montones de agujas de pino más altos que los campanarios, de ríos desviado por cuernos juguetones y de valles convertidos en enormes astilleros de madera por capricho de dos amigos cuya fortaleza más grande residía no solo en el músculo, sino en un lazo inquebrantable. A través de inviernos de nieve implacable y veranos de calor abrasador, Paul y Babe permanecieron imperturbables. Cuando el invierno cubría el bosque de blanco, sus huellas abrían caminos lo suficientemente anchos para trenes madereros; cuando el calor del verano reducía los arroyos a hilos, un rugido de Babe desbordaba aguas frescas. Cada triunfo llevaba consigo un susurro de esperanza para una tierra sedienta de progreso, un testimonio vivo de que el valor y la compañía podían transformar incluso lo más salvaje en un lugar de posibilidades.

Orígenes de una leyenda

Largo tiempo atrás, cuando la naturaleza norteamericana se extendía intacta de mar a mar, nació un niño con manos tan poderosas que arrancaban pinos de raíz y hombros tan anchos que podían cubrir puertas de granero. Desde su primer aliento, la propia tierra parecía reconocer su presencia: los arbolitos se inclinaban bajo el peso de su infancia y las hayas se doblaban en saludo respetuoso. Sus mejillas se sonrojaban de un rojo saludable, como si cada árbol del bosque le prestara un matiz. Los vecinos susurraban que, a la mañana siguiente, había crecido lo que medía un arce, y al anochecer se erguía tan alto como la chimenea de una cabaña lejana. Pero por más alto que fuera, Paul se movía con curiosa delicadeza, abriéndose paso bajo el vasto dosel, fascinado por la catedral de ramas que se alzaba encima. Su cuna, tallada en abedul por leñadores curtidos por el clima, tenía el tamaño de una pequeña balsa, y las leyendas contaban que él se mecía de un extremo al otro del campamento maderero antes de que pudiera pestañear. Cada amanecer lo convocaba con promesas, y cada árbol se presentaba como una invitación. Antes de cumplir diez inviernos, Paul derribó su primer árbol: un roble tan ancho que sus anillos contaban casi un siglo de vida. Fue así como comenzó la leyenda: una historia de estatura y corazón, de fuerza medida en algo más que músculo, y de un mundo sostenido por los brazos de un niño cuyo destino estaba arraigado en la tierra de madera.

Paul Bunyan de pie, alto, entre árboles gigantes al amanecer
Paul Bunyan observa un denso bosque de pinos mientras la luz del amanecer se filtra a través del dosel.

En los primeros años de su adolescencia, Paul descubrió que su hacha era más que una herramienta; era una extensión de su espíritu. Con un solo golpe, derribaba árboles ante los que los gigantes se estremecían. Aprendió a calibrar su fuerza, enviando secuoyas al suelo con una gracia más refinada que la violencia bruta. Los colonos se reunían al borde del bosque, con jarras de cerveza en mano y el corazón henchido de asombro, para vitorear cómo un gigante tras otro caía en perfecta fila, como fichas de dominó de madera. Cuando un enorme olmo cayó y bloqueó el curso del río, Paul avanzó, apoyó una bota sobre su tronco y empujó hasta que el agua rugió libre por un nuevo canal. El relato de esa hazaña se propagó por toda la región, transportado en balsas fluviales y diligencias, hasta que cada puesto fronterizo quedó asombrado ante la magnitud de lo que un solo hombre podía lograr. Pero por cada tarea monumental que emprendía, Paul recordaba sus humildes orígenes: la nana susurrada del viento entre los pinos y el suave abrazo del musgo bajo sus pies. Perfeccionó sus habilidades no para dominar la naturaleza, sino para trabajar en armonía con ella, esculpiendo lo salvaje con respeto y propósito. Ese delicado equilibrio entre la fuerza y la consciencia se convirtió en la base de su leyenda.

Una mañana fatídica, cuando la niebla matutina se enroscaba como fantasmas entre los troncos, Paul sintió una presencia cercana. Allí, medio oculta por un pequeño bosque de abedules, dio con Babe: una ternera tan extraña como un sueño, con la piel del color de un cielo de verano despejado y ojos tan amplios como lagos de montaña. Instinto y amistad se entrelazaron al primer encuentro: Babe resopló con curiosidad y Paul soltó una carcajada, cuyo eco retumbó como un trueno amortiguado por la distancia. Reconociendo en esa criatura un aliado, Paul se arrodilló para ofrecerle la palma de la mano, y Babe respondió con un tímido roce de hocico. En ese instante, sus destinos quedaron inseparables. A medida que Babe crecía, sus cuernos se extendieron hasta abarcar el largo de un vagón y sus hombros adquirieron el grosor de la viga principal de una cabaña. Pero bajo esa imponente figura latía un corazón tan cálido como el fuego de las estufas que ardían en cada campamento que Paul visitaba. Juntos hallaron un ritmo tácito—hacha y casco en armonía—que moldeó valles, creó ríos, esculpió cumbres y delimitó praderas. Su asociación encarnó la promesa de que incluso la mayor fuerza alcanza su verdadero poder a través de la compañía.

Conforme su fama florecía, los campamentos madereros brotaron como hongos en un claro húmedo, cada uno ansioso por presenciar a la gigantesca dupla en acción. Los leñadores intercambiaban historias alrededor de tiendas iluminadas por linternas, especulando sobre cuántos árboles podría derribar Paul antes del desayuno o qué distancia podía labrar Babe con un solo pisotón. Los comerciantes buscaban consignar medidas exactas para mapas, mientras poetas y trovadores componían baladas sobre sus hazañas. Sin embargo, Paul rehusaba la gloria y se mantenía firme en su misión de domesticar solo lo que se interponía al progreso, sin transformar cada colina por capricho. Bajo su dirección, la naciente nación halló abrigo e industria: troncos convertidos en viviendas, vigas que sostenían molinos y tablas que formaron embarcaciones para transportar mercancías por cursos fluviales recién creados. Con cada proyecto, Paul y Babe reafirmaban una verdad fundamental: la perseverancia no se forja solo con músculo, sino con visión, paciencia y la valentía de abrir camino donde nadie había osado antes. Para cuando el roble y el olmo cedieron su madera a equipos organizados, la alianza entre el hombre y el buey ya se había grabado en el mismo lecho rocoso de la frontera.

Más allá del horizonte inmediato de maderas y asentamientos, Paul y Babe emprendieron empresas aún más grandiosas, casi milagrosas. Cuando un pico montañoso se negaba a ceder sus recursos, la dupla escaló sus laderas como escaladores de leyenda. El firme agarre de Paul y el paso seguro de Babe trazaron una ruta serpenteante que luego guiaría a generaciones hasta la cumbre. Quienes se alzaron sobre ese filo aseguraban que podían divisar lagos distantes brillando como zafiros y la curva suave de la costa recortándose en el cielo. Era como si el mundo se expandiera a su antojo, revelando nuevos parajes y posibilidades inexploradas. Pero quizá el mayor prodigio no estuvo en los paisajes que modelaron, sino en el espíritu que alimentaron: la certeza de que ningún obstáculo, por imponente que fuera, resistiría ante la determinación compartida. Y en esa verdad descansaba un faro de esperanza para todo aquel que recorría los senderos que dejaron tras de sí.

En el silencio que seguía a cada hazaña, Paul solía detenerse a contemplar el mundo en serena reflexión. Recorría con la mirada las capas descortezadas que narraban estaciones pasadas, escuchaba el coro de pájaros carpinteros retomando su cadencia y observaba a Babe deambular apacible por claros bañados en sol. En esos instantes, el estruendo de las leyendas se transformaba en una melodía suave, un recordatorio de que todo acto de creación monumental brota de lo más humilde. Aunque su historia se contara desde tabernas recónditas hasta granjas aisladas en las praderas, Paul y Babe permanecían aferrados al suelo que pisaban—al latir de vida que vibraba en cada árbol y a la promesa silenciosa de renovación que cada tronco caído guardaba en su interior. Su legado fue y sigue siendo un testimonio de la perseverancia, la unión y el ilimitado vuelo de la imaginación, impreso en el suelo y en el corazón de quienes se atreven a soñar al otro lado del bosque.

Proezas monumentales en madera y piedra

En cada rincón de la creciente frontera, surgían historias alrededor de la imponente figura de Paul. Él abordaba los bosques más densos como si saludara a viejos amigos, blandía su inseparable hacha en amplios y gráciles arcos que hacían caer bosquetes enteros en patrones simétricos. En el noroeste del Pacífico, derribaba secuoyas tan vastas que los pájaros anidaban en sus copas y la savia goteaba durante semanas. Su planificación cuidadosa aseguraba que el suelo debajo permaneciera fértil, esparciendo astillas frescas que nutrían flores silvestres y sotobosque. Cuando los barones de la madera exigían más troncos, Paul les recordaba que los ciclos de la naturaleza eran delicados. Incluso al demostrarlo, trabajaba con precisión, desbastando tablones suaves de los troncos más pesados y dejando intactas las raíces que sujetaban los suelos. El ritmo de su labor era casi musical: cada golpe, asombrosamente exacto; cada árbol, derribado al compás de una armonía tácita. Y mientras los troncos navegaban río abajo hacia los molinos, quienes asistían a la escena sentían que sus propios sueños se anclaban al pulso de aquel esfuerzo.

Paul Bunyan forjando ríos con su hacha y Babe, el Buey Azul, pisando el suelo con fuerza
Pablo Bunyan crea nuevos cursos de agua mientras Babe marca los caminos por donde fluyen los ríos.

Una leyenda habla de un campamento maderero aislado cuando un cedro caído bloqueó el cauce del Arkansas. Paul se lanzó a la acción, despejando escombros con golpes furiosos hasta que la barrera cedió. Al estallar el agua, Babe clavó su casco en el suelo, y un torrente de agua de montaña brotó por nuevos canales. Ese mismo año, una sequía prolongada amenazó las granjas de la región, hasta que Paul, trazando con su hacha un lecho fluvial, devolvió la vida a un arroyo. Allí donde la tierra se había agrietado, el agua empezó a burbujear, como riego divino. Los colonos se alinearon a la orilla para beber de la corriente revitalizada y en broma la bautizaron “El Caldo de Babe” en señal de gratitud. Desde entonces, los ríos fluyeron como seda azul por las llanuras, los misterios se disiparon y los pueblos sedientos celebraron la promesa de cosechas abundantes. Quedó claro que el poder de Paul trascendía la madera: era una fuerza entrelazada con el mismo pulso de la tierra.

Cuando los exploradores se lanzaron al oeste en busca de maravillas inexploradas, Paul y Babe dieron vida al prodigio más grandioso. Surgió entonces un desfiladero imponente donde antes no había nada, con paredes estratificadas de sedimentos y colores milenarios. Según algunos relatos, Paul blandió el hacha con tal ímpetu que resquebrajó crestas montañosas, y Babe, con pisadas calculadas, dirigió el descenso, creando terrazas que más tarde acogerían ríos y vida salvaje. Quienes asomaron por aquel abismo quedaron boquiabiertos ante sus ecos—ecos que anunciaban un mundo rehecho por dos gigantes. Al caer el sol, los tonos del cañón brillaban como brasas, y los viajeros parecían sentir el peso de la historia en cada risco y cada sombra profunda.

En medio de rumores sobre un mar interior, Paul dibujó una cadena de enormes cuencas, talando árboles alrededor de pantanos bajos. Su objetivo era simple: conectar estanques ocultos para formar una red de aguas tan vasta como el puerto de cualquier océano. El machete de su hacha desprendía tierra y rocas, mientras Babe, con su pisotón, ahondaba canales que se convertirían en vías fluviales. Completada la obra, los pescadores navegaron embarcaciones en aguas serenas que se extendían hasta el horizonte. Los lugareños, orgullosos, las denominaron Grandes Lagos, en una broma colectiva sobre la maravilla natural al alcance de su mano. Las olas lamían suavemente playas arenosas y desfiles inundaron los nuevos puertos mientras balsas de troncos llegaban a los molinos. Cada lago adquirió su propio carácter: calmo, tempestuoso, apacible o bravío, todos esculpidos con cuidado por manos y pezuñas que honraban la generosidad del planeta.

En el rigor del invierno, el hielo oprimía cada superficie. En lugar de sucumbir al frío, Paul afrontó el desafío, marcando con el hacha profundas ranuras en glaciares y desviando el deshielo hacia zanjas que tallaba a la luz de la linterna. Babe, imperturbable ante los ventisqueros más altos que un mástil, abría paso con fuerza inquebrantable, cavando pequeñas hondonadas que se inundarían con agua cristalina en la primavera. Esos remansos se convirtieron en lugares de referencia para la fauna, que acudía a beber y retozar cuando la nieve se derretía. Cazadores y tramperos descubrieron esas cuencas naturales y se maravillaron de su claridad y abundancia de peces. Se tejieron relatos de espíritus montañeses bendiciendo la gesta, pero todos coincidían en que los verdaderos héroes fueron un leñador gigante y su fiel buey. Demostraron que, incluso en dominios helados, la creatividad y la persistencia pueden transformar los elementos más duros en paisajes vivos.

Las noticias de estas proezas monumentales se propagaron de costa a costa, desde las rocas de Maine hasta el suelo arcilloso de Alabama. Los pueblos levantaron festivales y erigieron estatuas en honor a Paul y Babe, tallando madera y piedra para conmemorar su alianza. Los escolares aprendían pronto sus nombres, coloreando imágenes de un buey azul y un gigante sonriente con ojos de acero. Líderes políticos mandaron a hacer mapas que destacaban las rutas señaladas por Paul, usando sus senderos como base para ferrocarriles y carreteras. Poetas escribían odas a la colaboración armoniosa con la naturaleza, y compositores plegaban melodías que subían y bajaban como el eco de un casco al pisar. En cada relato, perduraba una lección esencial: crecimiento y progreso florecen cuando la fuerza se modera con la bondad, y la ambición se equilibra con el respeto a la tierra. Este legado vivo sigue inspirando a quienes se adentran en bosques y praderas, en campamentos madereros y ciudades, recordándoles que de la unidad y la visión nace toda obra extraordinaria.

A lo largo de sus empresas, Paul y Babe nunca buscaron la adulación. Medían su triunfo en la risa de los niños que llegaban a nuevas poblaciones, en las cosechas que crecían bajo cielos generosos y en el lazo forjado en el trabajo compartido. Bajo sus formas monumentales latía un credo tácito: todo gran sueño debe arraigar en la humildad, y cada gesto audaz exige previsión. Aunque la industria evolucionara y las máquinas reemplazaran al hacha, la leyenda persistió, recordando a artesanos y magnates madereros que, en el corazón del progreso, sigue palpitando la imaginación. Su historia, portadora del pulso de una época en que el mundo parecía infinito, aún resuena en el susurro de los pinos y en las ondas de los ríos que ayudaron a esculpir.

Legado de la madera y la tradición

Mucho después de que el eco de los hachas se desvaneciera en el aire, las huellas de Paul y Babe quedaron impresas en la tierra y en el imaginario colectivo. El suelo del bosque aún cobijaba tocones como monumentos silentes a gigantes caídos, y los valles conservaban el trazado de los senderos que habían abierto. Las ciudades madereras prosperaron a su paso, los molinos vibraron al ritmo de generaciones que empuñaron el hacha siguiendo sus pasos, y las familias heredaron herramientas bruñidas hasta adquirir un tono azulado en homenaje a Babe. Aunque la máquina de vapor rugiera más fuerte que cualquier buey, el corazón de la industria nunca se alejó de sus raíces. Los recién llegados, embarcados en el ferrocarril, se maravillaban ante las cabañas de troncos que resistían las inclemencias invernales, ignorantes de que Paul había perfeccionado dimensiones y ángulos para techos herméticos y muros sólidos. Pasado y presente se entrelazaban en casas de madera con ventanas que evocaban ojos de buey, y los niños crecían recitando historias del gigante leñador que talló una nación.

Festival en honor a Paul Bunyan y Babe en la plaza de un pueblo maderero
Los habitantes del pueblo se reúnen para honrar a Paul Bunyan y a Babe con música y bailes bajo enormes efigies.

En aquellos primeros campamentos madereros, la superstición y la camaradería se entrelazaban tan densamente como los propios pinos. Hombres contaban anécdotas bajo la luz de las linternas, recreando hazañas hasta que las historias se enroscaban como lianas. Al amanecer, el coro de hachas alzaba un solo golpe mientras los troncos teñidos de rojo por el sol naciente caían con cadencia medida. Ni los más recios leñadores podían contener el deseo de añadir un matiz de exageración: un centenar más de árboles derribados que el vecino, o un canal más profundo de lo que la geografía permitía. Pero bajo ese folclore latía un respeto genuino por los dones de la tierra y por la incansable alianza entre el buey gentil y el gigante que lo guiaba. Los cocineros del campamento servían guisos contundentes junto a las hogueras, el aroma de la carne al fuego se mezclaba con el humo del pino, y trovadores anónimos entonaban baladas en honor a la fuerza de sus compañeros. Cada canción culminaba con un brindis por la perseverancia, la creencia compartida de que ellos también portaban la chispa del espíritu de Paul en cada golpe de hacha.

A medida que los pueblos se convirtieron en ciudades, la leyenda de Paul Bunyan se mantuvo viva mediante desfiles y celebraciones. Cada otoño, madereros y familias vinculadas a la industria maderera se reunían en festivales de la cosecha que se extendían por las plazas. Efigies gigantes de Paul y Babe custodiaban las entradas de las ferias, construidas con madera, fieltro y linternas encendidas. Los niños desfilaban ataviados como bueyes azules, marcando el compás con tambores y silbatos, mientras narradores relataban episodios clásicos en escenarios bajo tienda. Los visitantes degustaban pasteles de savia de caña de azúcar, símbolo de la esencia que antaño fluía por las arterias de los pinos, y bailaban al son de violines que subían de intensidad al caer la noche. Era un carnaval de historia y hogar, un momento para honrar el coraje y la unidad que construyeron la región. Incluso hoy, las instantáneas en smartphones no logran capturar la verdadera magnitud de la celebración, donde la risa retumba entre calles cubiertas de aserrín y el titilar de las hogueras rememora antiguas glorias.

En museos dedicados al patrimonio maderero, las exposiciones conservan el hacha original de Paul—con hojas más anchas que las ruedas de un carro—y las huellas de Babe incrustadas en resina. Los escépticos que dudan de su autenticidad escuchan relatos de huesos colosales descubiertos en campamentos remotos o de hierros de marcar oxidados grabados con las iniciales de Paul. Pintores han plasmado murales de formas azules gigantes extendiéndose en lienzos que abarcan del suelo al techo, captando la energía cinética del hacha y del casco en movimiento. Artistas callejeros tallan relieves en fachadas de cedro, retratando la silueta de Paul contra cielos cirros, mientras artesanos graban en puertas de metal imágenes de bosques partiéndose bajo el empuje de la dupla imparable. Estos homenajes, grandiosos y sutiles a la vez, mantienen viva la historia en el presente, recordando a residentes y visitantes por igual que la imaginación y el esfuerzo son la base de la identidad comunitaria. Al esculpir esos recuerdos en el espacio público, la gente reafirma su conexión con los ritmos de la naturaleza y con el potencial ilimitado de la creatividad humana.

En las actuales operaciones madereras, las máquinas zumban donde antes Babe marcaba el paso, y brazos hidráulicos caen allí donde Paul blandía el hacha. Pero aun cuando la tecnología impulsa el progreso hacia nuevos horizontes, perdura el espíritu de colaboración entre el trabajador y el entorno. Ingenieros forestales estudian patrones que imitan los ángulos de Paul, buscando métodos eficientes y sostenibles que equilibren la cosecha y la regeneración. Los ambientalistas se inspiran en los movimientos delicados de Babe al diseñar planes de reforestación, asegurando que el suelo conserve la humedad y respalde nuevos retoños. Conferencias sobre gestión de recursos abren sus sesiones con ponencias que evocan la leyenda para subrayar la colaboración interdisciplinaria. El buey ya no arrastra trineos, pero su legado vive en el concepto de cooperación—entre máquinas, personas y tierra—que guía la gestión responsable con el mismo empuje que antaño modeló la naturaleza americana.

Aunque el mundo ha evolucionado más allá de esas maravillas nacidas del músculo, el bosque-catedral imaginario de Paul persiste, si no en madera viva, sí en la fantasía. Senderistas en rutas aisladas se detienen ante claros inusuales y sonríen, imaginando al gigante que pudo dejarlos tras de sí. Niños guardan en sus mochilas oxes de peluche y susurran buenas noches a Babe antes de dormir. Narradores en porches de montaña y azoteas urbanas tejen nuevos capítulos en el tapiz, para que las próximas generaciones no olviden cómo el valor y la amistad pueden reimaginar horizontes. En cada eco de un hachazo, en cada sendero desplegado entre los árboles, Paul Bunyan y su buey azul viven: un testimonio de que las leyendas perduran porque reflejan nuestras más profundas aspiraciones y nuestros sueños más audaces.

Conclusión

Desde el primer chasquido del hacha hasta el último retumbar del casco, la historia de Paul Bunyan y Babe el Buey Azul perdura como un testimonio del poder inagotable de la perseverancia y la colaboración. Estas figuras colosales no solo transformaron bosques en poblados y ríos en valles, sino que también inscribieron en la imaginación americana una ética de respeto a la naturaleza y de espíritu colaborativo. Ya sea en el ulular del viento invernal entre pinos vacíos, en el suave fluir de una corriente redirigida por fuerzas invisibles o en el titilar de una fogata durante un festival de la frontera moderna, late el pulso de sus aventuras. Su leyenda nos recuerda que el progreso nace de la cooperación, que la fuerza cobra su máximo sentido cuando se modera con la amabilidad y que las tierras inexploradas dentro y fuera de nosotros rebosan de posibilidades. Generaciones han ido y venido, pero la imagen del gigante que derriba árboles con precisión atronadora y de su compañero sereno dando forma a cauces permanece viva en libros, murales y relatos junto al fuego. A medida que las industrias cambian y las fronteras se desplazan de cabañas de troncos a rascacielos, el corazón de la leyenda sigue palpitando en aulas, parques y reuniones bajo la luz de antorchas, un faro que apunta al lugar donde el coraje se encuentra con la gestión consciente. Al honrar a Paul y a Babe, honramos la verdad eterna de que toda gran empresa—por ambiciosa que sea—toma forma gracias a la visión compartida, la determinación constante y los lazos que forjamos cuando nos atrevemos a soñar juntos. Que su historia inspire a cada nueva generación a blandir el hacha con propósito, pisar con suavidad cuando sea necesario y dejar un legado tan vasto y vibrante como los bosques que una vez llamaron hogar.

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