Introducción
La nieve cubría con grosor las almenas de Camelot, cubriendo torretas y sinuosos senderos de piedra bajo un manto de blanco puro. Antorchas ardían como brasas vivas a lo largo de los baluartes, su resplandor dorado danzando sobre la armadura pulida de los caballeros y señores congregados en el gran salón. Carcajadas cálidas y el tintinear de las copas resonaban bajo un dosel de ramas de abeto adornadas con bayas carmesí, mientras un coro de juglares punteaba laúd cerca del estrado principal. El rey Arturo, su brillante yelmo coronado con una guirnalda de acebo, presidía el banquete con majestuosa gracia. Sin embargo, entre el parpadeo de las velas y el aroma del vino especiado, una tensión silenciosa vibraba en la asamblea. Más allá de las ventanas heladas, un cuerno solitario resonó: grave, ondulante e implacable en el bosque silente. Sin advertencia, las enormes puertas se abrieron de golpe, revelando una figura jamás vista en Camelot. Vestido de pies a cabeza con armadura esmeralda, su piel y barba relucían verdes mientras sostenía un ramillete de acebo en una mano y un hacha colosal en la otra. El silencio se apoderó de los caballeros; el aliento quedó atrapado en sus gargantas al avanzar el enigmático visitante para lanzar un desafío que pondría a prueba sus propios votos. El valeroso Sir Gawain, siempre atento al honor, se levantó de su asiento con mirada firme. Dio un paso hacia la luz de las antorchas, su capa rozando el mármol, y ofreció su vida en la sagrada promesa de la caballería. Así comenzó una aventura que lo llevaría más allá de la seguridad de las murallas de Camelot, a través de bosques envueltos en niebla y colinas cubiertas de nieve, una búsqueda no solo por la supervivencia sino por la perenne fortaleza de su honor y de su corazón.
El misterioso visitante en Camelot
El gran salón de Camelot rebosaba de esplendor. Guirnaldas de acebo fresco colgaban de las vigas, y las mesas se doblaban bajo fuentes de carnes especiadas, dulces pasteles y copas rebosantes de vino color rubí. Los caballeros de la Mesa Redonda, luciendo jubones relucientes y vistosos surcedes, intercambiaban bromas y relatos de campañas lejanas bajo estandartes bordados con dragones, grifos y una «A» coronada. Jóvenes pajes se apresuraban entre los bancos portando bandejas de faisán asado y hidromiel especiada. En el estrado elevado, el rey Arturo contemplaba la escena desde su asiento de roble, su mirada dorada recorriendo la asamblea con cordial autoridad. A su lado, la reina Ginebra observaba con silencioso orgullo, su oscuro cabello adornado con hilos de plata y frutos de muérdago.

Cuando el jolgorio alcanzó su clímax, un cuerno sonó con brusquedad y cortó las risas. Todas las miradas se volvieron al crujir de las puertas, que se abrieron con lentitud. En la abertura, recortada contra la fría luz lunar, apareció un caballero nunca antes visto. Su armadura, de arriba abajo, brillaba en un tono verde vibrante. Su cabello, su barba y la piel que asomaba parecían tejidos de esmeralda. Empuñaba un ramillete de acebo en una mano enguantada y, en la otra, un hacha de tal peso y maestría que parecía destinada a partir rocas más que carne. El salón quedó en silencio mientras el extraño avanzaba a paso firme, cada pisada resonando en el pulido suelo de piedra.
Con voz profunda, retumbante como trueno lejano, el Caballero Verde desafió a los caballeros de la corte del rey Arturo a un juego de honor: que cualquiera de ellos se atreviera a golpearlo con su propia hacha—solo una vez—y que al cabo de un año el retador devolviera el golpe en igualdad de condiciones. Murmullos inquietos recorrieron el salón mientras los caballeros intercambiaban miradas de aprensión. Nadie osaba medir fuerzas con aquel poder temible. En ese instante, Sir Gawain se puso de pie. Con el corazón retumbando y la capa arrastrando tras de sí, avanzó con paso sosegado. Apoyó su espada en el bloque pulido junto al desconocido y, bajo la mirada atenta del rey y la corte, tomó el hacha verde y asestó un solo golpe certero.
El hacha rebotó en la piedra, y la cabeza del extraño salió despedida—pero quedó erguida en su mano enfundada en malla. A cambio, con voz a un tiempo burlona y desafiante, le recordó a Gawain la cita marcada: dentro de un año, en la Capilla Verde, el caballero debía cumplir su promesa. Dicho esto, montó su corcel y se desvaneció en la niebla del bosque, dejando a los más valientes de Camelot lidiando con su destino.
El juramento de Sir Gawain y el año de vigilia
El viento gélido del otoño dio paso al aliento helado del invierno cuando Sir Gawain partió de Camelot, con el peso de su promesa clavado en el alma. Agarrando el ramillete de acebo que le había obsequiado el Caballero Verde, cabalgó por bosques despojados de hojas, sus ramas desnudas arañando el cielo como centinelas mudos. El escarcha se aferraba a cada piedra y peñasco, y los ventisqueros amortiguaban el retumbar constante de los cascos de su corcel. Cada jornada lo acercaba al momento acordado, y cada noche se arrodillaba bajo un manto infinito de estrellas, rogando por guía y fortaleza.

En el sinuoso camino, Gawain halló encrucijadas de tentación. En una cabaña de caza junto a un lago helado, un señor hospitalario le ofreció calor junto al hogar y una capa de fino satén verde como protección contra el frío cortante. La dama de la casa, radiante bajo la tenue luz de las velas, elogió su cortesía y le entregó un cinturón de seda verde esmeralda, asegurándole que le garantizaría la vida cuando llegara la hora de la prueba. Gawain la agradeció con una reverencia, su corazón dividido entre el ansia de supervivencia y la fidelidad a su voto.
A medida que el año se consumía, su mente luchaba con las fuerzas contrapuestas de la prudencia y el honor. Recordaba las loas de Camelot a la verdad y la transparencia. Reflexionaba sobre el desafío del Caballero Verde: enfrentarlo sin temor, con un solo golpe y un solo retorno. Al clarear el alba sobre colinas distantes, apartó la seductora prenda y decidió presentarse solo con espada y escudo.
El viaje, azotado por el frío mordiente y sombras inquietantes, templó su espíritu como el hierro se forja en la llama. Cada paso lo llevaba por valles donde los lobos merodeaban bajo árboles esqueléticos y colinas bañadas por la luz de la luna. En aquella marcha implacable aprendió que el honor no requiere solo grandes gestas, sino también la firmeza silenciosa ante la duda interior.
La prueba en la Capilla Verde
Por fin, en una desolada mañana invernal, la Capilla Verde apareció en el horizonte: una antigua ruina medio engullida por zarzas y musgo. Sus piedras, agrietadas, parecían cobrar vida, envueltas en niebla que se colaba por cada intersticio. Gawain desmontó y avanzó a pie, hacha en mano, con el corazón martillando tras el peto de su coraza. La puerta, antaño grabada con runas, pendía de bisagras retorcidas, gimiendo como advertencia.

En el interior, el Caballero Verde lo recibió como un sencillo anfitrión enfundado en manto del color de la turba. Velas temblaban en las hornacinas, apenas iluminando con luz vacilante. Gawain se arrodilló ante la losa elevada donde había asestado el primer golpe. El extraño sacó su propio hacha—todavía reluciente—con el filo suave e implacable. El silencio se hizo absoluto. Los amigos de Camelot habían vitoreado la justicia; allí solo resonaba el viento a través de muros rotos.
Con calma reverente, Gawain ofreció su nuca y recordó cada palabra de su juramento. El Caballero Verde levantó el hacha con solemnidad. En un solo movimiento, la hoja descendió. Gawain se preparó para el crujido de los huesos. En lugar de ello, hubo un golpecito suave. El caballero esbozó una sonrisa cómplice. En ese instante, Gawain descubrió tras el rostro esmeralda a aquel noble señor que había hospedado: el verdadero artífice de la prueba.
Las palabras brotaron suaves como el amanecer. El señor elogió la firmeza de Gawain, reprochándole únicamente un desliz: aceptar el cinturón de seda llevado por el miedo a la muerte. Aunque la hoja le perdonó la vida, Gawain exhibió en los ojos un brillo de arrepentimiento. El señor desveló la enseñanza: el honor exige ante todo honestidad. Fortalecido y perdonado, Gawain se puso en pie con el espíritu renovado, unido por siempre al lazo de la vulnerabilidad y la valentía.
Conclusión
De regreso a Camelot bajo un cielo iluminado por el sol invernal, Sir Gawain llevaba más que la cicatriz del suave golpe del Caballero Verde. Guardaba en su interior la verdadera esencia de la caballería: una confianza forjada no en la perfección, sino en el valor de enfrentarse a las propias flaquezas. Los caballeros lo recibieron con vítores y abrazos, pero su más hondo triunfo residía en la reflexión serena de lo vivido. El ramillete de acebo que aún portaba dejó de ser mero adorno para convertirse en símbolo viviente de misericordia y verdad. Con el espíritu más sabio y el corazón más humilde, Gawain regresó a la corte de Arturo como caballero y como hombre renacido por su propio juramento. Su historia se tornó faro de integridad, brillando mucho después de que el hielo se desvaneciera de las almenas de Camelot.