Introducción
Bajo un dosel de linternas y serpentinas que ondeaban, el Barrio Francés brillaba con un fulgor febril. Fiesteros con máscaras de lentejuelas y capas de terciopelo deambulaban por el laberinto de calles estrechas, sus risas resonando contra muros de ladrillo centenarios. En cada esquina, el aroma del ron especiado se mezclaba con el azúcar y el humo, pintando el aire nocturno con brochazos de color y sonido. En medio del torbellino de música y pisadas, dos figuras se apartaron de la multitud —una alta, envuelta en un manto verde esmeralda, el rostro oculto tras una máscara de porcelana inexpresiva; la otra, rojiza y animada, vestida con un atavio arlequín ostentoso y una sonrisa que retaba a la noche a tornarse más oscura. El corazón de Montresor latía con fuerza bajo sus murallas de razón, cada pulso marcando un voto susurrado en las sombras: la arrogancia de Fortunato iba a encontrar su fin. Llevaba meses tramando el momento preciso, cuando el caos del carnaval enmascararía sus intenciones. Se acercó a su desprevenido objetivo, alzando una copa con aire inocente: la promesa de un Amontillado extraído de un barril tan raro como codiciado. Ese único gesto puso en marcha el acto final de un cruel teatro. La alegría se disolvería en pavor, la risa en jadeos, y tras el brillante barniz del carnaval, se abría un pasaje profundo al engaño. Así comenzaba un sinuoso camino de máscaras y mortero: donde cada eco en los pasillos de piedra hablaba de rencores sepultados hace tiempo, y la maldición final se sellaba con vino y ladrillos.
El atractivo del gran carnaval
La gran procesión serpenteaba entre calles animadas por rostros pintados y antorchas. Montresor, mimetizándose con el torbellino de fiesteros como una sombra entre espectros, memorizaba cada paso de su víctima. La risa de Fortunato resonaba como una melodía extranjera —segura, atrevida, convencida de su invencibilidad. Avanzaba con botas lustrosas que hacían clic sobre los adoquines, la garganta templada por el vino y el orgullo. Sintiendo el momento oportuno, Montresor deslizó un brazo bajo el de Fortunato y le ofreció una petaca de plata adornada con enredaderas doradas. “Querido Fortunato —murmuró—, hoy andamos buscando Amontillado en vano. He descubierto un pequeño barril oculto detrás de las bodegas de este mismo palacio. Un ejemplar exquisito. Seguramente un conocedor como tú no puede resistirse.” El carnaval pasaba a ráfagas de color —carmesí, violeta, esmeralda— mientras acróbatas enmascarados volaban sobre sus cabezas. Fiesteros lanzaban antorchas al aire, sus rostros medio ocultos por delicados antifaces de encaje que resaltaban miradas astutas. Montresor igualó el ritmo de Fortunato, paso a paso, cuidando que su rival creyera que aquel hallazgo había sido fruto del azar. Cada palabra destilaba invitación; cada gesto, una trampa envuelta en cortesía. Al atravesar un arco triunfal de rosas y cornucopias, Montresor advirtió el fugaz parpadeo de duda en los ojos de Fortunato, duda ahogada rápidamente por el orgullo. ¿Acaso cuestionarías nunca la palabra de un amigo? ¡Un brindis! Y así, entre risas y seguridad, Fortunato siguió adelante, sin sospechar que con cada paso se adentraba más en los planes ocultos de Montresor.

Descenso a la bodega
Se apartaron del desfile festivo para adentrarse en un callejón estrecho atiborrado de banderines y barriles de madera. Los tenues acordes del acordeón se desvanecían al pasar bajo un dintel de piedra bajo, cuya superficie rezumaba antigüedad. Montresor se detuvo, alzó una antorcha y observó a Fortunato entrecerrar los ojos ante la súbita penumbra. “Aquí —susurró Montresor, su voz resonando en la bóveda—, el barril se encuentra justo allí.” Las paredes húmedas exhalaban humedad, y el aire olía a uvas fermentando y a moho. Cada paso reverberaba como campanas que marcaban el aliento áspero de Fortunato. Tropezó con una loseta rota, y Montresor le ofreció una mano firme; el contacto se sintió deliberado, posesivo. “Fortalece tu espíritu —dijo Montresor—, que este Amontillado vale cada sacrificio.” La sonrisa de Fortunato brilló en el titilar de la antorcha, su máscara descubriendo a medias el rubor de la emoción. El pasillo se internó en cavernas flanqueadas por estantes de madera. Sombras danzaban sobre barriles apilados en tres niveles. Montresor se detuvo ante una puerta sellada. Con mano experta, introdujo una llave herrumbrada en la cerradura. El pestillo cedió con un clic hueco, y tras él se abrió un estrecho nicho labrado en roca viva. Condujo a Fortunato en su interior y, tras su risa despreocupada, cerró la entrada. “Un brindis, amigo mío —susurró Montresor mientras elevaba la antorcha—.” Pero la respuesta de Fortunato jamás llegó. Los muros se inclinaban, presionando con siglos de secretos. Su destino pendía como una copa suspendida entre la burla y el horror. Bajo las carcajadas del carnaval, la bodega engulló sus ecos.

El sello de la venganza
La mano de Montresor tembló lo justo para delatar antiguas pasiones: la amargura de cada agravio que creía había mancillado su honor. Sacó de un paño gris una paleta y mortero, revelando herramientas tan inofensivas como condenatorias. Fortunato parpadeó al ver a Montresor colocar el primer ladrillo frente a la abertura del nicho. Una risita baja escapó de detrás de la máscara de Fortunato —mitad incredulidad, mitad desafío—. “Bromeas, Montresor —jadió—, ¿sellarme detrás de estos ladrillos? ¿Y qué será del carnaval sin mi opinión de experto?” Los dedos de Montresor presionaron otro ladrillo. El mortero brotaba en crestas alabastrinas, sellando la fría cavidad. La antorcha osciló, proyectando su propia sombra danzante sobre el cuerpo inmóvil. Cada ladrillo era una condena; cada capa de mortero, un juramento silente. La risa de Fortunato se transformó en tos, y luego en silencio. Montresor se detuvo para saborear el clic final de piedra contra piedra. Afuera, las campanas del carnaval marcaban la medianoche, una sátira sonora a su triunfo. Escupió maldiciones a un juez invisible: “Nadie insulta a Montresor y vive.” Depositó sus herramientas, se secó el sudor de la frente y pronunció una última bendición. La última piedra encajó sin dejar rastro de vida tras ella. En el túnel adyacente, se oían pasos de curiosos buscando a los festejantes extraviados, mientras Montresor se retiraba, la máscara intacta y la sonrisa oculta. La algarabía de arriba rugía sin él. Bajo el estruendo de la fiesta, su venganza quedaba sepultada en el mudo mortero que él mismo había forjado.

Conclusión
A la mañana siguiente al clímax del carnaval, las calles quedaron cubiertas de serpentinas rasgadas y confeti desperdigado. Las risas se habían desvanecido, dejando solo susurros de las locuras de la noche anterior. Montresor se deslizó entre la multitud que menguaba bajo un sol pálido, sin máscara, pero con el corazón aún en sombras. Nadie sospechaba que el orgulloso Fortunato jamás regresaría al mundo exterior —permanecería para siempre en silencio tras mortero y piedra. En las tabernas humeantes y a la orilla del río, circulaban leyendas sobre una bodega oculta y la sentencia final de un noble. Pero ninguna prueba surgía más allá de rumores, y el ambiente festivo disolvía todo recelo. Años después, mucho tiempo después de que los barriles de Amontillado se convirtieran en polvo, incluso el propio reflejo de Montresor lo perseguía en momentos de soledad. En salones abarrotados, veía el vacío de una máscara quebrada, recordándole que la venganza —una vez degustada— no sacia nada. El desfile del carnaval regresaría con sus colores tan vivos como siempre, mientras que, en lo profundo de los arcos de la memoria, yacía el testimonio silente de una promesa cumplida. Los fiesteros que reían a la luz de las antorchas nunca supieron la deuda que contrajeron con la justicia oscura, y la historia de aquella noche fatídica se desvaneció como un eco moribundo. Sin embargo, cada campanada carnavalera aún resuena con significado sombrío, y cada jactancia susurrada lleva el peso de una retribución invisible.