Introducción
Las farolas de gas de Baker Street proyectaban largas sombras sobre el escritorio de caoba pulido mientras Sherlock Holmes examinaba el críptico telegrama que había llegado justo antes de la medianoche. Watson aguardaba en un rincón, y el suave tic-tac del reloj de pie llenaba los intervalos de silencio mientras el ceño de Holmes se fruncía. Cada palabra del despacho oprimía su mente con una urgencia que rara vez se permitía sentir. El profesor James Moriarty, el cerebro criminal al que durante largo tiempo consideró intocable, había lanzado un reto audaz que hablaba de un enfrentamiento en las cataratas de Reichenbach. Solo pensarlo aceleró el pulso de Holmes, una sensación que comparaba con el control preciso con que normalmente medía cada latido. No se trataba de una simple trayectoria delictiva, sino de la culminación de un peligroso duelo de intelectos que se había prolongado a lo largo de años de persecución de gato y ratón. Holmes deslizó un dedo enguantado sobre el billete del vapor, que señalaba la salida en pocas horas, y estudió el mapa donde las montañas cubiertas de niebla se encontraban con aguas turbulentas. Afuera, la bruma se arrastraba por las angostas calles, arremolinándose alrededor de los faroles hasta que el aire nocturno se llenaba de conspiraciones. El eco de pasos distantes no sorprendía a Holmes, pero la certeza de que Moriarty seguía dos jugadas por delante carcomía su serenidad cerebral. Watson se levantó para ofrecerle el abrigo, poco acostumbrado a la tensión que parecía desdibujar la inquebrantable confianza de su amigo. Su alianza, puesta a prueba en casos peligrosos y escapadas apremiantes, nunca había enfrentado a un adversario cuya mera existencia desafiaba los límites de la razón. Holmes sabía que cada instante contaba, pues el plan de Moriarty parecía basarse en el factor sorpresa y la fuerza de la propia naturaleza. El detective tejía hilos de conexión a partir de cartas no enviadas y de pequeños deslices bajo el barniz de civismo del profesor. Con cada revelación, se elevaban las apuestas, y la luz tenue de la habitación parecía parpadear al compás de su resolución. Watson lo observaba, deseoso de hablar, de captar los pasos microscópicos que Holmes daba en su mente. Pero Holmes no permitió interrupciones mientras preparaba su partida: selló una valija con sus herramientas de oficio y un revólver para protegerse. Se detuvo junto a la puerta, su silueta recortada contra el pálido resplandor del corredor, y lanzó una mirada que a la vez era un adiós y un desafío. El cálculo final estaba hecho: seguir a Moriarty hasta las montañas, donde la ley no podía alcanzarlo y la razón podía flaquear. Cuando el reloj marcó la una, abandonaron Baker Street juntos, internándose en una noche en la que esperaba el ultimátum definitivo.
Un Juego de Sombras
Las farolas de gas de Baker Street proyectaban largas sombras sobre el escritorio de caoba pulido mientras Sherlock Holmes examinaba el críptico telegrama que había llegado justo antes de la medianoche. Watson aguardaba en un rincón, y el suave tic-tac del reloj de pie llenaba los intervalos de silencio mientras el ceño de Holmes se fruncía. Cada palabra del despacho oprimía su mente con una urgencia que rara vez se permitía sentir. El profesor James Moriarty, el cerebro criminal al que durante largo tiempo consideró intocable, había lanzado un reto audaz que hablaba de un enfrentamiento en las cataratas de Reichenbach. Solo pensarlo aceleró el pulso de Holmes, una sensación que comparaba con el control preciso con que normalmente medía cada latido. No se trataba de una simple trayectoria delictiva, sino de la culminación de un peligroso duelo de intelectos que se había prolongado a lo largo de años de persecución de gato y ratón. Holmes deslizó un dedo enguantado sobre el billete del vapor, que señalaba la salida en pocas horas, y estudió el mapa donde las montañas cubiertas de niebla se encontraban con aguas turbulentas. Afuera, la bruma se arrastraba por las angostas calles, arremolinándose alrededor de los faroles hasta que el aire nocturno se llenaba de conspiraciones. El eco de pasos distantes no sorprendía a Holmes, pero la certeza de que Moriarty seguía dos jugadas por delante carcomía su serenidad cerebral. Watson se levantó para ofrecerle el abrigo, poco acostumbrado a la tensión que parecía desdibujar la inquebrantable confianza de su amigo. Su alianza, puesta a prueba en casos peligrosos y escapadas apremiantes, nunca había enfrentado a un adversario cuya mera existencia desafiaba los límites de la razón. Holmes sabía que cada instante contaba, pues el plan de Moriarty parecía basarse en el factor sorpresa y la fuerza de la propia naturaleza. El detective tejía hilos de conexión a partir de cartas no enviadas y de pequeños deslices bajo el barniz de civismo del profesor. Con cada revelación, se elevaban las apuestas, y la luz tenue de la habitación parecía parpadear al compás de su resolución. Watson lo observaba, deseoso de hablar, de captar los pasos microscópicos que Holmes daba en su mente. Pero Holmes no permitió interrupciones mientras preparaba su partida: selló una valija con sus herramientas de oficio y un revólver para protegerse. Se detuvo junto a la puerta, su silueta recortada contra el pálido resplandor del corredor, y lanzó una mirada que a la vez era un adiós y un desafío. El cálculo final estaba hecho: seguir a Moriarty hasta las montañas, donde la ley no podía alcanzarlo y la razón podía flaquear. Cuando el reloj marcó la una, abandonaron Baker Street juntos, internándose en una noche en la que esperaba el ultimátum definitivo.

El viaje hacia Suiza los llevó por colinas aterciopeladas y aldeas silenciosas, con el clic rítmico del lujoso vagón de ferrocarril acentuado por la atenta mirada de Holmes a cada nombre de estación que parpadeaba junto a la ventana. Watson, sentado frente a él, anotaba observaciones en un cuaderno de cuero que temblaba apenas con la anticipación. Entre ambos yacía un maletín de piel que contenía los instrumentos de la investigación: un reloj de bolsillo, un revólver y páginas sueltas de la correspondencia cifrada de Moriarty. Cada reflejo en el cristal parecía un fantasma, como si el paisaje conspirara para ocultar los secretos del profesor tras cortinas de niebla. Holmes repasaba el enigmático trazo de las cartas, murmurando fragmentos de lógica mientras buscaba el patrón que las conectara con un plan invisible. Hablaban poco: sus mentes trabajaban en paralelo, unidas solo por una lealtad inquebrantable. De vez en cuando, Holmes se levantaba a asomarse al pasillo, mostrando la tensión que implicaba la vigilancia constante. Al despuntar el alba, los Alpes se alzaron con austera majestuosidad, picos que perforaban las nubes como centinelas silentes del destino. El aire matinal olía a pino y escarcha, vigoroso y a la vez ominoso, como si las montañas exhalaran una advertencia a quienes osaran invadir su dominio. Watson cerró su cuaderno, su estoicismo natural cediendo ante la certeza de que aquel caso pondría a prueba las fibras mismas de su amistad. Holmes se incorporó y ajustó la bufanda, con los ojos brillando de un fervor que rozaba la audacia sublime. Cuando el tren se detuvo en una estación remota, un solo maletero los aguardaba con expresión lánguida y un mapa que marcaba la ruta final hacia las cataratas. Descendieron al frío cortante, respirando el aire que quemaba los pulmones, y pisaron un andén rodeado de imponentes pinos y la corriente subterránea de aguas poderosas. Sin vacilar, Holmes sostuvo el brazo de Watson y lo condujo por un sendero angosto que descendía hacia un desfiladero. El camino serpenteaba peligrosamente junto a un precipicio donde corrientes invisibles palpitaban bajo la superficie, acechando a su presa en profundidades bravas. Holmes se detuvo para enfundarse los guantes, y Watson advirtió la tensión en cada gesto de su compañero. No era una investigación ordinaria, sino una épica persecución que entrelazaba destino y deducción en un nudo irrevocable. El silencio del bosque pareció volverse aún más profundo, dejando solo el rugido distante del agua para completar la quietud. Avanzaron lado a lado, dos figuras que marchaban hacia un clímax incierto donde la línea entre cazador y presa se desdibujaría para siempre.
Sobre las rugientes cataratas de Reichenbach, alcanzaron una repisa estrecha esculpida por siglos de torrentes implacables. La roca bajo sus botas relucía con la humedad, y el aire vibraba al compás del estruendo del agua. Holmes miró a Watson, cuyo rostro mostraba una mezcla de determinación y temor que reflejaba sus emociones no pronunciadas. Tras la curva del abismo, surgió una figura solitaria envuelta en la niebla, alta y serena, con una postura que rezumaba confianza. Era Moriarty, vestido de oscuro, como si se fundiera a voluntad con la penumbra. Incluyó la cabeza con cortesía y, con voz que retumbó en el cañón, dijo: “Bienvenido, señor Holmes, a nuestro problema final”. Holmes enderezó los hombros y, con tono medido, respondió, proyectando sus palabras contra las paredes de piedra. Los dos hombres intercambiaron frases entretejidas de amenazas veladas y elaboradas estrategias, esforzándose por adelantarse mutuamente con precisión retórica. Watson se colocó tras Holmes, con el corazón martillando al ritmo del agua, dispuesto a intervenir, consciente de que aquel enfrentamiento era la prueba de fuego de su amigo. Por cada sílaba que Moriarty pronunciaba, Holmes contraatacaba con aguda perspicacia, buscando el fallo oculto bajo el aparente perfeccionismo del plan del profesor. Pero Moriarty sonrió, gesto de triunfo casual que desequilibró la cuidadosa ecuanimidad de Holmes. El detective dio un paso cauteloso hacia el adversario, consciente de que un solo error significaría precipitarse al abismo. En ese instante cargado, el mundo pareció detenerse: el estruendo de las cataratas se desvaneció, sustituido por el breve silencio que antecede a la tormenta. Holmes se lanzó hacia adelante, asegurando la muñeca de Moriarty con férrea determinación y empujándolo hacia el precipicio. Se tambalearon al borde, dos titanes inmersos en un duelo mortal sobre el vacío. Watson avanzó para ayudar, pero una corriente de destino pareció retenerlo, emanando de la salvaje belleza de las cataratas. Con el último esfuerzo, Holmes impulsó a Moriarty hacia la espuma turbia, solo para perder él mismo el equilibrio a causa del retroceso. En un parpadeo, Holmes desapareció de la vista, arrastrado por el torrente implacable hacia lo desconocido.
Viaje a los Alpes
Tras partir de la estación, el sendero angosto se adentró en un bosque de abedules temblorosos que crujían como espectros bajo la brisa crepuscular. El aire se volvía más delgado a medida que ascendían, y cada respiración exigía un esfuerzo medido que recordaba a Watson la fragilidad de su misión. Holmes se movía con una economía de gestos propia de años de práctica en terrenos hostiles, barriendo con la mirada las paredes rocosas en busca de miradores ocultos. Las piedras musgosas brillaban con gotas de condensación y cada pisada resonaba con estrépito en el silencio que se cernía entre los troncos retorcidos. El dosel del bosque filtraba la luz moribunda en tonalidades esmeralda y gris, generando una sensación de distorsión en la propia percepción del día. Watson se aferró a una rama ligera cuando el sendero se estrechó en un saliente inestable, la tierra desmoronándose al menor peso. Un aullido lejano perforó la quietud, erizando la piel de ambos al comprender que estaban completamente solos en una naturaleza indiferente a su disputa. Holmes se detuvo ante un promontorio que dominaba un precipicio, desplegando una cuerda tensa y asomándose para tantear la dirección del viento. Observó las ráfagas, calculando cómo el sonido podría revelar su presencia a un observador oculto. Reanudaron el ascenso en casi absoluto silencio, mientras los pensamientos de Watson corrían a través de triunfos pasados que ahora parecían increíblemente remotos. La pendiente se volvió más empinada y el más firme compañero de Holmes empezó a flaquear, pero un susurro alentador devolvió la compostura a su amigo. Al caer la noche, llegaron a un campamento de chozas desgastadas por el clima, donde los lugareños ofrecieron un breve respiro junto a un hogar encendido. El calor momentáneo aliviaba manos heladas y ánimos atribulados, aunque cada parpadeo de la llama proyectaba sombras alargadas que susurraban peligro. Holmes aceptó una taza de té amargo sin el gesto habitual de cortesía, ya pensando en la confrontación final. Caminos sin señalizar partían del asentamiento hacia los pasos superiores, donde el rumor del agua creciente se convertía en murmullo distante. Watson escuchó ese sonido y se imaginó el torrente oculto bajo sus pies, la fuerza bruta aguardando para reclamarlos. Holmes sacó un pequeño pincel y una tiza, dibujando el perfil de las montañas que les serviría para orientarse junto al borde del precipicio. Cada trazo revelaba la planificación meticulosa necesaria para enfrentarse a Moriarty en sus propios términos. Cuando dejaron atrás las brasas del fuego, entraron en un mundo definido por la luz estelar y un teatro geológico que engullía toda noción de tiempo.

El terreno se volvió traicionero cuando una capa de grava fina ocultó grietas agazapadas que se abrían como fauces listas para devorar al viajero descuidado. Un velo de niebla ascendente cubrió el sendero, transformando cada roca y raíz en amenazas potenciales envueltas en tentáculos fantasmales. Holmes guiaba con aplomo inquebrantable, confiando en el débil fulgor de su linterna allá donde la luz natural flaqueaba. La respiración de Watson se hacía corta y medida, resonando contra las paredes de piedra que los confinaban en un cañón estrecho. De tanto en tanto, gotas de agua pendían de formaciones que recordaban estalactitas, marcando su avance con cadencia precisa. Se detuvieron bajo un saliente esculpido por glaciares milenarios, y Holmes sacó un pequeño frasco de antiséptico para limpiar la rodilla raspada de Watson. Las atenciones tranquilas del detective contrastaban con la urgencia que palpitaba en el filo de su mente, donde estrategias de combate se disputaban con instintos de supervivencia. Arriba, las estrellas brillaban a través de rendijas en la cúpula de niebla, ofreciendo una guía distante a las dos figuras resueltas. Holmes consultó un compact Sextante de bolsillo, alineándolo con la Estrella Polar para confirmar la ruta. Crujó un balance mental de tiempo y distancia, reajustando el ritmo necesario para enfrentar a Moriarty antes de la primera luz del alba. Su conversación se limitó a observaciones breves, cada frase pulida para transmitir el máximo sentido con mínimas concesiones sobre su plan. En un recodo repentino, el murmullo de voces humanas interrumpió el silencio, y Holmes indicó a Watson que se detuviera. Tras una cortina natural de roca, dos siluetas armadas se movían a la luz de la luna, vigilantes y alerta. Holmes descendió tras una piedra grande con movimientos tan fluidos que Watson apenas lo siguió antes de que el silencio los envolviera de nuevo. Con un susurro, acabaron rodeando a sus adversarios, quienes discutían fragmentos sobre “el detective caballero” y “asegurar su desaparición”. El encuentro fue fugaz: dejaron inmóvil a un guardia y el otro huyó presa del pánico. Holmes recogió un revólver aún humeante y un despacho arrugado del hombre caído, prueba de la red de Moriarty. Prosiguieron su marcha, y la pendiente los condujo hacia un estruendo que presagiaba el desafío final. En ese momento, ambos comprendieron que la montaña no solo ponía a prueba sus cuerpos, sino que revelaba las imponentes apuestas de una batalla librada a la sombra de piedra y hielo.
Cuando el manto de niebla se abrió, la primera visión de las cataratas de Reichenbach les robó el aliento: sus torrentes descendían sobre precipicios dentados con furia elemental. La cuenca amplia bajo la caída hervía y agitaba un caldero de agua blanca y spray hecho añicos. Holmes y Watson se situaron en una plataforma de madera estrecha erigida para contemplar el espectáculo, cuyos tablones gemían bajo el arrollador asalto de la humedad. El aire olía a minerales y a un agudo deje de ozono, avivando sus sentidos al tiempo que presagiaba las tinieblas que se avecinaban. Faroles titilantes colgaban de postes de abedul, proyectando un resplandor anaranjado que chocaba con la luz espectral de la luna. Un cartel desgastado advertía sobre rocas inestables y recordaba el límite seguro antes del abismo. Holmes se detuvo para ajustar su capa, repasando con la mirada cada contorno de la roca como si memorizara la topografía para una maniobra posterior. Watson midió la distancia con una estadística de agrimensor que llevaba consigo, dejando aflorar su instinto profesional a pesar del peligro inminente. Susurraron entre sí, planeando el instante preciso para atraer a Moriarty a una desventaja irreversible. Un paso lejano anunció la llegada del profesor, cuyo calzado pulido resonó sobre la madera mojada. Moriarty emergió con su habitual indolente gracia, pisando la plataforma sin prisa. Holmes sintió un vértigo de emoción y temor al quedar frente a frente con su adversario en aquel anfiteatro salvaje de roca y estruendo. Watson se colocó detrás de Holmes, listo para flanquear al profesor con la señal convenida. Moriarty levantó una carta doblada, recitando con cruel precisión los términos de su desafío, como si saboreara el tormento que ansiaba infligir. Holmes se inclinó hacia adelante, con voz serena pero firme, desgranando cada cláusula de la declaración del profesor para exponer sus trampas ocultas. Los ojos de Moriarty brillaron con admiración antes de entrecerrarse en fría determinación; así comenzó la danza. Cuerdas colgaban de anillos de hierro sobre sus cabezas, y una barandilla desigual marcaba el límite de seguridad con madera astillada. Holmes se inclinó para soltar una tabla, calculando el momento para inclinar el equilibrio de poder a su favor. Con un movimiento repentino, se abalanzó, sujetó el brazo de Moriarty y lo empujó hacia el remolino de agua mientras Watson forcejeaba para impedir que Holmes cayera.
Al filo del destino
El instante final llegó en una repisa estrecha que se adentraba sobre el agua blanca en remolino, con la barandilla carcomida tras tempestades sin cuento. Holmes y Moriarty estaban separados apenas por unos pasos, y la niebla de las cataratas los envolvía con un abrazo helado. Watson observaba a corta distancia, cada músculo tenso como un alambre a punto de romperse. El estruendo del agua se fue desvaneciendo hasta que solo el latido de sus corazones llenó el vacío. Holmes enderezó los hombros, apoyando su bastón hueco, los ojos fijos en su adversario. Los labios de Moriarty esbozaron una sonrisa deliberada, el sombrero echado hacia atrás dejaba ver una frente surcada por la confianza de un genio. Por un instante, el tiempo quedó suspendido, brillando entre la vida y la nada. Entonces Moriarty habló con tono sedoso y amenazante, invitando a Holmes a elegir entre una derrota segura o una supervivencia incierta. La respuesta de Holmes fue firme, cada palabra una declaración certera de resolución y desafío. Los ojos del profesor chispearon con diversión mientras hacía un gesto sutil, y la plataforma oculta sobre sus pies tembló bajo ellos. Holmes arremetió con su bastón, empujando el pecho de Moriarty, sintiendo cómo el bastón arañaba el cuero del abrigo. Forcejearon, codos y hombros trabados como engranajes en un mecanismo mortal. Watson avanzó, pero el cambio de peso hizo que Holmes tambaleara hacia el abismo en lugar de su víctima. En ese instante, su pie resbaló sobre la grava suelta y la repisa cedió bajo su peso. Con un grito que mezcló desafío y rendición, Holmes cayó al vacío, desvaneciéndose en la bruma.
Moriarty observó en silencio, como admitiendo que ni él mismo podría controlar la furia indómita de la naturaleza. Por largo rato, el abismo guardó su secreto entre espuma y truenos. Watson corrió hasta la barandilla, el corazón desbocado entre la esperanza y el terror. Se asomó y solo vio un torbellino fantasma donde Holmes había estado, como si el detective hubiese sido borrado del mundo.

Watson cayó de rodillas, la madera húmeda incapaz de sostener el peso de su desconsuelo. El rugido del torrente golpeaba sus oídos, ahogando sus pensamientos en una cascada implacable de temor. Cada instinto le gritaba que Holmes estaba perdido, pero una chispa testaruda de esperanza ardía en su mente. Reunió sogas y faroles, dispuesto a descender al abismo pese al riesgo mortal. El viento azotaba su rostro mientras se lanzaba hacia las aguas enfurecidas. Cada centímetro lo acercaba al vacío, y la luz de su linterna trazaba un estrecho camino en la penumbra. Las paredes del cañón, mojadas y crueles, parecían rechazar cualquier ruego de compasión. Sus músculos ardían y la respiración le dolía, pero no cejó hasta hallar el menor rastro de su amigo. Ecos de la voz de Holmes, fragmentos de un plan, lo atormentaban con la resonancia de lo inconcluso. A la mitad del descenso, halló huellas impresas en el sedimento desmoronado: prueba de que Holmes había hallado un recoveco secreto para refugiarse. El alivio se mezcló con la inquietud al recordar que seguía en un terreno en el que un solo paso en falso significaba la nada. Prosiguió, siguiendo las pisadas por una repisa que rodeaba la otra pared. Sobre él, el agua bramaba, pero allí abajo reinaba un silencio extraño. Encontró un pañuelo rasgado aferrado a una piedra: era de Holmes. Lo apretó contra su rostro, alimentándose del débil aroma a tabaco. Llamó una vez: “¡Holmes! ¿Me oyes?” Los ecos respondieron, pero no supo distinguir si venían de su amigo o del mismo cañón. Decidido, siguió hasta toparse con un túnel estrecho que se abría tras el velo de una cascada, donde el estruendo se atenuaba a un murmullo sordo. Con un último empujón, penetró en aquella cámara oculta y allí, en un nicho formado por la roca, encontró un cuerpo maltrecho: Sherlock Holmes, magullado pero respirando.
Los ojos de Holmes se entreabrieron al débil resplandor del farol de Watson, y una sonrisa fatigada asomó en sus pálidos labios. Watson se arrodilló a su lado, con lágrimas en los ojos, y apoyó la mano de Holmes contra su pecho. El detective gimió ante el movimiento, pero su espíritu indomable brillaba tras la piel frágil. Sobre sus cabezas, el agua gota a gota manaba del techo de la cámara, y el aire sabía a bruma mineral. La voz de Holmes tembló al explicar el último artificio de su adversario: un pasadizo oculto que le permitió deslizarse con control hasta una repisa más baja. El profesor, tan centrado en sellar su venganza, no previó la destreza de Holmes para convertir la caída violenta en una maniobra calculada. Emergiendo de la gruta escondida, los sorprendió la luz matinal que teñía la montaña de un suave dorado. Watson ayudó a su amigo a recuperar el sendero, cada paso un testimonio del triunfo de la mente sobre la fuerza bruta. Cuando alcanzaron el mirador que dominaba las cataratas, Holmes se detuvo y contempló el abismo con solemnidad: victoria y respeto renovado por la furia natural. Moriarty no apareció; su destino quedó entregado a la implacable corriente del río, y Holmes dejó que el silencio testificara el fin de aquella rivalidad. El eco de su enfrentamiento se fundió con el paisaje, grabando recuerdos indelebles en la roca. Watson miró al detective maravillado por su resistencia y por la fuerza que anidaba en un cuerpo maltrecho. Holmes ajustó su abrigo y soltó una risa tenue cargada de sabiduría ganada a pulso. “Parece que nuestro juego ha llegado a su fin, Watson,” dijo con voz aún áspera pero con un claro matiz de triunfo. Cuando emprendieron el descenso hacia el mundo que quedaba abajo, los primeros rayos del sol atravesaron la niebla en destellos dorados, anunciando un nuevo capítulo más allá del filo del destino.
Conclusión
Al amanecer, Holmes y Watson emergieron del angosto sendero de montaña en un mundo pintado de dorado suave y neblina. El abrigo del detective mostraba las señales de su prueba extrema, pero sus ojos reflejaban triunfo y una profunda sabiduría. Watson, aún con el corazón acelerado, sostuvo a su amigo con una lealtad forjada en el fuego, mientras Holmes esbozaba una sonrisa rara que hablaba de alivio y renovado propósito. Se detuvieron en un peñasco sobre las cataratas, cuyo rugido resonaba como un solemne tributo a la batalla recién librada. El destino de Moriarty permanecía oculto en las profundidades, un reconocimiento final de la imparcial sentencia de la naturaleza. En aquella mañana luminosa, Holmes reflexionó sobre la frágil frontera entre la vida y la muerte, su intelecto humillado por la fuerza inapagable de los elementos. La bruma de las cataratas se deslizó a su alrededor como testigo silencioso de su prueba, recordándoles que cada caso podía esconder un giro inesperado. El regreso a la civilización se sintió más cargado de significado, cada paso una declaración de que el coraje, la amistad y la razón pueden prevalecer incluso cuando las probabilidades parecen insuperables. Al abrirse el valle ante ellos, Holmes se inclinó ante el sol naciente, listo para los misterios que aún aguardaban.