Introducción
A través de la corriente color vino del Rin, donde los bosques se agolpan densos en la ribera y el alba se derrama en un deslumbrante oro sobre las agujas de la antigua Worms, el Cantar de los Nibelungos respira una leyenda más antigua que la memoria, un relato forjado en el coraje y sellado en la traición. En el corazón de la intrincada Alemania medieval, reinos prosperaban tras muros inexpugnables, y cortes brillaban con el boato de banquetes, torneos e intrigas de alta alcurnia. Pero tras las sedas y el acero, en las salas señoriales de los reyes borgoñones, las sombras y los secretos rivalizaban con la luz del sol por el dominio. Aquí comienza una saga de valor sobrehumano y orgullo fatal, de alianzas selladas por el matrimonio y deshechas por la venganza.
Desde la lejana Xanten hasta la bulliciosa Renania deambulan Siegfried, vástago de linaje real, y Kriemhild, cuya belleza canta la canción y cuya firmeza moverá reinos. Nacidos para la gloria pero acosados por sueños presagios, su unión promete gozo y siembra a la vez las semillas de la perdición. El matadragones porta consigo el tesoro de los Nibelungos —oro legendario, maldito y condenatorio para su poseedor— y la envidia de hombres menos audaces. Mientras Siegfried cabalga por bosques enmarañados y valles azotados por tormentas para conquistar la mano de Kriemhild, los príncipes borgoñones —Gunther, Gernot y Giselher— se ven atraídos a una alianza radiante de promesas y desgarrada por la malicia oculta.
Esbirros merodean en las sombras, ninguno más oscuro ni astuto que Hagen de Tronje, cuya lealtad a su casa enciende sospechas y amargura hasta convertirse en traición. Entre cálices plateados en la mesa real y las intrigas susurradas al oído en corredores de armadura, los destinos se forjan sin retorno. Cuando el orgullo es herido y los secretos se cambian por lealtad, el Rin no correrá solo con la música de los juglares de corte, sino con la sangre de héroes. Desde el triunfo sobre el dragón hasta las orillas embrujadas del Danubio, desde los altos muros de Worms hasta las puertas de hierro de la corte húngara de Etzel, cada acto de este relato resuena con el estrépito del destino —un destino del que ningún rey, reina ni verdugo podrá escapar.
El ascenso de Siegfried y la conquista de Kriemhild
Nacido en los salones sombríos de Xanten, el joven Siegfried se forjó entre desafíos y azares. Rumores decían que su padre, el rey Siegmund, trazaba su linaje hasta los dioses, pero fue la mezcla sutil de fuerza salvaje y firme resolución de Siegfried la que primero ganó corazones leales. Desde sus primeros días, el muchacho no buscaba solo batallas, sino el sentido que se ocultaba tras ellas —un hambre que lo llevaría tanto al triunfo como a su ruina.

Al llegar a la madurez, le llegó el rumor de un dragón oculto en el oscuro bosque cercano a las tierras de los Nibelungos. No era un monstruo de fuego común: se decía que atesoraba el oro y los secretos de reyes ancestrales. Intrépido, Siegfried se internó en la espesura, con la espada Balmung reluciente y el escudo forjado por manos enanas a su costado. El duelo con el dragón se prolongó durante tres amaneceres: el choque de escamas y acero estremeció los árboles milenarios; las llamas abrasaron la tierra y la coraza. Al morir la luz, Siegfried hundió su espada en el corazón de la bestia, y sus maldiciones se enroscaban en el cielo ennegrecido. Al bañarse en su sangre, su piel se volvió impenetrable a las heridas mortales —salvo un solo punto entre los omóplatos, donde una hoja de tilo, adherida al pelear, protegía su carne.
Dueño ahora del tesoro de los Nibelungos —oro tan resplandeciente como la esperanza y tan letal como el destino—, Siegfried fue recibido como leyenda viviente. Pero su mente divagaba en rumores de una belleza mayor que cualquier botín: Kriemhild de Borgoña. Su hermosura, decían, encendía rubores en las mejillas de las reinas y humildad en los caballeros más intrépidos. Sin embargo, ella era más que su encanto: fuerza silenciosa e ingenio habitaban bajo sus cabellos de noche. Sus sueños, teñidos de visiones de pérdida prematura, susurraban advertencias, pero el alba la llamaba hacia Occidente sin atenderlas.
Siegfried puso rumbo a Worms, corazón del reino borgoñón, donde el rey Gunther gobernaba junto a sus hermanos Gernot y Giselher. Los rituales de la corte se convirtieron en concursos de destreza; torneos brillaban con acero y seda. Los príncipes hallaron en Siegfried —ojos vivos y espíritu indomable— tanto aliado como rival. La confianza se instaló con recelo en los salones, sobre todo bajo la mirada de Hagen de Tronje, que observaba al extranjero con la paciencia de un lobo.
Por encargo de Gunther, Siegfried accedió a ayudarle a ganar la mano de Brunhild, la guerrera reina del Norte. Brunhild, tan fuerte como diez hombres, retaba a sus pretendientes a hazañas que nadie había superado, pero Gunther, con la ayuda mágica de Siegfried y un disfraz astuto, consiguió superar sus pruebas. A cambio, el rey prometió la mano de Kriemhild a Siegfried, y su corazón —ya despierto a las hazañas del héroe— lo recibió con una alegría rara incluso en las leyendas.
La doble boda en Worms convocó a toda la nobleza del reino: pendones ondearon desde las torres, juglares cantaron bajo estandartes engarzados, y los banquetes duraron hasta el alba perla. Sin embargo, incluso en la celebración, surgieron grietas. Brunhild, al descubrir el engaño tras el triunfo de Gunther, hirvió de orgullo herido y traición. El tesoro nibelungo, llevado a la corte como dote de Kriemhild, aludía a peligros aún mayores. Y entre aquellos salones resplandecientes, Hagen se movía —una sombra cuya silueta presagiaba el día del ajuste de cuentas.
Traición en el Rin: asesinato en las sombras
La unión de Siegfried y Kriemhild, que había sido motivo de regocijo, pronto sembró tensión en la corte borgoñona. Las arcas rebosaban con el tesoro nibelungo, pero su brillo proyectaba sombras inquietantes —una riqueza de la que se rumoraba pendía una maldición mortal. El oro devolvió a Kriemhild el orgullo digno de una reina, pero también despertó la envidia de los condes, cuyas ambiciones ardían en lugar de aplacarse.

La reina Brunhild, aún atormentada por la humillación de su noche nupcial y lo que consideraba un engaño de su esposo y de Siegfried, agitó la corte contra el héroe. La sospecha incubó la resolución: instó a Hagen, vasallo más leal de Gunther, a descubrir la verdad de su derrota y, aún más, a vengar el agravio a su honor. Hagen, receloso pero firme, supo que la fuerza sobrenatural de Siegfried no era invulnerable; la historia del punto débil, protegido por aquella simple hoja, llegó a sus oídos gracias a la confianza mal ubicada de Kriemhild.
Tejiendo una conspiración que sellaría la perdición del héroe, Hagen convenció a Gunther de imaginar la muerte de Siegfried —no solo como acto de venganza, sino como modo de asegurar el futuro de la corona. El plan tomó forma durante una cacería real: un encuentro en el bosque de Odenwald, lejos de las inquisitivas miradas de la corte. La mañana resonó con risas y cuernos de caza, pero bajo aquella algarabía se cernía una intención letal.
Siegfried encabezó la partida, su destreza infalible y su ánimo imperturbable. Sin embargo, al detenerse para beber en un manantial, Hagen asestó el golpe. Con el pretexto de la amistad, le ofreció un cuerno de vino. Al inclinarse, Siegfried sintió la lanza de Hagen penetrar precisamente en el único punto no protegido por la sangre del dragón. El valeroso héroe cayó, tiñendo de rojo las hojas otoñales, y el bosque pareció callar en un luto colectivo de incredulidad.
La culpa se posó sobre los conspiradores, pero su secreto no tardó en escaparse. El dolor de Kriemhild, tan agudo que ardía en su interior como espada y llama, se encontró con la fría excusa de que todo había sido obra del destino. Ella lloró junto al cuerpo inerte de su esposo, jurando con susurros más fríos que el Rin que habría justicia. El tesoro nibelungo, arrebatado por Hagen y hundido en las profundidades del río, se convirtió en símbolo de todo lo perdido —un amor, un héroe, un porvenir— y de una venganza que, oculta bajo la corriente, crecía con furia de tormenta.
La perdición de los Nibelungos: la venganza de Kriemhild
Durante años, los solemnes salones de Worms resonaron con un vacío más doloroso que cualquier herida —el eco de la risa de Siegfried, la sombra de su promesa rota. Kriemhild, antes radiante, se sumió en el silencio y el luto, con el corazón endurecido por la pérdida y la traición. No halló consuelo; al contrario, el encubrimiento y la retención del tesoro nibelungo profundizaron su desengaño.

Pero dicen que en los ojos de una mujer se guardan tempestades. Al fin, llegaron noticias de la remota Hungría: el rey Etzel, el monarca más poderoso del Este, buscaba nueva reina. Kriemhild, fría en sus cálculos y entumecida por el dolor, aceptó. Tras el velo de la alianza vio una oportunidad —quizá redención, pero más aún venganza. Cruzó los Alpes y, en la corte de Etzel, entre riquezas y costumbres exóticas, cobró poder, amada por su nuevo esposo pero siempre distante en su interior. Confinó su pena en los aposentos de su alma, aguardando el momento de actuar.
Cuando los años y la llegada de hijos aplacaron las sospechas de Etzel, Kriemhild invitó a sus parientes borgoñones a Hungría para un gran banquete. Gunther, Gernot, Giselher y Hagen —con sus reputaciones intactas— aceptaron, confiando en la ligazón diplomática del matrimonio. Hagen, siempre alerta, presentía un peligro sutil, pero el orgullo, la lealtad y la sed de grandeza prevalecieron. Partieron al Este, una comitiva armada de honor y destinada al desastre.
Las salas de Etzelburgo resplandecían con oro y luz al recibir a los borgoñones. Banquetes, justas y cantos se sucedieron, mientras Kriemhild ponía a prueba la lealtad y el coraje de sus invitados. Cuando exigió la devolución del tesoro nibelungo y justicia por Siegfried, y Hagen y Gunther se negaron, su paciencia estalló. Desató una masacre tan terrible que su eco resuena en cada relato.
Hagen derribó de un solo golpe al hijo de Kriemhild, y la batalla estalló: caballeros contra guerreros, llamas devorando estandartes de seda. Lealtad, valor y desesperación chocaron en el caos. Los borgoñones, acorralados y traicionados, libraron su última contienda en el gran salón, eliminando enemigo tras enemigo hasta que su número se redujo a la nada. Ríos de sangre mancharon el mármol donde antes danzaban pies reales.
Al acabar la masacre, Hagen y Gunther quedaron, desafiantes incluso en la derrota. La misma Kriemhild degolló a su hermano; con sus propias manos desgarró el corazón de Hagen cuando él se negó a revelar el paradero del tesoro hundido. Su venganza, completa pero vacía, destruyó la casa de los Nibelungos y repugnó hasta el rey Etzel. Al final, Kriemhild halló la muerte a manos de quienes la temían, y el Rin siguió fluyendo, más espeso de leyenda y con orillas rondadas por la locura del orgullo y el amargo precio de la revancha.
Conclusión
El Cantar de los Nibelungos perdura no solo porque narra dragones, tesoros, héroes y contiendas fatales, sino porque refleja verdades inquebrantables del corazón humano —el orgullo, la lealtad entretejida con la traición y cómo el florecer del amor puede marchitarse hasta convertirse en la punta de las espinas de la venganza. Desde fastuosos banquetes en Worms hasta palacios empapados de sangre en Hungría, la nota trágica vibra en cada versión: las alianzas son frágiles, las heridas supuran bajo velos de seda y aun los más poderosos caen cuando honor, ambición y desamor conspiran. Siegfried y Kriemhild, Gunther y Hagen —cada uno sigue vivo en el tapiz de la historia, con sus anhelos y errores advirtiéndonos que el precio del orgullo se paga a menudo en ríos más que en gotas, y que la búsqueda de justicia puede devorar la verdad y el bien. El Rin corre, aún agitado por atardeceres rojos y el recuerdo de hazañas que forjaron una era. A través de estas líneas inmortales, cada siglo rememora: en el ciclo de traición y venganza nadie sale indemne, y hasta los héroes más grandes despiertan destinos implacables. Así discurre la leyenda —y así, como el río, perdura.