Introducción
La ciudad de Omelas era famosa por sus torres doradas que se alzaban contra un cielo cerúleo, un lugar donde las risas de los niños y la música se entretejían en un tapiz de celebración y paz interminables. Cada año, el Festival de las Luces iluminaba sus canales y calles con linternas que giraban en manos jubilosas, y los ciudadanos sentían cómo sus corazones se expandían con orgullo comunitario. Los mercaderes se saludaban con calidez mientras estandartes ondeaban a lo largo de las avenidas empedradas, y poetas recitaban versos que hablaban de un mundo libre de carencias.
Sin embargo, bajo esa vívida algazara subyacía un pacto tácito: la armonía de Omelas dependía de una verdad solitaria, oscura y oculta. En voces quedas, los mayores enseñaban a la generación más joven que la prosperidad no era un don, sino una elección, una que conllevaba una carga ineludible. Nadie hablaba del precio en voz alta ni en público; bastaba con que cada alma albergara ese conocimiento en privado, una espina en la mente que sofocaba cada instante de gozo sin reservas. La mayoría aceptaba este silencioso peso, convencida de que era el equilibrio necesario para la dicha. Algunos, incapaces de soportar el costo, se escabullían bajo el manto de la noche. Caminaban hacia horizontes lejanos, donde el camino se retorcía en la incertidumbre, guiados solo por la conciencia y el anhelo de una paz más sincera.
Bajo las Torres Doradas
Omelas se alzaba desde suaves colinas hasta una extensa llanura donde los ríos se bifurcaban como cintas de plata. Arcos magníficos y pasarelas abovedadas conectaban torres de piedra clara, cada una tallada con runas de gozo y abundancia. Los ciudadanos se movían en armonía sin esfuerzo, sus pasos resonaban como música entre columnatas engalanadas con guirnaldas fragantes. La risa brotaba en patios lejanos mientras los niños perseguían mariposas pintadas con luz viva.
Los estudiosos se reunían en foros al aire libre para debatir la naturaleza de la bondad y la forma de las utopías futuras, mientras los artistas adornaban las fuentes públicas con mosaicos que representaban el espíritu humano en su máxima jubilosidad. La noche caía como un telón de terciopelo atravesado por el resplandor de las linternas; la ciudad nunca dormía realmente, su pulso se mantenía gracias al asombro colectivo. Incluso en las horas más silenciosas, un suave zumbido de satisfacción flotaba por las calles vacías, transportado por brisas frescas que sabían apenas a jazmín y promesas.
Sin embargo, no todos los rincones de Omelas brillaban con alegría compartida. Bajo las plazas de mármol se encontraban cámaras ocultas donde se guardaba el secreto de la ciudad. Una única puerta cerrada con llave, invisible para la mayoría, conducía a escalones de piedra que descendían a una bodega cavernosa. Allí, en una penumbra perpetua, aguardaba un niño solitario. El aire en ese recinto se sentía espeso y estancado, y las paredes mostraban manchas de humedad de filtraciones olvidadas hace mucho tiempo. Los guardias apostados arriba se movían en silencio, con el corazón cargado de deber y pesar. Rara vez hablaban de lo que yacía debajo, pero cada uno conocía la verdad fundamental: Omelas solo podía existir en esplendor si a cambio se entregaba una vida por innumerables otras.
Cada ciudadano comprendía el pacto, y todos habían visto al niño al menos una vez, aunque pocos podían encontrarlo con la mirada sin estremecerse. Respeto y repulsión se entrelazaban mientras se apartaban, con las manos presionadas sobre la boca para sofocar cualquier grito de protesta. En ocasiones, susurros de duda surgían entre los jóvenes a punto de integrarse a las filas de la ciudad. Se preguntaban si la felicidad construida sobre el sufrimiento podía perdurar, y si el brillo de Omelas no sería en sí mismo una ilusión frágil.
Los debates estallaban en reuniones clandestinas, con voces quedas pero urgentes. Unos sostenían que el sacrificio del niño era la raíz oscura de la cual brotaba toda belleza, una verdad inevitable de la existencia mortal. Otros insistían en que el verdadero progreso exigía compasión sin crueldad, y que ninguna sociedad debería tolerar tal intercambio. Ningún bando prevaleció; el consenso inestable se mantuvo, y los preparativos del festival siguieron adelante. Los espectadores en las galerías de arriba brindaban por los fundadores de la ciudad, inconscientes del alma prisionera bajo sus pies.
Cuando el amanecer se acercó de nuevo, una luz dorada se filtró por las rendijas del piso superior, iluminando los rasgos pálidos del niño. El cabello humedecido se pegaba a su frente, y sus ojos, abiertos por el anhelo de libertad, se encontraron con el rayo de luz. En ese instante, el corazón de Omelas pareció titilar entre la luz y la sombra, un equilibrio frágil dependiente de un solo aliento.
El Niño Oculto
En el silencio previo al Festival de los Espejos, cuando las calles yacían vacías y solo las linternas proyectaban su suave resplandor, unos pocos selectos eran conducidos bajo tierra. Funcionarios los escoltaban más allá de puertas sin marca, cada cierre de hierro resonando como un toque de difuntos. Se reunían alrededor de la celda, enmudecidos y solemnes. El niño, de no más de siete u ocho años, se sentaba sobre una manta deshilachada en los bordes. Sus costillas se vislumbraban débilmente bajo la piel delgada, y sus ojos seguían cada movimiento con una mezcla de temor y curiosidad. Los visitantes apartaban la mirada, y las lágrimas brillaban en sus ojos mientras el peso de su complicidad se asentaba en cada corazón.
Una voz suave—la de un filósofo encargado de su cuidado—habló en voz alta para recordarles la necesidad. “Este sacrificio nos sostiene. Sin él, las torres colapsarían, los ríos se secarían y la angustia invadiría cada alma.” Las palabras sonaban ensayadas, pero incluso la voz del orador se quebró al pronunciar la última frase. Uno a uno, los visitantes ofrecían alimentos y telas suaves, expresando una gratitud que les costaba reunir. El niño alargó la mano hacia un pan recién horneado, rompiendo su ayuno en silencio.
Entre los observadores se encontraba una joven maestra que antaño había enseñado a leer a los niños de la ciudad, enseñándoles a encontrar belleza en las palabras. Pero ahora sentía la culpa retorciéndose en sus venas como hielo. Recordó las aulas luminosas y las mentes abiertas, y se preguntó si la compasión podría florecer en lugar del miedo. Un temblor recorrió su cuerpo al darse cuenta de que no hablaría. En cambio, se apartó, y sus pasos resonaron extrañamente en el pasillo. Otros lo notaron, con el corazón latiendo con fuerza. Un puñado la siguió, eligiendo la conciencia sobre la comodidad, adentrándose en la oscuridad sin rumbo más allá de las puertas cerradas.
Detrás de ellos, el filósofo cerró el escotillón, sellando el mundo de sombras del niño. Las voces se desvanecieron, dejando solo el goteo del agua y el suave murmullo de la ciudad arriba. El sacrificio se había consumado de nuevo por un año más, renovando el pacto una vez más.
La Decisión de Partir
En la noche del festival, las calles de Omelas se llenaban de visitantes de pueblos lejanos, atraídos por relatos de una alegría sin igual. Las linternas oscilaban en oleadas mientras ciudadanos e invitados danzaban alrededor de fuentes que brotaban luz de colores. La música inundaba el aire: cuerdas, flautas y voces entrelazadas en melodías que hablaban de libertad y unidad. El aroma azucarado de los pasteles se mezclaba con el perfume de las flores nocturnas, y cada rostro brillaba de expectativa. Allí la vida parecía libre de cargas, un reflejo puro de la esperanza hecha realidad.
Sin embargo, al límite de la celebración, un camino estrecho se adentraba más allá del resplandor de las linternas en bosques sombríos y colinas inexploradas. Aquellos pocos que conocían el secreto de la ciudad se escabullían por ese sendero. Sus pasos eran silenciosos al principio, con el corazón cargado de pena y determinación. Llevaban únicamente lo necesario: un cambio de ropa, un pequeño pan y el peso de su decisión. No hablaban de regresar; hacerlo sería traicionar una conciencia recién despierta.
Mientras avanzaban bajo robles milenarios, las voces se apagaban hasta que solo quedaban el aliento y el susurro de las hojas. Para algunos, un temblor de miedo surgía: ¿qué les depararía el mundo exterior? Allí no había calles iluminadas por linternas ni fuentes, ni felicidad asegurada. Solo la posibilidad: un mundo no moldeado por pecados ocultos, un mundo donde la alegría no tuviera otro precio que el esfuerzo y la compasión.
Detrás de ellos, Omelas latía con luz y risas. Delante, las estrellas relucían con fría claridad. Algunos miraron una vez hacia la ciudad que los había nutrido incluso mientras exigía lo impensable. Luego, con paso firme, siguieron adelante.
Conclusión
En los días que siguieron, las historias de Omelas se extendieron más allá de sus fronteras: una ciudad de belleza y celebración, pero atada para siempre a un sufrimiento oculto. Los que quedaron se decían a sí mismos que eran más sabios por haber aceptado el pacto, creyendo que la verdadera alegría nunca podría existir sin sacrificio. Los pocos que partieron llevaban consigo otra historia; una de claridad moral y la búsqueda de un nuevo tipo de felicidad. Pese a que Omelas perdure o se derrumbe, su legado plantea a todo viajero la pregunta de qué precio está dispuesto a pagar por la paz. Algunos escogerán la dicha matizada por la culpa, otros el camino incierto de la integridad. En cada corazón, la pregunta persiste: ¿podemos edificar la perfección sin una sombra?