La Bella Durmiente en el Castillo Encantado

8 min

Illustration of the cursed Princess Seraphine moments after the wicked fairy’s curse

Acerca de la historia: La Bella Durmiente en el Castillo Encantado es un Cuentos de hadas de france ambientado en el Cuentos Medievales. Este relato Historias Descriptivas explora temas de Historias de Romance y es adecuado para Historias para Todas las Edades. Ofrece Cuentos Morales perspectivas. La historia del sueño de un siglo de una princesa maldita y del príncipe cuyo amor la despierta.

Introducción

Bajo un cielo plomizo de nubes de tormenta se alza el antiguo reino de Florin, sus torres y almenas envueltas en niebla y sombra. En el gran salón del palacio real, un silencio expectante cubre el mármol mientras los cortesanos se reúnen para celebrar el tan ansiado bautizo de la princesa Seraphine. Tapices de seda relucen en las paredes, narrando gestas de caballeros victoriosos y monarcas sabios. Candelabros de cristal dispersan la luz refractada sobre pilares dorados, y la dulce fragancia de rosas en flor se cuela por los ventanales arqueados.

Pero bajo este espectáculo de alegría, la tensión se enreda sin verse: una hada rencorosa llamada Morgause, con túnicas que se arrastran como humo negro, irrumpe sin invitación y lanza su maldición sobre la recién nacida: “Al llegar a sus dieciséis años, la princesa se pinchará el dedo con el huso de una rueca y caerá en un sueño eterno, del que ningún beso mortal podrá despertar—salvo el de un amor verdadero.” Un suspiro recorre la multitud mientras el silencio cae como un telón. Las hadas benévolas inclinan el cuerpo, con el corazón desbocado, suplicando clemencia. Morgause concede solo un rayo de esperanza: “Tras un siglo de letargo, el puro valor del amor podrá romper este oscuro hechizo.” Afuera, zarzas y enredaderas retorcidas se alzan alrededor del palacio, aislándolo del mundo. Sin saberlo, la infanta gimotea en brazos de la nodriza, sus pequeñas manos juntas en una serena quietud. Así comienza la historia de un reino suspendido en el tiempo, a la espera del día en que la luz del amor inunde sus sombras y despierte el corazón dormido por la maldición.

La maldición de la bruja y las zarzas crecientes

Desde el último eco de las palabras de Morgause, el miedo se extendió por la corte como una oscura marea. Los cortesanos se apresuraron a fundir o esconder cada rueca del palacio, mientras herreros desmantelaban sus ruedas y derretían sus husos de metal. El rey ordenó limpiar los jardines de tijeras de podar, pero cada corte hacía brotar dos nuevas enredaderas en su lugar. Con los meses, el laberinto encantado de espinas se espesó, tallos rectos como flechas cubrieron los muros externos, y cada puerta quedó trabada bajo zarzas que brillaban con una luz impía y tenue.

Una torre del palacio cubierta de maleza, devorada por enredaderas espinosas y que emiten un brillo intenso.
Alambradas espinosas crean una barrera que sella el castillo en un sueño encantado.

La princesa Seraphine creció al cuidado de su institutriz, instruida en el arte de las hierbas curativas, el protocolo de la corte y las lecciones de gobierno. Sin embargo, su mente siempre danzaba en el anhelo de libertad, soñando con explorar los pasillos ocultos de la residencia familiar. Muchas tardes deambulaba bajo vidrieras de colores, dejando que sus dedos recorrieran el alféizar de piedra mientras imaginaba mundos más allá del velo de espinas.

Al despuntar el día de su decimosexto cumpleaños, el palacio guardaba un silencio absoluto. En la torre más alta, un diminuto mueble con un único huso había sido instalado y dejado sin vigilancia. Impulsada por la curiosidad y un suave zumbido de artesanía que llamaba a su corazón, Seraphine subió la escalera de caracol. Cada peldaño resonaba como campanas fúnebres. En la penumbra de la cámara, descubrió el huso: madera esbelta girada por manos de marfil, con una punta de acero que destellaba. Al tocarlo, sintió un agudo pinchazo en la piel delicada. De inmediato, su visión se nubló.

Seraphine cayó de rodillas mientras el suelo la recibía. Los últimos acordes de sonido humano flotaron desde la ventana abierta: su propio lamento, el susurro del viento. Y todo quedó en blanco. Yacía sobre un cojín de satén, ojos cerrados, corazón inmóvil, como si la esencia misma de la vida se hubiera exhalado en un suspiro silencioso.

Una oleada mágica barrió el reino. Las zarzas treparon aún más alto, sus puntas rezumando savia que brillaba bajo la luna. En las salas del palacio, cada antorcha vacilaba en llama azul espectral. Los sirvientes se ocultaron en las sombras, dominados por un encantamiento demasiado poderoso para la mera voluntad mortal. En esa hora suspendida, el reino contuvo el aliento y la leyenda de la Bella Durmiente quedó sellada en espinas y silencio.

Cien años de vigilia silenciosa

Los siglos pasaron en un parpadeo del destino. El castillo de Florin se convirtió en un relato susurrado, en nanas que advertían a los niños sobre la soberbia y la curiosidad. Más allá del muro de zarzas, los bosques se espesaron, los ríos cambiaron de cauce y aldeas nacieron y perecieron. El recuerdo de la princesa dormida derivó entre mito y ensoñación hasta que los historiadores discutían si Seraphine había existido alguna vez.

 Un laberinto de matorrales luminosos que envuelve un castillo antiguo
Las interminables espinas protegen a la princesa dormida del reino.

En el interior, el tiempo transcurría en motas de polvo y rayos de luna. El gran salón, antaño rebosante de música y risas, yacía cubierto por un manto de telarañas. Los tapices colgaban de las paredes con sus colores marchitos. El arpa dorada del estrado había perdido una cuerda, y el trono real estaba invadido por el musgo. Sin embargo, en la torre más alta, bajo la luz nocturna y el hechizo, permanecía intacta una cuna de madera lacada, como cuidada por manos invisibles. Allí yacía Seraphine, sin perturbación, su pecho alzándose y descendiendo al compás de un sueño.

Con el tiempo, leyendas acudían a las puertas. Caballeros en busca de gloria atacaban las zarzas con sus espadas, solo para ver cómo el acero se fundía con la savia corrosiva. Eruditos llegaban de tierras lejanas para dibujar el contorno del castillo y transcribir la profecía que anunciaba el beso de un amor verdadero. Juglares componían baladas que florecían en tabernas, pero se desvanecían al romper el alba.

En una era tranquila, un ermitaño de cabellos blancos halló un sendero entre las enredaderas. Guiado por runas antiguas y relatos transmitidos por monjes, descubrió una escalera oculta bajo la raíz del roble sagrado. A la luz de una vela llegó hasta la torre y se arrodilló junto a Seraphine. Pero las capas de magia estaban selladas por hechizos más profundos: el beso del ermitaño solo despertó la pena, y sus lágrimas resbalaron por la mejilla inmóvil de la princesa. Salió con la cabeza gacha, la profecía aún incompleta, y las zarzas retomaron su vigilia silenciosa.

Así el castillo permaneció dormido. Las estaciones danzaron una tras otra—las cenizas del invierno, los heraldos brillantes de la primavera, el bochorno del verano y las hojas otoñales que siempre caen. Todos percibían el peso de una promesa incumplida, pero ninguno osaba albergar esperanza… hasta que un forastero a caballo llegó a la reja de zarzas—

El príncipe y el amanecer de la renovación

El príncipe Lucien apareció con la armadura apagada por el viaje y los ojos encendidos de determinación. Había estudiado los viejos cuentos, seguido las notas dispersas del ermitaño y creía en la pureza de su propio corazón. Al despuntar el día sobre el valle, se plantó ante el laberinto de acero viviente. Con cada tajo de su espada, pronunciaba un voto de devoción, y cada gota de savia que caía chisporroteaba hasta convertirse en vapor bajo el sol matinal.

El príncipe Lucien inclinándose para besar a la princesa dormida en medio de una luz dorada.
El beso decisivo que rompe el hechizo ancestral

Al mediodía alcanzó la puerta de la torre, maltrecha pero aún firme. Lucien posó la palma de su mano sobre los relieves de lirios y estrellas, susurrando las palabras transmitidas de generación en generación: “La fe del amor verdadero rasgará la noche y traerá luz al alma cautiva.” La puerta chirrió al abrirse, descubriendo la pequeña cámara donde Seraphine reposaba sobre un cojín de terciopelo. Su cabello plateado se extendía a modo de halo, y su rostro no mostraba el paso del tiempo.

Arrodillado junto a ella, Lucien apartó un mechón rebelde y depositó un beso suave sobre sus labios. Durante un latido suspendido, el mundo contuvo la respiración. Entonces—y solo entonces—el hechizo se deshizo en un torrente de luz dorada. Las pestañas de Seraphine parpadearon, el color volvió a sus mejillas y sus pulmones inhalaron un aliento que sabía a sol y esperanza.

Abajo, las zarzas se marchitaron y se convirtieron en ceniza. En el patio, el río de rosas resurgió en flor. La noticia se propagó por la tierra como una sinfonía. Los cortesanos, convertidos en polvo, vislumbraron espectros de su antigua gloria mientras los recuerdos reorganizaban el gran salón. Cuando Seraphine emergió apoyada en Lucien, contempló un mundo renacido. Sus ojos, llenos de asombro, se encontraron con los del príncipe. Fue un instante en que el tiempo pareció detenerse—

Conclusión

Al subir al balcón, un coro de aves saludó su llegada, y su canto se extendió por los jardines restaurados hasta cada rincón del reino. El rey y la reina abrazaron a su hija con lágrimas de alegría, y las hadas surgieron para cubrir el patio con pétalos que brillaban como polvo de estrellas. Pero, sobre todo, fue la mano firme de Lucien y su voto inquebrantable lo que convirtió la leyenda en verdad viva.

En los días que siguieron, el castillo se reconstruyó piedra a piedra: ventanas rotas reemplazadas por cristales relucientes, maderas podridas renovadas por carpinteros expertos y jardines replantados con semillas venidas de cada horizonte. Seraphine y Lucien recorrieron los pasillos codo a codo, su risa un juramento de que ninguna oscuridad volvería a reclamar el reino. Y en las noches de luna llena, narraban la historia a nuevas generaciones, asegurándose de que la lección perdurase: ni la maldición más profunda resiste a un amor que se niega a ceder.

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