Los Bailarines del Alma de El Malecón
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Acerca de la historia: Los Bailarines del Alma de El Malecón es un Historias de Fantasía de cuba ambientado en el Historias Contemporáneas. Este relato Historias Descriptivas explora temas de Historias de Redención y es adecuado para Historias para Todas las Edades. Ofrece Historias Entretenidas perspectivas. Un cuento místico cubano de ritmo, espíritus y el poder del corazón humano bajo la luna de La Habana.
Introducción
Bajo el resplandor coral de un atardecer habanero, el aliento del Atlántico se mezclaba con el aroma de maduros a la parrilla y risas lejanas. Una figura solitaria pisó las viejas piedras del Malecón, sus pies descalzos susurrando secretos al mar. El corazón de Morita latía como un platillo contra sus costillas. Cargaba un peso imperceptible para el resto, una carga forjada por recuerdos que no la soltaban, titilantes como una llama de vela sin vigilar. A medida que la marea se acercaba, el rocío salado sabía a los arrepentimientos de ayer y a la esperanza de mañana, enredados como hilos en la vieja hamaca de Abuela. Un suave rasgueo de guitarra llegaba desde una casa cercana, cada nota tan delicada como un suspiro, tejiéndose en el aire húmedo y encendiendo una chispa bajo su esternón. Las voces lejanas subían y bajaban como olas, salpicadas por el murmullo grave de los coches que pasaban, sus bocinas burlonas frente a la creciente noche. Sombras se alargaban contra el malecón, altas como sueños, cada una escondiendo una historia esperando para danzar.
Morita se detuvo donde el empedrado encontraba el océano, cerró los ojos. Un ritmo tenue palpitaba en la oscuridad, como si algo bajo las olas hubiera aprendido a marcar el compás. Se preguntó si el mar mismo se había aburrido y buscaba compañía, o si su espíritu inquieto había convocado un eco de ultratumba. La gente del barrio diría que bailaba al garete, a la deriva sin ancla, mientras otros murmuraban que ella era la candela, ardiendo con un poder oculto. Las voces de los vivos se alejaron como semillas de diente de león, dejando a Morita sola con su propia respiración, el olor eléctrico del ozono y el murmullo de voces que no eran del todo humanas. En algún lugar detrás, el choque de un tam-tam congeló el aire, invitándola a escuchar más atento. El mar, las piedras, la noche: todos parecían inclinarse hacia adelante, curiosos por presenciar lo que estaba a punto de suceder.
La llamada de los espíritus nocturnos
La primera vez que Morita sintió el llamado, llegó como un susurro llevado por la brisa marina. Lo percibió justo cuando el sol se deslizaba bajo el horizonte, ese instante en que el mundo se suspende entre latido y silencio. A esa hora, la ciudad exhalaba un suspiro, las contraventanas rechinaban como dientes castañeando y el lejano sonido del ganado se asentaba en un bajo gruñido. Estuvo sola, salvo por la sombra que se reflejaba en los cristales oscuros, hasta que una voz, frágil como una gota de agua sobre el vidrio, la impulsó a avanzar.
Impulsada por una curiosidad anudada a un anhelo, Morita siguió la melodía hasta un círculo cada vez más amplio de bloques de piedra caliza donde el oleaje rompía en aplausos rítmicos. Faroles oscilaban sobre postes oxidados, derramando halos anaranjados que danzaban como luciérnagas. La música crecía desde el muelle: un hombre con un tres maltrecho entonaba una melodía envolvente, como si fuera un recuerdo. Cada acorde vibraba en lo profundo de sus huesos, despertando rescoldos que ella no sabía que estaban enterrados bajo su piel. Entró en el círculo, y el mundo se deshizo, abriendo costuras que había cosido con fuerza años atrás.

Bailando con las sombras
El cuerpo de Morita se movió antes de que su mente pudiera alcanzarlo. Alzó los brazos, curvó los dedos como alas de gaviota y sus caderas se contonearon al ritmo del tambor invisible. El rocío salado besó sus mejillas, dejando el sabor de historias no contadas. A su alrededor, los espíritus emergieron al unísono: siluetas de hombres y mujeres ataviados con modas de antaño, girando en el aire húmedo. Eran ligeros como rayos de luna, brillando con el tenue fulgor de un alga fosforescente. Cada paso de Morita resonaba en las piedras, mezclándose con el golpeteo hueco de sus zapatos espectrales.
Sintió su añoranza, una marea de esperanza y remordimiento recorriéndole las venas. Los espíritus ansiaban recuperar el baile perdido en vida, sentir de nuevo la tierra bajo sus pies. Morita casi pudo olerles el cabello impregnado de tabaco, tenues rastros de humo de cigarillo flotando en la brisa. Su pecho se apretó cuando una mano espectral rozó su codo, un contacto íntimo que vibró como electricidad. Una sirena sonó a lo lejos, tan remota como el graznido de una gaviota, pero apenas lo notó. El tiempo se estiró, un lazo de seda suspendido bajo la luna.

En su trance onírico, creyó oír la nana de su madre filtrarse entre el oleaje, una melodía suave sobre un pájaro aprendiendo a volar. Un temblor de lágrimas le cálido las pestañas. La energía en el aire era lo suficientemente densa para saborearla, una mezcla de ozono y jazmín que se posaba en su garganta. Entonces los espíritus comenzaron a cambiar sutilmente: sus ojos brillaron como faroles en ventanas fantasmales, cada mirada implorándole a Morita que los guiara. Giró como el obturador de una cámara, capturando fragmentos de sus historias: un pescador perdido, una madre anhelando a su hijo, un soldado detenido para siempre al borde de la orilla.
Una ráfaga de viento de pronto zarandeó su cabello como seda negra. El círculo se apretó y Morita comprendió que ella poseía la llave de su libertad. Sus pies rasparon la piedra en un tambor constante, conduciendo el baile hacia un crescendo. Murmuró palabras que apenas entendía, una plegaria o un juramento, mientras las lágrimas cálidas se mezclaban con la sal en su piel.
Cuando la última nota tembló hasta el silencio, los espíritus se detuvieron en el aire, con sus alientos visibles como nubes en el frío que se instaló. Luego, uno a uno, se elevaron y se alejaron hacia el mar, disolviéndose en la espuma que brillaba con una luz de otro mundo. Morita se arrodilló, el corazón desbocado, y saboreó la dulzura de la liberación.
El peso del amanecer
La mañana llegó como un espectro renuente, derramando luz pálida sobre el vestido mojado de Morita. La marea había retrocedido, llevándose consigo las últimas huellas fantasmales y dejando solo sus propias pisadas en la arena. Se incorporó con esfuerzo, cada músculo temblando como si hubiera nadado contra una corriente tormentosa. Un gato callejero maulló desde un zaguán agrietado, sus ojos abiertos de curiosidad. El aire seguía cálido, pero la promesa de un nuevo día se posaba sobre ella como un rebozo envejecido.
Morita avanzó tambaleante hacia su pequeña casa en Centro Habana, donde la pintura turquesa descascarada se aferraba a las contraventanas de madera. Adentro, el aire rancio olía a té de menta y fotografías antiguas. El vinilo de su abuelo con Buena Vista Social Club reposaba junto a una ventana abierta, polvoriento y olvidado. Los recuerdos la inundaron: risas que estallaban alrededor de mesas tambaleantes, las manos enharinadas de Abuela dándole forma a bollos suaves. Cerró los ojos y presionó las palmas contra el pecho, sintiendo el latido de la vida renovarse.

Se dio cuenta de que tenía una elección: seguir como si la noche hubiera sido un sueño febril o abrazar el don que los espíritus le habían otorgado. El calor del amanecer acarició sus mejillas como el beso de una madre, instándola a avanzar. Frente al espejo polvoriento de su cuarto, examinó su reflejo: cabello apelmazado por la sal, mejillas hundidas por el asombro, ojos más radiantes que el alba. El mundo volvía a estar al garete: salvaje e indomable, pero ella sentía, por primera vez en años, que podía trazar su propio rumbo.
Al pisar la calle, sus pies descalzos besaron el empedrado agrietado. Tarareó la melodía nacida en las olas, llevándola por callejones impregnados de plátanos maduros y el eco de risas infantiles. Cada nota revoloteaba sobre los tejados como alas de colibrí. Esa noche regresaría al Malecón, lista para guiar a más almas en su último baile. Ya no era una espectadora del dolor; se había convertido en el puente entre la vida y lo que está más allá.
Mientras el crepúsculo se aproximaba de nuevo, los faroles del malecón se encendían uno a uno, ansiosos por su llegada. Inhaló el perfume del anochecer: flores de guayaba, aire teñido de ron, el sabor metálico de la sal. Los espíritus la esperaban, pálidos y expectantes. Morita alzó la barbilla, con el corazón encendido. Había encontrado su propósito en el ritmo de las olas y el silencio entre los latidos. El baile continuaría y, con cada pirueta, honraría las historias desanudadas por el tiempo.
Conclusión
La vida de Morita cambió para siempre tras ese primer baile bajo la luna habanera. Cada atardecer volvía al Malecón justo cuando la ciudad exhalaba su pulso diurno e inhalaba el silencio estrellado. Descubrió que la gratitud florece incluso en medio del dolor, como una flor brillante que brota en el pavimento agrietado. Mientras avanzaba entre el círculo de piedras, sus pasos resonaban esperanza, cada golpe enviando ondas hacia lo profundo. La luz tenue de los faroles jugaba sobre su rostro y ella sentía a los fantasmas inclinarse agradecidos en su ritmo una vez más antes de deslizarse bajo las olas. Con cada conclusión, surgía una chispa de inicio: reflejos centelleantes que danzaban como diamantes sobre el agua inquieta. Morita nunca olvidó el olor del ozono en su piel ni el suave murmullo de la súplica de un pescador perdido en su oído. Con el tiempo, la noticia de las Bailarinas de Almas se extendió de un extremo al otro de La Habana, susurrada en portales y gritada en fiestas en azoteas. Nadie hablaba de miedo; todos hablaban de asombro. Y en cada rasgueo vibrante y golpe de conga, Morita hallaba la fuerza para seguir compartiendo su don, honrando cada historia hasta que la música misma pareciera un ser viviente. Bajo la luna cubana, enseñaba a los vivos a moverse con compasión y a los difuntos a descansar con dignidad. En el remolino de brisa y luz de farol, pasado y presente danzaban a la par, y así Morita, la Bailarina de Almas, tejía los hilos finales de la redención en el corazón de La Habana, un relato tan perdurable como la marea y tan libre como una canción al viento.